En
Belcourt, el barrio pobre de Argel donde creció el escritor Albert Camus, las
calles aún tienen el desencanto de cuando Argelia era una colonia francesa.
Ahí, en el 124 de la rue Belouizdad, las escaleras que llevan al modesto
departamento de dos piezas donde vivió con su madre y su abuela todavía están
mal iluminadas. Sobre la fachada no hay ninguna placa que diga Aquí vivió Albert Camus.
En
su país natal, Albert Camus es la discordia. La mayoría esperaba de él que se
pusiera del lado de los revolucionarios que en noviembre de 1954 empezaron
la lucha por la independencia de Francia,
que había colonizado el país norafricano en 1830. La rebelión armada, iniciada
por el Frente de Liberación Nacional (FLN), terminó en 1962 con Argelia libre y
alrededor de 300 mil muertos. Camus falleció en un accidente automovilístico en
1960 y no alcanzó a vivir el desenlace de la guerra, pero hubo suficiente
tiempo para que se le recriminara su posición intermedia, fronteriza. El
escritor no creía que una reconciliación entre los colonos franceses (pieds-noirs) y los argelinos originarios
(“indígenas”) fuera posible. Para él, la cuestión era cómo hacer convivir
armónicamente a las dos comunidades en una Argelia federada a Francia pero medianamente
autónoma. En el torbellino de la guerra, al ejército francés se le acusó de
torturador y al FLN de terrorista. Condenar ambas derivas significó para el
escritor un compromiso moral inquebrantable, por eso se opuso con igual firmeza
a los intelectuales de derecha que se negaban a rechazar las acciones de los
militares franceses y a los intelectuales de izquierda que evitaron reprobar el
camino que tomó el FLN. Lo que para él era una postura coherente con un ideal
pacifista, para muchos significó una traición cobarde. Las desavenencias con su
pueblo trascendieron su época y anularon cualquier forma de homenaje: En el
país donde el Premio Nobel de Literatura de 1957 nació y vivió hasta los 27
años, ni una plaza, ni una biblioteca, ni un edificio público llevan su nombre.
Camus,
en cambio, se edificó el espíritu con mucho de lo que
alcanzó a vivir en su primera patria. Más allá de la guerra, más allá de la
pobreza y la orfandad de padre, el fútbol le mostró el lado sublime de la
desventura. En la vida sustanciosa del novelista, del dramaturgo, del
ensayista, su idilio con el balón podría parecer una anécdota sin importancia
de no ser porque él mismo, hasta el final de sus días, se encargó de exaltarlo. En 1959, un año antes de su muerte, frente a una cámara de la
televisión francesa, dijo: “No conocí sino en el deporte de equipo, durante mi
juventud, esa poderosa sensación de esperanza y exaltación que acompaña las
largas jornadas de entrenamiento hasta el día del partido, victorioso o
perdido; y, realmente, lo poco de moral que yo sé lo aprendí sobre la escena
del teatro y en el estadio de fútbol, que serán siempre mis verdaderas
universidades.”
Camus
nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, al este de Argelia. Al año
siguiente, su padre, colono francés de la clase obrera, murió apenas iniciada
la Primera Guerra Mundial. En 1918, su madre, analfabeta y en parte sorda, se
mudó con Albert y su hijo mayor, Lucien, al departamento de la abuela en
Belcourt. Albert ingresó a una escuela del sistema republicano francés y luego
al prestigioso liceo Bugeaud, donde descubrió que en la vida hay diferencias.
“Tenía vergüenza de mi pobreza y de mi familia –escribirá en uno de sus Carnets publicados tras su muerte– (…)
No conocí esa vergüenza sino hasta que entré al liceo. Anteriormente, todo el
mundo era como yo y la pobreza me parecía el mismo aire de este mundo. En el
liceo conocí la comparación”. Habiéndola conocido, hizo de la cancha de fútbol
un microcosmos para la fantasía. Parecía que lo único que ahí importaba era la
habilidad con el balón y Camus demostró ser hábil atajándolo. Aunque inicialmente
jugó como centro delantero, se convirtió en arquero para no tener que correr y
así no gastar las suelas de sus zapatos. Cada noche, su abuela, que ponía las
reglas en la casa, se las revisaba a riesgo de una tunda.
Primero
jugó en su colegio y luego, en 1928, en el equipo de la Asociación Deportiva
Montpensier. Un año después, siendo ya universitario, se unió al equipo que le
correspondía, el RUA, Racing Universitario de Argel, fundado dos años antes.
