Yo estuve en Nueva York el 11 de septiembre
martes, septiembre 13, 2016
Llegué
el 10 por la noche, a eso de las 11. Me había embarcado en Londres
luego de haber viajado durante dos meses y medio por Europa. Era esa
antigua época en que a los aeropuertos todavía no los definía su nivel
de hostilidad, y en la que incluso ocurrían milagros. Mi nombre sonó por
un altavoz de Heathrow mientras esperaba en la sala de embarque. Pensé
que había hecho algo malo, pero me llamaban para ofrecerme viajar en
primera clase de Virgin Atlantic, gratis, porque sí. El tipo que vestía
un pantalón otavaleño y sandalias rotas y que llevaba en el aspecto todo
el traqueteo de un viaje desenfrenado, yo, no lo podía creer. Me dieron
una copa de champaña de bienvenida, luego comí salmón y tomé dos vasos
de ginebra Bombay. Fue demasiado. Caí dormido y perdí el turno para el
masaje de espalda al que teníamos derecho los pasajeros de élite.
Desperté en el John F. Kennedy. Venía cargado de nuevas
intenciones, entre ellas abandonar momentáneamente la cocina, mi primera
profesión, y al volver a Quito empezar a estudiar periodismo y
fotografía. Volvería a Quito al inicio de 2002, luego de trabajar unos
meses en Nueva York para recuperar algo del dinero que había gastado en
mi viaje.
Me instalé donde unos tíos entrañables en la zona de Rego
Park, Queens, un hogar que sentía como mío ya que apenas el año anterior
me había hospedado ahí durante seis meses cuando, tras graduarme como
cocinero, quise forjarme una carrera en la mismísima boca del lobo. El
cuarto estaba igual que antes, con esa cama amplia en la que dormía mi
primo cuando aún vivía con sus padres, con un par de ropas suyas dejadas
en el armario, con ese halo melancólico de las habitaciones
desocupadas.
El cambio de horario apenas me dejó dormir. Me levanté muy
temprano y esperé hasta que los comercios abrieran para ir a comprar
algo para el desayuno. En la casa de mis tíos el televisor que estaba en
la cocina siempre permanecía encendido para que sus gatos pudieran
entretenerse, de modo que cuando regresé del supermercado con mis
compras y entré a la cocina, me topé de frente con esa imagen
indescifrable. Los gatos miraban, y yo también empecé a mirar. Una
humareda oscura salía de una de las torres. Debo haber pensado cualquier
cosa, una película, un anuncio publicitario, lo que luego todos dijimos
que habíamos pensado en ese momento. Enseguida me fijé en el correr de
las barras informativas de la parte baja de la pantalla, en el
rectángulo que decía LIVE, y entonces entendí que era la vida real.
—¡Fernando, ven a ver esto! —grité, y mi tío vino desde su cuarto.
Se sentó a mi lado y empezó a restregarse su pelo revuelto
como el de Einstein. Apenas comenzábamos a emitir alguna onomatopeya de
desconcierto cuando se estrelló el segundo avión: bum, en vivo por la
televisión nacional, en la cara.
Los periodistas ya hablaban de ataques y atentados y
probablemente también de terrorismo aunque terrorismo era una novedad en
su lenguaje.
Lo inconcebible era que ocurría ahí, a unos kilómetros de la casa, a treinta minutos en metro.
Mi tío empezó a maldecir. Contra algo. Contra alguien. Nos
atacaron, decía, y se tomaba el pelo mientras caminaba en círculos sobre
la baldosa de la cocina.
—¡El Pablo! ¡Hay que llamarle al Pablo! —gritó.
Mi primo trabajaba como investigador en una fiscalía en el
barrio chino, cerca del World Trade Center. Las redes de telefonía
estaban saturadas, no lográbamos comunicarnos con él.
No recuerdo dónde estaba mi tía en ese momento, pero no
estaba en la casa ni en su trabajo porque ella trabajaba por la noche;
lo cierto es que unos minutos o unas horas más tarde, mis dos tíos, mi
prima Fernanda y yo nos encontramos reunidos en la sala, atrapados por
la angustia, esperando que Pablo contestara su teléfono o que entrara de
pronto por la puerta. Al menos para entonces ya sabíamos que el resto
de nuestros familiares que vivían en la ciudad estaban a salvo.
Pablo se comunicó más tarde. Estaba bien, pero debía
quedarse en su trabajo y ayudar en lo que hiciera falta. Volvería en
algún momento para bañarse, para comer, para cambiarse de ropa, para
alistar sus pertrechos. Mi primo, que entonces debía haber tenido unos
30 años, nueve más que yo, trabajaba como investigador, pero era a la
vez un marine en reserva, y sabía que en cualquier momento iba a ser convocado.
