Rock (ola) al parque (la crónica completa)

lunes, febrero 11, 2008



Me imagino bien a Dárgelos -de los Babasónicos- tambaleándose en el lobby del hotel mientras sostiene con lo último que le queda de fuerza entre los dedos una botella de Jack Daniels casi terminada. Figuro a Draco Rosa, zambullido en un sillón café de cuerina, sosegado en la penumbra de un vuelo canábico innterminable y acordonado de fanáticos, damas y caballeros, que lo mismo quisieran sacarle una foto que acostarse con él. En el piso 8 los macarras de Molotov deben estar pasándole revista a su arsenal de aditivos para destruir la noche y, quien sabe, deben saber ya para este momento si dispondrán o no de algunas viejas para el danzón. Pero como éste no fue el Rock al Parque de 2004 sino el contrariado de 2007, de la imaginación paso a las concreciones y me atrevo a anticipar que las estadísticas seguramente mostrarán que, entre las travesuras más rock and roll de la edición, figurarán algunos Rocola Bacalao sacándose un par de almohadas del hotel, o máximo se reportará un piso de habitación empapado porque en la madrugada de fiesta nadie se preocupó por guardar la bolsa de hielo en la nevera.

Hielo el que cayó del más allá para provocar acá la hipotermia en el más ardoroso metalero. Hielo del cielo compactado en municiones que al chocar el pavimento hirviente levantó el humo blanco que obturó el rock. Humo como el del gas lacrimógeno que lanzó la policía colombiana para repeler a los rockeros que despotricaban contra la señalización pública adyacente al parque.
La culpa la tenía nadie, pero a los metaleros de vida se les acababa de cancelar el día de su celebración anual y contra alguien había que protestar. Se los exigía su ánima inconforme. Las horas del año en las que miles de chaquetas negras festejan la hermandad frente a una tarima quedaron pasmadas en la helada de la historia. Bajo el granizo los amplificadores y los circuitos eléctricos. Bajo el granizo Bogotá, los puentes a desnivel, los autos flotadores y los techos de zinc de la humildad. Bajo el granizo el parque y el rock estridente del primer día. Bajo el hielo una edición que quedará entre las máculas de la memoria del festival más grande de Latinoamérica.


Rock ´ n ice



Como el futbolista que ha gambeteado la corta proyección de su reducto deportivo y se vislumbra a él mismo, como primer paso, conquistando los escenarios de mayor relevancia dentro de su región, resolvimos con la banda que de este año no podía pasar la intervención en ese espacio a conquistar o contra el cual darse de bruces de una vez por todas cuando los proyectos, que se los asume con la madurez suficiente para trascender, se disparan a diluir los perímetros impuestos por la casualidad de haberlos concebido en un país sin industria. Luego (como en el caso de los goleadores) vendrán los circuitos mayores: aparecerán Italia, Inglaterra, España u Holanda para convertirse en los destinos que detenten, desde entonces y para siempre, una plaza preferente en la memoria de la afición, en el recuento de la historia de algazara colectiva, en el baúl de los recuerdos dispuesto a abrirse cada vez que se necesite revivir los laureles marchitos. Vendrán (quien sabe y no solo en el imaginario) un Glastonbury, un Coachela o un Belfort: las ligas de los campeones. A fin de cuentas, en el entramado de la cultura los goleadores y los músicos compartimos el mismo papel de entertainers de la conciencia. Somos los centro forward de la diversión.