Frente a los otros clubes, surgidos de estratos más modestos, el RUA, por tener
su cimiento en el entorno académico y el soporte de los defensores de la
Argelia francesa, empezó a cargar la fama de acomodado y exclusivo. Era el
equipo que tiraba para grande con una política de reclutamiento selectiva pero
diversa. Primero ingresaron los descendientes de colonos prestigiosos y las
élites de pobladores nativos, pero luego se abrió a los jóvenes de las clases
populares y esa pluralidad terminó convirtiéndolo en el club deportivo más
grande de la ciudad. La realidad mixta del camerino del RUA será para Camus un
ideal de sociedad. Teniendo como centro el fútbol, lo que se vivía en el
vestuario era una fórmula política de integración como la que el escritor
defenderá durante la guerra de liberación: no a un proyecto de independencia
sino a uno de convivencia.
Camus
debe ser el muchacho de la cachucha y el saco oscuro, porque el resto del
equipo lleva la misma camiseta con rayas que ya casi no se ven. Es una
fotografía maltrecha, una de las pocas imágenes que se conocen de sus días de
fútbol. Camus, junto a los chicos del RUA, sonríe, aún se imagina como un
profesional. Dicen que era ágil, valiente, concentrado, con buen sentido de la
ubicación, con grandes reflejos: a esa edad, 17 años, se perfilaba como un
golero de oficio. Si su posición en la cancha fue un designio irrevocable,
también fue una muestra de selección natural. Bajo los tres palos tendrá
libertad y distancia para estudiar con precaución los ataques del equipo
contrario y el desempeño de sus compañeros. Años más tarde, dirá: “Aprendí que
la pelota nunca llega por donde uno cree que va a llegar. Eso me ayudó mucho en
la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente generalmente no es
lo que se dice derecha.”
Tan solo un año después de
haber debutado en el RUA, el potencial guardameta es diagnosticado con
tuberculosis y tiene que dejar de jugar. La pasión es un sendero que se
bifurca.
Ya sin fútbol, Camus se dio a la filosofía. Serán determinantes en su
formación su profesor de primaria Jean Grenier y la biblioteca de su tío
Acault, carnicero de profesión. Durante la década de los ’30, pasó de todo:
publicó artículos y ensayos, empezó los borradores de algunos libros y publicó El revés y el derecho, se afilió y se
desafilió del Partido Comunista, se casó y se divorció, fundó grupos de teatro,
obtuvo su diploma en Filosofía, la tuberculosis se agravó y le impidió recibirse
como profesor del sistema público francés: otro proyecto truncado. En 1940,
luego de que Soir Républican, el
periódico independiente para el que trabajaba, cerrara por orden de las
autoridades de Argelia, se mudó a París.
Ese año, al volver temporalmente a Argelia, sintió el llamado. Más
adelante lo contó: “Cuando en 1940 me puse de nuevo los zapatos de fútbol me di
cuenta de que el tiempo había pasado. Antes de finalizar la primera mitad
estiraba la lengua como los perros cabilias que uno ve a las dos de la tarde,
en el mes de agosto, en Tizi-Ouzou”. Camus recordaba una escena de su época de
reportero en la región berebere de Cabilia, al norte de Argelia, pero también
reafirmaba que lo suyo con el fútbol ya no estaba dentro de la cancha.
Lo que vino desde entonces y hasta su muerte fue un intrincado viaje de
20 años que lo convertiría en una figura mundial: la creatividad sin sosiego,
los pactos y los desencuentros con las personas y las ideologías, la gloria, el
desencanto. Y por fuera o en paralelo a lo que en la burbuja de la
intelectualidad francesa se consideraba respetable, Camus dejó espacio para
rescatar la pasión. El fútbol no era objeto de exaltación entre
existencialistas, surrealistas o libertarios, círculos con los que Camus
compartió opiniones y desacuerdos. Había quienes consideraban al fútbol, y en
general al deporte organizado, como un divertimento para torpes, y los que
pensaban que su espíritu competitivo y el afán de victoria, la agresividad, el
machismo, portaban intrínsecamente las taras del capitalismo. Camus no
desconocía esas implicaciones, pero se negaba a reducirlo al opio de las masas.
“Aprendió a ganar sin sentirse Dios y a perder si sentirse basura, sabidurías
difíciles”, escribió sobre él Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra.
Camus era visto como anarquista y libertario cuando ambas categorías se
consideraban casi sinónimos por compartir valores esenciales como la igualdad,
la autonomía, la valoración de la expresión individual, el rechazo a la
autoridad considerada ilegítima, la contestación a la manera en que funcionaba
la democracia. Un connotado libertario de hoy, Wally Rosell, sostiene que uno
de los lazos fuertes entre Albert Camus y los libertarios es el fútbol, el
fútbol como una escuela de aprendizaje libertario. En el entramado de reglas,
acciones y esquemas que intervienen en el balompié, hay un acto, dice Rosell,
que constituye “el gesto anarco-camusiano perfecto”: el pase. En su texto Elogio del pase (que da título a una
compilación de ensayos sobre deporte, sociedad y poder), Rosell señala: “Quien
da el pase es el maestro del acto. Tal como en una sociedad libertaria, él es
libre de hacer lo que quiere. Sin embargo, no puede existir solo, no puede
progresar solo y no puede sobrevivir solo. Es así como el principio de ayuda
mutua entra en juego (…) El pase es un acto altruista, en el cual la libertad
del pasador es enteramente dependiente de la existencia de sus compañeros de
equipo”.
