Siento pena y rabia, una combinación maldita que me impide lograr la emoción de quienes se sienten satisfechos con el empate. Tampoco quiero sentirla porque para mí eso no es suficiente, no en esta ocasión, no tras la muestra de coraje, orden y talento que mostró el equipo ecuatoriano.!Qué va!, a mí me arde el orgullo que en 20 segundos se haya escapado la posibilidad de tener un lunes, un martes y unos cuantos días venideros con caras livianas entre la maraña de pesadez que agobia el ambiente. No voy por aquello de “la hazaña” o “el momento histórico que se nos escapó de las manos”, eso que quede para las fatuas estadísticas con las que los comentaristas deportivos se regodean para intentar darle algo de sustento a su mediocre labor. Voy por el contento perdido que solo otorgan el fútbol y las luchas cuerpo a cuerpo y las buenas noticias que quedan dilatadas en la retentiva y en el alma como cuando a un niño que recibe un obsequio anhelado se le queda congelada la sonrisa.
¡Mierda!, estaba queriendo sentir eso y que la gente lo sintiera también porque sé cuánto nos alegran esas pequeñas muertes que nos ponen en blanco la conciencia mientras aterrizamos de nuevo. Esos orgasmos colectivos que hacen falta cuando a la mente la tenemos inmersa en el caos. Y por estar así es que hoy anhelaba la victoria, para sumarme a la marea de mentes que se disipan con las glorias comunales, transitorias y violentas, como las que liberan las revueltas, el pogo y el fútbol con sus malditas cosas.