***
Debieron haber pasado dos días, una resaca que presionaba
los tímpanos, un hoyo en el pecho, el tiempo apenas necesario para
reponerse del sacudón y atreverse a salir de nuevo a la calle. Quería ir
tan cerca de la zona cero como pudiera llegar. Me atrevo a creer que ya
me animaba un impulso periodístico, o quizá fotoperiodístico. El año
anterior, mientras llevaba mi vida como cocinero, me había comprado en
el departamento de equipo usado de B&H una cámara Canon AE-1
Program. La llevé conmigo a Europa y ahora la quería para buscar
imágenes de ese cataclismo al que había llegado por azar.
Años más tarde lograría asimilar los sentimientos que me
atravesaron en ese momento. Era natural compartir el dolor, la
confusión, la rabia, pero solo luego supe que, sin proponérmelo, lo
estaba haciendo con una cierta distancia, más con la extrañeza del
forastero que con el desconsuelo del local que ha visto su universo
derrumbarse. Había vivido un tiempo en esa ciudad, lo necesario para
fascinarme con ella y crear un vínculo emocional. Además, estaba ahí una
parte de mi familia y el escenario de mis primeras experiencias en la
búsqueda de una vida propia, pero entre aquella estadía y el día de los
atentados había experimentado tantas cosas y revuelto tantas ideas que
me sentía desapegado de todo, convenientemente extranjero.
Salí. El metro había vuelto a funcionar. En Union Square me
encontré con una escena que me conmovió por lo desconocida, por lo
pulcra. El ritual de encender velas, sentarse en círculo en el piso y
guardar silencio o cuando más dejar escapar unos sollozos me resultaba
tan nuevo como el mismo atentado. En el piso o pegadas en los postes de
luz había fotos de gente desaparecida, notas que pedían información,
mensajes de aliento, flores. El colorido de las hojas de papel
contrastaba con la carga emocional que se respiraba, pero a la vez la
luz amarillenta de las velas generaba una atmósfera más o menos
uniforme. En el mundo descabellado de hoy esas fórmulas de consuelo
resultan casi banales, pero entonces parecían, me parecían, el bálsamo
adecuado.
Bajé por la quinta avenida y sentí el vacío, el hueco de la
materialidad. De un día al otro la aorta de Occidente estaba
paralizada, muda. Parecía que ni los ciclistas ni los skaters se
atrevían a rodar por miedo a ofender a la ciudad, para no lacerar el
silencio. Recuerdo tan solo algunos caminantes, y el gris en el aire
pese a que era la antesala de un otoño iluminado.
Llegué lo más cerca que pude de la zona cero, a alguna
esquina del Greenwich Village. Lo que ahí se veía daba para pensar que
el acceso debía restringirse mucho antes. Los bomberos, con los rostros
llenos de hollín y los uniformes percudidos, removían escombros de casas
cercanas que no estaban derrumbadas pero sí con daños serios. A esa
distancia desconocida del epicentro, la onda expansiva se sentía feroz.
Había un olor a tierra, a una tierra cargada de químicos, y en el aire,
denso y caliente, flotaban partículas perceptibles. En las esquinas
había un regadero de autos calcinados, y por detrás del cordón de
seguridad una pared de humo espeso, como si los bomberos hubieran puesto
un telón para ocultar el desastre.
También en esa zona, las paredes y los postes de luz
estaban colmados de flores, cartas de amor y avisos de búsqueda con esos
flecos desprendibles que llevan un número de teléfono esperanzado.
Parecía todo tan apropiado para el caso, tan original.
Tomé varias fotografías en película a color, que ahora
reposan en una caja de zapatos en algún rincón de la casa de mis padres.
No las he visto en mucho tiempo, pero creo que si las viera reconocería
en ellas la mirada de quien miraba sin saber qué atrapar.
Dos semanas más tarde, cuando abrieron los aeropuertos,
regresé a Quito. Nueva York no era el lugar para quedarse en busca de un
trabajo fácil y pasajero. Nueva York, donde se hablaba ya de miles de
muertos y de planes de venganza, era una jungla marchita.
***
El último recuerdo que tengo de mi primo no es exactamente
de él sino de un par de botas lustradas y dos mochilas militares
repletas. Esperaban en una esquina de su departamento, muy cerca de la
puerta, como para tomarlas apenas timbrara el teléfono.
Tiempo después, Pablo se fue a Irak.
Publicado en Gkillcity
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