El
tamaño de la obra es apenas proporcional a la magnitud del acto.
Minuto
110. Final de la Copa del Mundo Alemania 2006. Zinedine Zidane y Marco
Materazzi refriegan: las artimañas verbales del fútbol. El encontrón va
calentándose. La pelota rueda por otro lado, pero una cámara lo capta. El
capitán de la selección francesa arranca el trote para dejar atrás al defensa
italiano, como quien no quiere la bronca. Pero sí. Once pasos para adelante y
el doce para atrás. Cabezazo al pecho. Materazzi cae. El planeta se detiene,
como el balón. Zidane sale expulsado. Entrega el brazalete de capitán a Sagnol,
ese brazalete que durante el partido se le venía aflojando del brazo, revelando
que su usual circunspección estaba descompuesta. Al irse al camerino, la cabeza
abajo, pasa junto al trofeo de oro posado sobre un podio al borde del campo,
sin querer mirarlo. Son los últimos segundos de su carrera. El fotógrafo Peter
Schols le pone al instante un encuadre lapidario y gana un World Press Photo. Italia
gana el Mundial en ronda de penales. Los franceses quieren morirse.
De
haber triunfado Francia -dijo Juan Villoro-, habría sido una épica deportiva.
Zidane saliendo derrotado al mundo de los mortales por darle un cabezazo a un
contrincante, eso es literatura. Seis años más tarde, el acto
se volvió arte. Pero antes ocurrió mucho.
Todas las conjeturas morales y existenciales fueron ensayadas para buscarle
salidas al misterio. ¿Qué fue necesario para que la leyenda sucumbiera y
averiara el mito?
El honor.
Se dijo
que el símbolo de la Francia multiétnica había sido golpeado en la honra de sus
raíces argelinas y que su familia había sido ofendida en lo insoportable.
Materazzi no dejaba de tirarle de la camiseta. Según él mismo, el capitán
francés le provocó diciéndole que si tanto la quería podía regalársela al final
del partido, pero él dijo que no, que prefería a su hermana. El italiano
reconoció esa parte, pero nunca aceptó haberle lanzado insultos racistas. La
incógnita sirvió para templar la filuda cuerda por la que han caminado, hasta
hoy, la comprensión y la condena de aquel cabezaso mundial. Lo que pudo haber
dicho Materazzi, lo que pudo haberse convertido en una razón para Zidane –eso- quedará patente como una condición
de posibilidad.
Esa
tarde, la trayectoria del capitán francés por la cima del fútbol mundial
recorría en la mente de los aficionados como un videoclip acelerado. La última
toma podía haber sido: A. Él levantando el trofeo del mundo. B. Una amarga
medalla de plata pegada a su pecho. Cualquiera de ellas según las solemnes
maneras del fair play. Ningún
astrólogo habría imaginado jamás la opción C.
En el
minuto 110, el impulsivo Zidane perdió -involuntaria, forzosamente- su frac de
modelo de juventudes y con el ardor de las circunstancias en el inconsciente
volvió a sus mañanas en el subvurbio marsellés, sensible y marginal, donde
creció. Plantado ahí, resolvió la reyerta según los códigos del fútbol de la
calle. En la calle juega el honor.
El
escritor francés Jean-Philippe Toussaint estuvo en los graderíos esa tarde de
2006. Dejó enfriar la calentura y cuatro meses después publicó La melancolía de Zidane, un fino relato
de 17 páginas en el que habla de dos corrientes que podrían haber arrastrado al
futbolista hasta ese gesto. La primera –dice-, incontenible, venía de la
melancolía pura y de la percepción dolorosa del paso del tiempo. Zidane, que
varias veces antes había anunciado su retiro, pero que no podía concretarlo
porque en ello se le iba la vida, sabía que esa tarde sería la última. Y no lo
aceptaba.
La
amargura del final.
Pero
terminar ataviado con su normal elegancia no habría sido terminar sino clausurar
la leyenda, dice el escritor francés. Levantar la Copa del Mundo habría sido
aceptar la muerte. Acaso Zidane pensó que al tomar otra salida podía irse
dejando la puerta abierta. Acostumbrado a la magia sobre el campo, quizás hasta
pensó que la inminente sanción podía llegar, de pronto, a desvanecerse de la
voluntad del árbitro.