Al arribar a Bogotá nadie fue a recibirnos en el aeropuerto a pesar de que nos lo habían ofrecido. Alquilamos una van y fuimos directamente a la sala de ensayo que estaba reservada para cuando nosotros apenas estábamos aterrizando. El chofer nos auguró mal clima pues en los días que corrían no había parado de llover. Al llegar, el cuarto estaba vacío. Quienes de nosotros ya habían llegado a Bogotá no aparecían alrededor; el cuarto de práctica no disponía de instrumentos de percusión latina para ensayar; el baterista había perdido su vuelo desde Quito; al tecladista le habían retrasado la salida desde Boston. Más valió sopesar los percances con unas Club Colombia heladas mientras la delantera de los brass le daba una pasada a sus líneas más complejas.
El hospedaje de la primera noche debía correr por nuestra cuenta. Nos repartimos entre casas de amigos y un hostal cercano al cuarto de ensayo pues la mañana siguiente empezaría de nuevo con una práctica. Y así fue, hasta que al medio día del sábado 3 llegamos al hotel Tequendama para registrarnos junto a las delegaciones plurinacionales que también iban llegando. Junto a nosotros una comisión gringa aparentaba entrarle al hard core e interesarle poco la interacción con los colegas. Nos los cruzamos desde ese instante hasta el último día, en los corredores, en los restaurantes y en los camerinos, pero nunca intercambiamos ni siquiera un “hello parcero”, y menos coincidimos en una misma habitación para socializar el relajo. Solo crucé mirada con uno de ellos cuando en el almuerzo del primer día el cielo comenzó a despedazarse. Él comía bajo un domo de plástico que crujía con la ráfaga de granizo, interrumpía sus trinchadas para alzar a ver cómo parecía que esa estructura iba a ceder sobre él, y yo, al frente, bajo un techo más macizo, me ocupaba de la pantalla de plasma instalada en el salón para que pudiéramos ver cómo ese primer día de festival, que ya había empezado, comenzaba a colapsar por la helada. De pronto él me miro y me dijo con una risa asustada algo como: fuck man!, y yo, receptándole la expresión moví la cabeza como respondiéndole y le dije: ¡de ley! Solo después supe que eran de Boston, que se llaman Have Heart y que cuando tocaron (justo antes de nosotros), el cantante recurrió a la vieja argucia de calzarse la tricolor colombiana para ganarse al público.
Comenzaron los rumores sobre la cancelación de ese primer día de conciertos. Los noticieros mostraban la furia de unos metaleros desempotrando del pavimento una señal de PARE y a una tropilla de gendarmes disparando cartuchones de lacrimógeno. En los pasillos del hotel corrían todos, el personal de producción del festival cruzaba mensajes y receptaba órdenes vía celular mientras atendía las incertidumbres de los invitados que compartían el colapso. Los empleados del hotel se apresuraban con escobas, baldes, palas y botas caucho hacia los pisos inferiores: se habían inundado los salones de recepción y había que montar una minga de urgencia para desbaratar los montículos de hielo que taponaban los accesos. Entonces, no había otra, light it up, hermano, y acomódese en su habitación con los camaradas para espectarlo todo por televisión: un canal transmitía en vivo lo que acontecía en el parque mientras los noticieros mostraban los puentes a desnivel colapsados por montañas de dos metros de granizo, los autos incrustados en ellas, la gente siendo rescatada con poleas de entre el hielo, los tejados cedidos y el rock and roll archivado hasta segunda orden.


