Lejos de la
ostentación que envuelve al oficio culinario, este chef ecuatoriano pone en el
centro de su práctica la justicia social, la investigación y la enseñanza.
Un cocinero bajito y acuerpado, vestido con chaqueta blanca
y delantal rojo, tiene encantado al público, no precisamente por la sazón de su
comida –eso vendrá después- sino por su habilidad expresiva y su buen humor.
Esteban Tapia, el chef (hoy de 44 años), da una clase magistral que incluirá
una degustación. Frente a él hay una veintena de personas acomodadas en mesas
con manteles y vajilla reluciente. Estamos en Turín, Italia, en los últimos
días de septiembre de 2016. La ciudad está de fiesta bajo un sol inmenso, ha
sido tomada por el Salone del Gusto Terra Madre, el más importante encuentro
internacional dedicado a la cultura de la alimentación, que organiza cada dos
años Slow Food, asociación surgida en Roma hace más de tres décadas para
proteger la comida local y tradicional de los embates de la agroindustria
alimentaria. La sede principal del evento es el fastuoso parque del Valentino,
donde se han instalado alrededor de 800 expositores provenientes de 160 países,
mientras que otras plazas y centros de convenciones acogen una colosal
programación de conferencias y talleres. Uno de esos encuentros, que lleva por
título La cocina del Ecuador, es el
que ahora conduce Tapia con mucho afán.
El chef presenta la cocina del Ecuador presentando la
geografía del Ecuador: Andes, Costa y Amazonía. Ha escogido el género de los
envueltos, preparaciones que dan cuenta de tradiciones y técnicas transversales
a las distintas regiones. Lo asisten su esposa, Verónica Burbano, y Estefanía
Baldeón, una chica originaria del Puyo que realizó estudios en la Universidad
de Ciencias Gastronómicas de Slow Food, al noroeste de Italia. El menú incluye
un tamal de maíz con cerdo, un bollo con atún y un maito de pescado de río. Las
preparaciones serán envueltas, respectivamente, en hojas de achera, de plátano
y de bijao, una planta de hojas grandes y sólidas que abunda en la Amazonía.
Rápidamente, el cocinero demuestra que lo suyo es más la exposición pedagógica
que el puro espectáculo. “Cada envuelto nos va a permitir hablar de la realidad
alimentaria del país”, dice, y al tiempo que alista el tamal, esboza lo que
ocurrió luego de que en 2013 se celebrara el Año internacional de la quinua:
debido a la alta demanda, el costo del quintal pasó de 30 dólares a 120
dólares. Los campesinos se dedicaron entonces al monocultivo de ese cereal,
pero al tiempo que hacia afuera se acrecentaba su reputación por sus probadas
cualidades nutritivas, ellos dejaron de comerlo ya que todo lo producido iba
para el comercio. En consecuencia, decayó la calidad de su alimentación, y los
suelos se degradaron por la falta de variedad en los sembríos. Tapia marca un
punto al señalar que las modas alimentarias suelen tener su lado oscuro. Una
traductora pone en italiano, con bastante precisión, lo que el cocinero cuenta
con bastante solvencia.
El tamal está listo, y en el plato lleva una porción de
salsa de ají con tomate de árbol. Todo resulta novedoso para los comensales.
Todo parece convencerlos. Todo sabe bien. “Bellisimo!”,
dice un hombre mientras raspa con el cuchillo la masa que ha quedado pegada en
la hoja de achera.
Tapia se mueve ahora hacia la Costa para presentar el bollo
de pescado, y entonces se refiere al caso del plátano: hubo una vez en que en
las fincas lo normal era encontrar entre 10 y 15 variedades de la fruta. Hoy
existen mayoritariamente dos, el barraganete y el dominico. De nuevo, las
presiones de la exportación mermaron la diversidad. Y ya que está en eso,
aprovecha para adentrarse en los conflictos de otro ecosistema. Cuenta que el
80% de los manglares de Ecuador, hábitat de cangrejos y conchas negras, han
sido arrasados para construir piscinas de producción de camarones, camarones
que, al ser el segundo producto no petrolero de exportación (detrás del plátano),
deben mantenerse en acelerado rendimiento para satisfacer las demandas de los
mercados internacionales. Con una mano Tapia presenta las bondades de una
cocina sustanciosa y diversa y con la otra expone los problemas que la amenazan.
Lejos de comportarse como un funcionario obligado a enseñar las mejores
postales, muestra con honestidad los turbios matices.