La otra
corriente –continúa Toussaint-, paralela y contradictoria, vino empujada
por el
deseo de terminar lo antes posible con todo, porque el hastío, la fatiga, el
hombro que dolía, la frustración del gol que no llegaba, todo pesaba en ese
mundo que estaba por apagársele. Sintiéndose rendido, fue vulnerable. El acto
de violencia lo liberó.
Los
franceses querían morirse. Y ese sentimiento fatal tomó en adelante los tonos
de la frustración, del reproche, de la posibilidad –de nuevo- de dejar el gesto
congelado en un paréntesis y guardar para el orgullo nacional los otros
cabezazos del marsellés, el que en el 98 sirvió para lograr el campeonato del
mundo, por ejemplo; o revivir el formidable penal a lo Panenka –travesaño,
adentro- que esa misma tarde marcó en Berlín para hacer pensar en la épica deportiva.
Contenida
en un paréntesis, la herida respiró seis años más tarde convertida en
monumento. Qué otro nombre tendría sino Cabezazo.
Al
artista argelino Adel Abdessemed le obsesiona la ocupación del espacio. Dice
que prefiere atravesarlo como con un puñal antes que solo ocuparlo. Instalar en
el exterior del Centro Pompidou, en París, una escultura monumental del momento
justo en el que la cabeza rebota del pecho, fue para él una forma de clavar la
daga en ese escenario colosal, sagrado, del arte y el encuentro público. Cinco
metros de masa sólida bañada en negro mate, toneladas de tensión en la pieza y
en la representación: el puñal hinca el espacio, el cabezazo desafía a la
memoria colectiva.
Sobre
ese golpe de testa de Zidane nunca se
escribió la voluntad final, pero no hizo falta porque se supo pasar la página.
Hace unos meses, una encuesta demostraba que “Zizou” sigue siendo el deportista
preferido de los franceses. Sirvió que en más de una ocasión dijera que nunca
se sintió orgulloso de lo que hizo. Sobre el Cabezaso de Abdessemed el mundo del arte resalta su voluntad para
oponerse a la tradición que crea estatuas en honor a las victorias, y lo
valoran a contracorriente como una oda a la derrota. Menos adeptos a las
posibilidades de la hermenéutica, más urgidos por el protocolo y la etiqueta,
mediante una carta pública varios presidentes distritales del fútbol francés
invitaron a Zidane a que pidiera el retiro de la escultura. Le dijeron que la
pieza ponía en escena el gesto más reprochable de su carrera y que ocultaba
todo su talento y las emociones positivas que supo compartir con su país. Le
recordaron que la obra no pone en valor sus cabezazos victoriosos.
Abdessemed
deja a un costado la historia de la hermana de Zidane y prefiere la posibilidad
de la ofensa racista. Con ella tiende un puente que une sus raíces y que le
sirve para cargarle a la escultura el discurso reivindicativo que atraviesa su
obra. El artista considera que aquél es un cabezazo victorioso porque
constituye una forma de despertar las conciencias sobre el racismo y la
injusticia. Una representación monumental de ese gesto violento, asentado en el
corazón de esta capital multicultural en tensión, es la daga que incomoda. El
cabezazo de Zidane fue una explosión de violencia, la escultura del cabezaso de
Zidane es la estetización de un acto violento.
- Somos
seres arcaicos y trágicos, la violencia hace parte de la vida que llevamos
-dice Abdessemed-. A través de la pantalla recibí el gesto violento de Zidane
en la cara. Con la escultura quise mostrar el lado oscuro del héroe, el sabor
de su destino ineluctable.
El
trabajo de Abdessemed se ha expuesto en los espacios consagrados de las
principales capitales del mundo, y lleva el soporte del famoso galerista de
Nueva York David Zwirner. Él posee la primera versión del Cabezazo, una pieza con la talla similar a la de los protagonistas y que, guardada en su galería, servía de poco. Por
eso, creyéndolo oportuno en un contexto de crisis, como el francés, donde los
rebrotes segregacionistas vienen de la extrema derecha y de los
fundamentalismos religiosos, Abdessemed la reprodujo en dimensiones coherentes
con la magnitud del acto. Un acto que, a su juicio, libera.
*Publicado en Mundo Diners, en la edición de enero 2013.