Domingo, papas con encebollado



Algo contundente debía planearse para reavivar la segunda jornada. Se trataba, por un lado, de reorganizar la programación, rehabilitar la logística, recuperar los equipos afectados por el agua y el hielo, asegurarse de que las tarimas resultasen seguras para las bandas y el parque mismo para la multitud, pero por sobre todo había que sostener entre la gente, los miles de miles de melómanos que viven el Rock al Parque como una fiesta nacional, ese sentimiento de filiación en torno a la música. Había que demostrar que la confianza aún les cabe a quienes durante 13 años seguidos se han preocupado por construir una institución que produce, estudia y desarrolla para beneficio público lo más pertinente en relación a la cultura de la música. A la música como cultura. Aquella donde el rock es una bandera de lucha.
El cartel original nos había programado para las cinco de la tarde en el escenario del Lago, el más pequeño de los dos, pero no por ello menos importante ni menos atrayente de multitudes. Cuando fui de espectador en 2004, año en el que se celebraban los 10 años del festival, en ese escenario se presentaban a esa hora los Auténticos Decadentes y el resultado fue una fiesta de rock fusión con más de 50 mil invitados extasiados. El año pasado, cuando asistí por cuestiones de trabajo, en el mismo lugar y a la misma hora, otros argentinos se apoderaron de la tarde: Karamelo Santo regalaba su desenfado a otras decenas de miles de fanáticos que terminaron seducidos con la patchanka de Mendoza. Con tales antecedentes, confiábamos en que el caer de la tarde y una presencia de público que alcanzaría, al menos, las cuarenta mil personas para el momento, auparían el turno que estaba a punto de llegarnos luego de nueve años de existencia. Pero el diluvio del día previo lo había desencajado todo. El escenario del Lago había quedado temporalmente inservible para las presentaciones, por lo tanto, todo debía concentrarse en el de la Plaza, el principal y más grande de los dos, lo cual, de cierta forma, representaba una ventaja. La jornada empezaría más temprano que de costumbre y cada grupo debía reducir de 45 a 35 minutos el tiempo de su show para que más bandas alcanzaran a tocar. En nuestro caso, eso significaba eliminar dos o tres temas. La decisión quedaría para el ensayo final, en la mañana misma del día de la tocada. Luego nos anticiparon que nuestra salida se adelantaría una hora, o sea, para las cuatro de la tarde. Hasta ahí el panorama aún jugaba a nuestro favor: tocaríamos en un momento encendido de la tarde y, según como iba el cartel, después de una banda colombiana de reggae conocida por dejar prendido el jaleo. Pero aún quedaban decisiones que tomar y para eso los responsables del festival deberían amanecerse removiendo las fichas: había que dejar el mapa lo más atractivo posible y asegurase de que las condiciones quedaran lo más ajustadas al nivel de sus precedentes. Por nuestra parte fuimos de nuevo al cuarto de ensayo para darle la última pasada al repertorio y entonces resolvimos dejar fuera dos temas por ser los menos sólidos: salieron de la lista El gusanito de Pujilí y, muy a mi pesar, Chinese rumba, un rock and roll que se envalentona cuando la big band le mete vientos tesos a los coros.
Regresábamos a eso de la una al hotel para aprovechar el almuerzo, pero apenas el primero de nosotros terminaba de aparecer por entre la puerta giratoria de la entrada, uno de los organizadores se apresuró a decirle que debíamos partir ese instante hacia el parque porque nuestra presentación había sido cambiada para las dos de la tarde.
Estamos en la furgoneta camino al parque. Vamos entre que entusiasmados y cabreados por la celeridad de todo, por lo arbitrario de los cambios y por no disponer de control para revertir el destino próximo, pero por sobre la mixtura de sensaciones lo que se asegura es una alta dosis de ansiedad que pasa amarga por la garganta. Al llegar, aparte de hacer un reconocimiento amplio del terreno, había que conseguir los gafetes que permitirían el acceso a camerinos y áreas vip a las novias y amigos que nos acompañaban. Otro problema a resolver por nuestra cuenta cuando previamente nos habían ofrecido tener todo preparado. El poroto Ordóñez y Galo Verde 70 movilizan sus pequeños cuerpos esperando encontrarles un gafete a sus novias. Yo he logrado conseguir un brazalete all access para mi hermano que ha viajado a registrar el episodio en video y que para entonces ya tiene calzadas dos cámaras en sus respectivos trípodes y a una más la pasea sobre su hombro. Otro brazalete va a dar en la muñeca de la novia del Poroto (muñeca ella misma), con lo que éste resolvió el problema y se perdió con ella, según dijo, por entre los árboles del parque a degustar un bocadillo. De Shadow sé porque lo vi en el camerino retraído bajo su poncho salasaca, pensando quien sabe qué guasería soltarle al público. El cadáver Moncagatta se paseaba con las manos en los bolsillos mirando en las pantallas de plasma de los camerinos lo que en poco le tocaba espectar en vivo. El coqueto Vélez y yo pugnábamos por encontrar