En los Estados Unidos de la posguerra Miles Davis era considerado un ciudadano de segunda clase. Lo era a pesar de que el mundo del jazz ya celebraba su maestría. Existían leyes antimestizaje y los afroamericanos podían sentarse solamente en los últimos asientos de los autobuses. Miles Davis estaba harto. El 8 de mayo de 1949, a sus 22 años, el músico nacido en Alton, Illinois, aterrizó en París.
Era
el primer viaje que hacía al extranjero. Llegó para tocar con el quinteto que
dirigía junto al pianista Tadd Dameron y que completaban Kenny Clarke en la
batería, James Moody en el saxo tenor y Barney Spieler en el bajo. Era también
la primera edición del Festival Internacional de Jazz de París después de la Segunda
Guerra Mundial. La noche del 9 de mayo, en la venerada Sala Pleyel, ubicada en
el corazón de la muy selecta calle Faubourg Saint-Honoré, cuando la batería ya
galopaba y la trompeta de Davis había arrancado un fraseo vigoroso, el crítico
Maurice Cullaz, encargado de presentar el concierto, tomó el micrófono y dijo,
con el elegante empeño de un subastador, que aquello era la forma más moderna
del jazz, el estilo bebop. Diez
piezas después el público quedó fascinado. Davis quedó conmovido. En su
autobiografía, publicada cuatro décadas más tarde, dijo: “[Ese viaje] cambió
para siempre la forma en que vi las cosas. Me encantó estar en París y la forma
en que fui tratado. París fue donde entendí que no todos los blancos eran
iguales, que algunos tenían prejuicios.”
En una de las plateas
laterales de la Sala Pleyel estaba Boris Vian, un joven de 29 años, multitalentoso y ferviente vividor de la
noche que había ido a ver a ese músico estadounidense que, como él, tocaba la trompeta.
Lo acompañaban su esposa Michelle y Juliette Gréco, una joven actriz y cantante
casi desconocida en el momento, pero que rondaba entre los círculos
intelectuales y bohemios más exquisitos de la ciudad. “Alcancé a ver a Miles,
de perfil, un verdadero Giacometti, con una cara de gran belleza. Ni siquiera
estoy hablando de su genio, no hacía falta ser un erudito o un especialista en
jazz para sentirse atraído por él. Había una armonía inusual entre el hombre,
el instrumento y el sonido”, diría Juliette Gréco tiempo después. Davis no
hablaba francés y Gréco no hablaba inglés, pero se enamoraron como locos. Caminaron
de la mano por el borde del Sena y fueron con frecuencia al Club Saint Germain,
donde actuaba la alcurnia del jazz. También se hicieron habitués del Café de Flore, guarida ilustre donde se juntó, desde
principios de siglo, la crème del pensamiento
y las letras. Ahí, a través de los Vian y animado por Gréco, Miles Davis hizo
amistad con Pablo Picasso y Jean-Paul Sartre, quien un día le dijo: “¿Por qué
no te casas con ella?”. Mago de la improvisación, del sombrero sacó ese rato un poema: “Porque la amo demasiado como para
hacerla infeliz”. Y en su autobiografía añadió: “Ella me enseñó lo que era amar
algo más que la música. Juliette fue quizás la primera mujer que yo amé como a
un ser humano, con un sentido de igualdad.”
Miles Davis, Juliette Gréco y, atrás, Boris Vian
También
embriagados por el goce que les brindó París, los músicos que acompañaron a
Davis estuvieron a punto de instalarse allí, pero finalmente sólo el baterista
Kenny Clarke dejó todo y se quedó. Con Miles Davis pudo más el compromiso: en
casa le esperaban una esposa y dos hijos.
Al
regresar a Nueva York, su hogar empezó a desbaratarse. Le venció la nostalgia
por la separación de Gréco y su depresión se tradujo en un desempeño musical
endeble que fue menospreciado por el público y por sus colegas. Luego, como
había ocurrido con Charlie Parker, Sonny Rollins, Dexter Gordon, Art Blakey, Fats
Navarro y Freddie Webster, Miles cayó en la heroína. Navarro y Webster murieron
a causa de la adicción. Con Davis el embate fue más leve: lo arrestaron por
posesión y quedó ante el escarnio de la gente cuando su hábito se hizo público.
Pero al final de 1954 Miles se deshizo de todo y volvió a la casa de sus padres
en St. Louis, Illinois, donde soportó meses de encierro en un esfuerzo de purga.