Los bollos se han servido. El público está atraído por la
coloración militar de esa masa densa que mezcla plátano verde y pasta de maní, y
por los generosos trozos de pescado que hay en el interior, a los que el chef
ha espolvoreado coco rallado. Para acompañar hay salsa de ají con pepas de
sambo. De nuevo, todo es una novedad afortunada.
Llega el momento del maito. Tapia le da el paso a Estefanía Baldeón
para que lo presente. En las hojas de bijao se colocan varios trozos de pescado
de río y se los condimenta simplemente con sal y chillangua, una suerte de
cilantro silvestre también originario de la Amazonía. Con las hojas se hace un
sólido paquete y se lo coloca directamente al fuego. Baldeón explica que se
trata de una comida transportable, sana y resistente que la gente de la selva
suele llevar en sus largas jornadas de cacería. Cuenta también que las plantas selváticas
que acabó de usar las trajo en su maleta superando todos los controles de
aduana. Si los comensales ya tenían el paladear revoloteado, ahora se les
instala en el imaginario una amena dosis de exotismo.
Tan contundente parece haber sido la clase que alguien del
público pregunta si toda la comida en Ecuador viene envuelta como los tamales.
El pedagogo Tapia retoma la palabra y explica que en el país hay 12 culturas
gastronómicas y que, de acuerdo a una investigación en la que participó, se
registran al menos 800 platos patrimoniales. Los envueltos, aclara, han sido
solo una pequeña muestra.
***
En la casa de los abuelos maternos, una casa grande al norte
de Quito, siempre había mucha gente. Además de los ocho hijos que tuvo la
pareja, el abuelo, que era secretario del Congreso Nacional, frecuentemente
traía invitados. Era normal que en los almuerzos hubiera 20 personas en la
mesa. La cocina se mantenía en constante producción, se encendía a las 5 de la
mañana y se apagaba a las 10 de la noche. Era el epicentro de un hogar que
parecía un restaurante de familia. Ahí, de la mano de su abuela Feliza Serrano,
Esteban Tapia se encontró con la cocina. A los seis años preparaba los
desayunos para sus familiares.
Pasó el tiempo y la afición tuvo un ligero extravío. Tapia
empezó a estudiar Economía, primero en la PUCE y luego en Universidad Central,
y aguantó dos años, hasta que le dijeron que en el Centro de Formación Hotelera
Alberto daban cursos de cocina. Fue, probó y recondujo su camino. “Creo que fue
la mejor decisión de mi vida”, dice ahora, sentado en su oficina en la
Universidad San Francisco de Quito, donde trabaja como docente desde 2016.
A partir de que a los 19 años iniciara su relación formal con
la gastronomía, pasó por diversos cursos en Ecuador y el extranjero, entre ellos
uno de gestión hotelera en La Habana y uno de cocina regional en el sur de
Francia. Como era común para los cocineros nóveles en la segunda mitad de los
noventa, él también trabajó en hoteles y grandes empresas (Dan Carlton,
American Suites, EMSA-Alimentación), donde el oficio parecía estar destinado a
la preparación de cantidades industriales de comida. Al cumplir los 24 años
sintió que el trabajo lo estaba consumiendo. En esa época nació su primera
hija, Maité (que hoy tiene 20 años y estudia Gastronomía). “Un día me di cuenta
de que ella estaba creciendo y yo no estaba creciendo con ella –dice-, así que
dejé el trabajo en los hoteles y empecé a dar clases en un instituto”. De esa
forma, el cocinero empezó a convertirse en pedagogo.
Desde 2001 Tapia impartió clases de cocina en prácticamente
todos los institutos y universidades de Quito con estudios afines. En 2009,
cuando fungía como coordinador de la carrera de Gastronomía en la Universidad
Internacional, tuvo un encuentro decisivo cuando un alumno le habló por primera
vez de Slow Food. Tapia se identificó de inmediato con esa organización cuyos
principios, aunque más amplios y ambiciosos, suelen condensarse en la lucha por
el acceso a alimentos “buenos, limpios y justos”, como reza su lema. Slow Food
tiene presencia en 160 países con grupos locales denominados convivium, y funciona como una red que
vincula a los diversos actores del sistema alimentario. El cocinero se unió al
único convivium que en esa época
existía en Ecuador, y meses después vivió otro momento determinante al ser
aceptado para participar en el Salone del Gusto Terra Madre de 2010. “Llegar a
ese festival fue la experiencia gastronómica más impactante que he tenido en mi
vida –dice-. Al ver la interacción de cocineros, antropólogos, historiadores,
nutricionistas, agricultores, pescadores, todos pensando en sistemas buenos,
limpios y justos, me dije que eso es lo que realmente me interesaba”. Tapia
terminó de entender que en el variopinto horizonte de la práctica culinaria, él
evitaría el ambiente presuntuoso y buscaría comprender los claroscuros del entramado
alimentario de su país. “Mis principales preocupaciones –dice- son la justicia
en relación a la producción de alimentos, porque los productores son muy
maltratados en el aspecto social, económico, cultural; y la otra tiene que ver
justamente con la cultura, con cómo los alimentos son una especie de palanca
que permite crear identidades.” Su vínculo con Slow Food se hizo tan sólido que
actualmente funge como coordinador de esa red en Ecuador, y además de la
docencia, en su práctica consta como otro pilar una estrecha relación con
diversas organizaciones, entre ellas el Colectivo Agroecológico, la Red de
Guardianes de Semillas y la fundación internacional Heiffer. Adicionalmente, en
su casa ubicada en Tumbaco mantiene una suerte de restaurante ocasional, que se
pone en servicio bajo reservaciones y en el cual explora técnicas ancestrales
de preparación de alimentos.