su cualquier aguardiente para templar el nervio, pero como anécdota mayor del desastre puedo testimoniar que ni un solo trago encontramos en el backstage del Rock al Parque. Dónde ha quedado el rock and roll, nos preguntábamos consternados, hasta que por ahí apareció un tal Juan Valdez para acelerarnos en algo el pulso con un par de tinticos. De lo que hacían los demás en ese momento no podría dar razón, pero lo que andaba claro para todos era que a quienes estaban trepados en la tarima en ese instante no les estaba yendo nada bien. Eran representantes del neo glam latino, de ese que revivió demasiado cuando apareció Moderatto anhelando ser los New York Dolls. Andábamos nosotros en el camerino calentando gargantas, extremidades y huevos. No estábamos todos, lo cual ya era raro pues tenemos la costumbre de reunirnos una hora antes de cualquier show y, para éste, cuando faltaban unos 25 minutos para que empezara nuestro turno, aún faltaban, entre otros, El Poroto, que seguía sirviéndose su bocadillo por entre los árboles del parque, y Keanu Rivas, nuestro sonidista, a quien se le colmaba el buen humor por no lograr conseguir un gafete para su novia. Las paredes modulares de los camerinos retumbaban con mala vibra. Se percibía que por afuera algo craso estaba ocurriendo. Se escuchaban marejadas de gritos, pero se distinguía en ellas el reclamo y no la ovación. Prestamos atención a las pantallas del galpón de camerinos y notamos que a Azafatas, la banda argentina de lycras encueradas, de camisetas de malla transparente y de cintillos atigrados en torno a sus melenas alborotadas como se alborota la paja en el pajar, el público le estaba cortando el vuelo de su glam pop desubicado para el caso. La cámara tomaba un primer plano de su baterista obesa y dejaba ver cómo ésta perdía el tempo cuando aflojaba una sonrisa angustiada y trataba de buscar seguridad entre sus compañeros. Éstos, en la línea delantera del escenario, esquivaban botellas llenadas con tierra y agradecían entre acordes porque las pedradas que se encaminaban en su dirección no avanzaron con suficiente fuerza y alcanzaron a caer en la sección de la prensa. De pronto, el público que los abucheaba terminó de cansarse de ellos, les volteó las espaldas y levantando el brazo y con él estirando su dedo medio, les mostró el gesto de mayor desprecio simbólico que una banda puede recibir en un evento de estas magnitudes. Las Azafatas tuvieron que salir del escenario sin terminar su tiempo de tocada pues era probable que si se atrevían a continuar, alguna de esas pedradas llegara a alcanzar su destino. Y luego nos tocaba a nosotros. El público silbaba, gritaba iracundo y empezaba a exigir metal. Buena parte del público que el día anterior se había quedado sin su fiesta llegó esa tarde al parque esperando que se le reconociera en algo la deuda pendiente, y si las tres primeras bandas de la jornada aún no habían sido capaces de otorgarle algo de satisfacción, en su enojo se dejaría ver que el público de Rock al Parque no está para esperar a que los favoritos del cartel salven la jornada a las siete de la noche: ellos exigen poder desde el momento de partida. Y así nos tocaba a nosotros. Nuestro manager de escenario terminaba de conectar los instrumentos y disponer los micrófonos. Munive instalaba su teclado y a él su laptop para jugar con los efectos; el Pollo afinaba la batería y la dejaba con los componentes necesarios para su machacada (tres toms y tres platillos le son suficientes para hacerla sonar con maestría); Hugo, el guerrero de los roadies colombianos me ayudaba con la afinación de las congas y acomodaba mis toys en la mesa de percusiones. El resto estaba listo, pero el Poroto Ordóñez seguía perdido y Keanu Rivas, el sonidista, aún no se instalaba en los controles. El público se impacientaba más, desde donde estábamos se alcanzaba a escuchar: ¡toquen, maricas!, pero nosotros ni siquiera estábamos completos sobre el escenario. De pronto la gente terminó de cabrearse, se juntaron sus iras y al unísono arrancó el griterío: ¡metal!, ¡metal!, ¡metal!, pero nos tocaba a nosotros, y quien algo nos conoce sabe que lo nuestro no es precisamente el ala oscura del rock.. Salió la presentadora al escenario, emitió una breve introducción sobre la banda que terminó con algo así: …desde Ecuador, ¡Rocola, Bacalaaaaao! Y desde el frente: silencio. Estuvimos dispuestos a tocar sin El Poroto. Shadow, en su desesperación, emitió instrucciones de última hora: - Miguel (el otro saxofonista), toca las líneas del Poroto y canta sus partes en su afinación – ¡Yaaaa…! – alcanzó a responder Miguel. Apareció El Poroto con su saquito de alpaca, una bufanda de cuadros y su cachucha bacana. Saltamos a nuestros puestos. Sin decir nada El Pollo tocó baquetas y arrancamos con José Garbanzo, y en ese rato, la debacle: el monitoreo no replicaba nada. Sabía que Shadow estaba cantando y que el Pollo tocaba la batería porque los estaba viendo, pero no escuchaba nada a pesar de tener dos monitores a mis costados. Pensé que solo me pasaba a mí, pero enseguida noté que El cadáver (bajo), el Pollo y la Carne seca (trombón 2) buscaban