De vuelta en Nueva York y ya recuperado, se unió a Red Garland, Paul Chambers,
Philly Joe Jones y un joven John Coltrane, apenas conocido por alguna
colaboración previa con Dizzy Gillespie. El grupo, que sería considerado el
“primer gran quinteto” de la escena del jazz, duró dos años y dejó grabaciones que más tarde sirvieron
para editar cinco discos. Enseguida, Davis volvió a París.
Una fría noche de 1956
Miles entró en un pequeño bar en la zona de Montparnasse y atravesó la penumbra
en dirección a la barra. Llevaba un abrigo largo por debajo de las rodillas y
un estuche de trompeta en su mano derecha. En el bar tocaba un trío guiado por
un pianista llamado René Urtreger. Davis pidió un trago y los observó
entusiasmado por unos minutos. Luego sacó su trompeta y se invitó a improvisar
junto a ellos. Davis y Urtreger sellaron esa noche una complicidad que sería
duradera. Ese mismo año, Miles volvió para hacer una gira europea con la
Birdland All Stars, un equipo de ensueño salido de los clubes de jazz de Nueva
York y al que se sumaron el saxofonista Lester Young y varios músicos
franceses, entre ellos Urtreger.
En 1957 Davis regresó a París para
arrancar otra gira junto a Urtreger, otros músicos franceses y también su viejo
amigo Kenny Clarke, el baterista que se había quedado en Francia. Urtreger se
volvió el socio musical de Davis en París, y Jeanne de Mirbeck, la hermana de
Urtreger, su nuevo amor de temporada. El tour,
que organizó un promotor del Club Saint-Germain, contemplaba varias semanas en
la carretera, pero finalmente sólo se concretaron conciertos en Bruselas,
Stutgart y Ámsterdam. El tiempo que sobró, Davis lo utilizó tocando junto a los
franceses en clubes de Saint-Germain-des-Prés y avivando su nuevo romance con
de Mirbeck. Se dice que fue ella quien llevó a Miles a la proyección del primer
corte de Ascenseur pour l'Echafaud
(Ascensor para el
patíbulo), un film noir de
traiciones y suspenso dirigido por Louis Malle y protagonizado por Maurice
Ronet y una reluciente Jeanne Moreau. El director, de 25 años, el más joven del
cine francés en la época, había trabajado junto a Jaques Cousteau, en su barco,
como fotógrafo, realizador y buzo. Juntos habían hecho el documental Le monde du silence y ahora Malle estaba
por terminar su primera obra de ficción. Ya seguidor de Miles, el director le
pidió que compusiera la música para su película explotando el arma más poderosa
que le reconocía: la improvisación.
La
noche del 4 de diciembre de 1957, en los estudios La Poste Parisien se juntaron
Davis, el bajista Pierre Michelot, el saxofonista Barney Wilen, el baterista
Kenny Clarke y el pianista René Urtreger. Previamente, Davis había pedido que
le instalaran un piano en su habitación de hotel para esbozar algunas ideas, pero ninguna partitura fue escrita
expresamente para la película, de modo que esa noche, a partir de uno o dos
acordes que Miles soltó para cada secuencia, lo que siguió fue el más puro y
sensible juego de la improvisación. Louis Malle dio una sola consigna: que la
música no reflejara fielmente el sentimiento de las imágenes; más bien, que expresara
lo contrario. El director buscaba una total ruptura con el sentido de la
composición musical que se practicaba en Hollywood e incluso en la misma
Francia.
Miles Davis y Jeanne Moreau |
En la cabina de proyección estaba Malle con su equipo, y por ahí en el estudio, improvisando un bar para atender a los músicos, la encantadora Jeanne Moreau. La sala estaba a oscuras. El cuarteto se puso en un segundo plano y Miles Davis se paró en primera línea frente a la pantalla. Vestía un pantalón gris, una camisa blanca y una chaqueta oscura con una escarapela en la solapa izquierda. Por encima de su cabeza atravesaba el rayo de la proyección que en la pantalla dejaba ver a Jeanne Moreau caminando por París con el corazón deshecho. Manteniendo la mirada recia al frente, Miles apretaba las clavijas haciendo notas largas y cada tanto se frotaba el labio superior con la mano derecha. De la trompeta salían bucles de humo que bailaban hacia arriba como siguiendo la cadencia que marcaba la música. El experimento duró la madrugada. Se grabaron todas las tomas, varias versiones de un mismo tema, algo más de sesenta minutos de jazz. Ascenseur pour l'Echafaud se estrenó al año siguiente y fue aclamada por el público y la crítica. La banda sonora recibió los mismos halagos y Miles Davis, que ya era consentido en Europa, desató su leyenda.