Ya en su fuero de novelista, cuando es pertinente, lo que es con la literatura
es con el fútbol. En El extranjero (1942),
una muchedumbre anima como lo animaban a él cuando estaba en la cancha: “¡Los
estudiantes recios, los de medicina y los notarios, los abogados y los
farmacólogos / levantan su grito de guerra: RUA, RUA, RUA, club
universitario!”. En La Peste (1947),
la amistad de Rambert y Gonzales gira alrededor de su afición por el balón. En La caída (1956), el autor se proyecta en Jean-Baptiste Clamence y
firma una de las sentencias que más se ha reproducido para avalar su romance
con el fútbol: "Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y
el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en
el mundo en los que me siento inocente". En la que será su novela
póstuma, El primer hombre (1994),
Camus, a través de su alter ego Jacques, da cuenta de cómo su afición empezó
con los partidos escolares que jugaba en los recreos de la tarde.
Su famoso
artículo Lo que le debo al fútbol,
publicado en 1953 en un boletín del RUA y reproducido en 1957 por la revista France Football (la que otorga el Balón
de Oro al mejor futbolista del año en Europa), es
tanto una historia de vida como una declaración de principios. Un pasaje
sustancioso es fundamental para entender su devoción: “Lo
importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves,
día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní
a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo
parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de
años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin. No sabía entonces que
veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me
ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me
haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy
confesando mis secretos, debo admitir que en París voy a ver los partidos del
Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usa la misma camisa que
el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que el Racing tiene algunas
de las mismas manías que el RUA. Juega “científicamente”, como decimos, y
científicamente pierde los partidos que debería ganar. Parece que esto va a
cambiar, al menos en el RUA. En realidad tendría que cambiar, aunque no tanto.
Después de todo, es por eso que quería tanto a mi equipo, por la alegría de las
victorias maravillosas cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al
esfuerzo, pero también por ese estúpido deseo de llorar en las noches luego de
cada derrota (...) Después de muchos años en que el mundo me ha permitido
variadas experiencias, lo que más sé sobre la moral y las costumbres de los
hombres, es al deporte que se lo debo, es en el RUA que lo aprendí”.
En París se encuentra con un Racing Club de camisa celeste y blanco que
vive la mejor temporada de su historia y que, como el RUA, fue fundado en un
entorno estudiantil y burgués. Más tarde, en 1949, va a Buenos Aires para dar
un ciclo de conferencias. Ese año, el Racing de Avellaneda estaba por ganar el
primero de sus tres títulos consecutivos y Juan Domingo Perón iba a la mitad de
su primer mandato. A Camus no le fue bien en la gira. El gobierno quiso revisar
sus conferencias para asegurarse de que no le resultaran incómodas. Camus no lo
soportó, se fue sin presentar nada, pero se llevó la constancia de que allá
también había un Racing de celeste y blanco al que, como al de París, le decían
“La academia”.
Camus ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957. Con el dinero que
recibió compró lo único grande que compró en su vida, una casa en Lourmarin, un
pequeño pueblo 800 km al sur de París. Se instaló ahí en 1958 para evitar el
ruido intelectual de la ciudad y escribir con calma, en la soledad, El primer hombre. Todas las mañanas
tomaba un café en el restaurante Ollis, luego paseaba por la ruta Cavaillon
pasando por el castillo de Lourmiran, y los domingos iba a ver jugar al equipo
juvenil del pueblo, al que un día apadrinó financiándole las camisetas.
El 4 de enero de 1960, Camus debía viajar a París en tren, pero Michel
Gallimard, amigo y editor suyo, que había ido junto a su familia a visitarlo en
Lourmarin, lo convenció de ir con ellos en auto. Gallimard iba al volante de un
Facel Vega, Camus era el copiloto y atrás iban la esposa del editor, su pequeña
hija llamada Anne y el perro de la familia. Caía un diluvio sobre la carretera
nacional No. 5. A las 13h55, Michel Gallimard perdió el control y se estrelló
contra dos árboles. El auto quedó partido por la mitad. Albert Camus murió
instantáneamente. Anne Gallimard y su madre salieron ilesas. Michel Gallimard
quedó agónico y murió días después. Nunca se encontró al perro de los
Gallimard, pero entre el reguero apareció, envuelto en una bolsa de plástico,
el manuscrito de El primer hombre y
un ticket de tren para París. A Camus lo enterraron en el cementerio de
Lourmarin. Fueron los futbolistas del pueblo quienes cargaron el ataúd hasta la
tumba.