a Supercan (manager de escenario) para pedirle que se encargara de hacer que se subiera el monitoreo de todo. Yo tenía a la consola de tarima a mi lado izquierdo, por lo que podía comunicarme directamente con el operador para pedirle que me alzara el retorno en mis parlantes, pero de nada sirvió, nunca lo hizo. La prueba de sonido que estaba prevista para esa mañana también fue cancelada por los imprevistos, pero como no iba a ser la primera vez que tocaríamos sin probar sonido, resolvimos despreocuparnos de aquello y esperar a que sobre la marcha se afinara el audio en nuestros parlantes, pero nunca pasó. El escenario inmenso obligaba a que, sin el adecuado monitoreo, recibiera yo el sonido propio del resto de instrumentos con al menos un segundo de retraso, por lo que mi interpretación, además de haber tenido que hacerla basada en la memorización de los temas y en la práctica exhaustiva de mis partes (más no porque compartía el sonido directo con la banda entera), tuviera que ajustarla a un segundo anterior al tiempo real. Algo así. Un desastre.
Sin embargo, para cuando terminamos el segundo tema y marcamos una pausa para saludar, el público empezaba a responder entusiasmado. Se podía ver desde arriba cómo comentaban entre ellos sorprendiéndose ante lo desconocido. En un arranque de confianza que El cadáver tuvo para la tercera canción, pues (así lo comentaría después) su sentimiento para entonces ya se había envalentonado (lo cual a mí todavía no me sucedía), decidió dedicar Señores vampiros (un tema que habla sobre el Plan Colombia y sus nefastas consecuencias en la frontera) nada menos que a Álvaro Uribe, y mostrándole un dedo medio cargado de berraquera, arrancó la fiesta que no paró en los siguientes 30 minutos. En ese instante y con ese gesto nos metimos 20 mil conciencias en el bolsillo. A la provocación el público respondió con una ovación inmensa y nos acompañó mostrando también la señal del desprecio hacia el cielo. Luego, la prensa comentaría: en ese instante arrancó el Rock al Parque 2007. Avanzaron las canciones. Los mismos camisetas negras que exigían ¡metal!, ¡metal!, ¡metal!, terminaron coreando La papa y respondieron maravillados a la interpretación del tema principal de Los Simpsons que hicimos con guitarra distorsionada y un vacile merenguero en el medio. Nos quedaban los cinco minutos que le dedicamos a la Bemba afroambateña diluida en La cuchara de palo que armamos para que en ese suelo sonara la música popular ecuatoriana, para que en el Rock al Parque quedara registrado el pan - parán - parán – parán / pan - parán – parán / ¡chis!, de nuestras bandas de pueblo.
Palmas, vítores y complacencia en los 35 minutos más rápidos de mi experiencia sobre las tarimas. Lo que nos había tomado meses de preparación (y si nos ponemos románticos, años de carrera) acababa de terminar tras la media hora musical más vertiginosa de la banda. No obstante, yo, que nunca logré sentirme cómodo con el audio de mi monitoreo y, por ende, con mi interpretación aquella tarde, no alcanzaba a compartir la misma algarabía que reconocía en mis compañeros.
Al bajar del entablado nos acribilló la prensa de Latinoamérica: periódicos y televisoras de Colombia, Perú, Ecuador, Panamá, Venezuela se disputaron nuestro tiempo para lograr entrevistas, para sacarnos fotos y para reiterar las felicitaciones. Nos trasladaron de set en set para registrar nuestras impresiones, para hacernos entender cuán positivamente el público había reaccionado a nuestro performance. Ellos no tenían la obligación de procurar una cobertura semejante a una banda desconocida que acababa de tocar, lo hacían, según nos dejaron saber, porque se sentían impresionados.
Un individuo que había acomodado su cabello a la manera de dos cuernos diabólicos nos alcanzó en los camerinos, se lanzó a abrazarnos y a elogiar, como tantos otros, ese vacilón ska que es La papa. Al día siguiente supimos que ese tipo respondía al nombre artístico de Vulgarxito, que fue uno de los que tocó en la mañana junto a su banda de punk demencial, y que como parte de su show terminó desnudo sobre el escenario y haciendo el gesto de limpiarse el culo con una foto de Bush. Ese rato empecé a entender lo que habíamos logrado.


La sobremesa

Me basta con recordar dos momentos:
1. En el lobby del hotel, una junta improvisada de periodistas que hacía el seguimiento al festival, deliberaba informalmente sobre los puntos más altos de la edición. Un chileno enorme dijo algo así: hay una banda ecuatoriana, Rocola Bacalao se llama… seguramente estará entre las cinco mejores del festival.
2. En la buseta camino hacia la última jornada de conciertos, voy sentado junto al bajista de Los Amigos Invisibles, conversamos del retorno de Soda Stereo y de cómo es posible que en Buenos Aires, Ricardo Arjona detente el record de salas llenas con algo así como 32 Luna Park abarrotados en seguidilla. De pronto, alguien me topa el hombro, era el guitarrista de los Invisibles, el del afro gozador, me pedía que le autografiara el último disco de la Rocola que lo tenía entre sus manos.

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