El ir y venir de Miles
Davis a París durará hasta el final de sus días. Varios de sus conciertos con
alineaciones de ensueño (Hancock, Coltrane, Shorter, Williams, Corea) se
fijarán durante los años sesenta entre lo más entrañable de la década: 1960 en
el Olympia, 1967 y 1969 en la Sala Pleyel. Radio France transmitirá los
conciertos en directo y los discos grabados en vivo circularán como joyas de
colección. En 1989 Miles recibirá del entonces alcalde de París, Jaques Chirac,
la Grande Médaille de Vermeil, una
distinción otorgada a las personalidades de las artes más apreciadas por la
ciudad. Al año siguiente, el músico volverá para tener otro tipo de encuentro
con el cine. En la película Dingo,
del director holandés Rolf de Heer, actuó –casi– de sí mismo. Tuvo el papel de
un trompetista (Billy Cross) al que un fanático del jazz va a buscar en los
clubes de París. De nuevo, Davis sintió que la ciudad era suya. “Después de
haber rodado la última escena”, dijo de Heer, “estábamos a orillas del Sena y
Miles me dijo, de pronto, ‘no quiero que esto se termine nunca’.”
La banda sonora de esa
película también estuvo a cargo de Davis, esta vez en asociación con el francés
Michel Legrand, quien viajó a Los Ángeles en marzo de 1990 para grabar el
disco. Al cabo de tres días de haberse reunido, ninguno había asentado ni una sola
nota sobre el papel. El tiempo lo gastaron tomando, comiendo y escuchando
música. “Miles, se supone que en cuatro días debemos entrar al estudio para
grabar con una orquesta, y no tenemos nada”, le dijo Legrand. “No te preocupes,
sigamos disfrutando el momento”, dijo Davis. Llevado en ocasiones por la
desidia de la consagración, Miles Davis hacía lo que le daba la gana, y esa vez
no quiso hacer nada. Legrand tuvo que tomar el mando, pasó tres días
escribiendo la música para Dingo y
cuando llegó el momento Davis apareció y tocó, también, lo que le dio la gana:
ni una sola nota de lo que Legrand había escrito, pero todo, lo improvisado,
como un maestro. Fue el último disco completo que Davis grabó en un estudio. El
recuerdo lo apunta Legrand en las notas del álbum Legrand jazz + Ascenseur pour
l’échafaud, una compilación del disco que el francés había grabado junto a
Davis en 1958 (Legrand jazz), más la
famosa banda sonora de la película de Louis Malle.
El 10 de julio de 1991,
en la Grande Halle de la Villete, se
dio el mítico concierto Miles and friends,
una reunión estelar de músicos con los que Davis compartió entre las décadas de
los cincuenta y los ochenta. Participaron, entre otros, los saxofonistas Jackie
McLean y Wayne Shorter, los pianistas Chick Corea y Harbie Hancock y los
guitarristas John Scofield y John McLaughlin. Fue como si Miles hubiera querido
reunir a los más cercanos para dar una fiesta de despedida en su casa. Tocaron
trece piezas y el concierto duró casi dos horas, pero lo que fue una fiesta en
el escenario no pudo plasmarse en ningún disco oficial a falta de la cesión de
derechos de tanto astro presente. Seis días después, Miles recibió de parte del
entonces ministro de cultura Jack Lang (el que creó la hoy internacional Fiesta de la música) la más alta
distinción cultural del país, la de Caballero de la Legión de Honor. Dos meses
más tarde, el 28 de septiembre, a los 65 años, Miles Davis falleció en
California debido a un ataque cardiaco y a una neumonía agravada.
La primera ciudad
extranjera que conoció fue también la de su última visita. Pero aquel fue un
adiós momentáneo, porque París iría a su encuentro una vez más. En 2010, la Cité de la Musique organizó We Want Miles, una mega exposición como
nunca se le había dedicado a un músico de jazz en el mundo. Retrospectiva,
antología, altar mayor, la exposición puso en escena lo grandioso y lo turbio
de su vida y de su arte en un recorrido que lo mostró entero. Ahí estuvieron,
como siempre en él, sus dos almas: “the
Prince of Darkness” y “le Picasso du
jazz”.
En 2012, para que sirvieran a las correspondencias entre ambos
países, el servicio postal de Estados Unidos sacó un timbre con la imagen de Miles
Davis y el de Francia uno con la de Edith Piaf. En las fotos, La Môme, con
el rostro angustiado, quiebra el cuerpo hacia un lado y tensa sus manos como
sosteniendo entre ellas el drama pasional que acompañó su vida. Miles
Davis, descalzo, pantalón holgado, camiseta blanca sin mangas, templa el torso
en curva hacia atrás, los bíceps explotan, las manos estrangulan la trompeta.
Al pie de la estampilla dice forever. (Mundo Diners, nov. 2013)