Su horizonte de investigación se amplió aún más cuando,
entre 2013 y 2017, se sumó al Ministerio de Cultura para trabajar en el
proyecto Patrimonio Alimentario, un gran estudio para identificar, salvaguardar
y promocionar la diversidad culinaria del país. El proyecto involucró a un
equipo multidisciplinario y, entre otras cosas, reunió suficiente información
para armar un Atlas alimentario, el sustento que aquella mañana en Turín le permitió
explicar que en su país existen al menos 800 platos patrimoniales. Mientras Tapia
recorría el Ecuador a bordo de esa investigación, fue dándole sustancia a una
pregunta que le resultaba capital: ¿Qué es la cocina ecuatoriana?
-¿Qué es la cocina ecuatoriana?
-La cocina, en general, es un reflejo de una sociedad, y
nuestra cocina tiene un proceso histórico de mestizaje y reúne productos
nativos y otros que han llegado de afuera y la han enriquecido, y por eso tiene
muchos ámbitos. Hay la cocina del hogar, la de las comunidades, la típica, la
tradicional, y ahora el surgimiento de una cocina de vanguardia con enfoque hacia
lo local, que es algo interesante, sobre todo con cocineros jóvenes. Sin
embargo, todas estas cocinas necesitan ser valorizadas y promocionadas.
-¿A quién le corresponde esa tarea?
-El trabajo más importante lo debe hacer cada uno. Debemos
aprender a comer más comida de casa, no dejarnos influenciar tanto por la
comida rápida, que está arrasando con la comida tradicional. Por el lado de los
cocineros y las escuelas, se necesita hacer investigación, entender que nuestra
riqueza gastronómica es grande, y poner énfasis en el aprendizaje de la cocina
ecuatoriana. Por otro lado, hay una paradoja en el acceso a productos. Muchas
comunidades se quedan con sus cosechas dentro de sus territorios, las cosas se
pudren en las fincas mientras que los mercados están llenos de productos que
vienen de afuera, y no solo del extranjero sino de afuera de las localidades.
En la Amazonía se come pescado de la Costa pero no pescado de los ríos
amazónicos, y eso es grosero. Para resolver estos problemas todavía falta mucha
educación, mucha investigación.
-Pese a todas esas carencias, existe un discurso bastante
chauvinista acerca de la comida ecuatoriana.
-Creo que sí hay chauvinismo, y sobre todo, entre los
cocineros, hay mucha máscara. Hace falta humildad y trabajo para mejorar la
alimentación desde el origen. Los campesinos, los pescadores y los recolectores
son quienes más problemas de nutrición tienen, y un país o un sistema
alimentario no pueden desarrollarse en esas condiciones. Ventajosamente,
también hay una ola de cocineros y agroecólogos jóvenes que van a impulsar un
mejor día para todos. Es hora de que los viejos demos espacio para que ellos
nos superen.
***
Enero de 2018. Esteban Tapia inicia un nuevo semestre en la
Universidad San Francisco de Quito. A la clase denominada Productos, raíces y
matices, que comprende la investigación de productos locales y la creación de
un proyecto culinario, asisten apenas dos estudiantes, pero eso no modifica su
disposición. El profesor entra en materia para hablar de soberanía y seguridad
alimentaria, de nutrición, sanidad, identidad y otros asuntos imprescindibles
en la formación de un cocinero. Los alumnos reaccionan poco a sus preguntas,
acaso dejando en evidencia que dichos temas todavía no son parte de sus
competencias. La cocina es una carrera que ha cobrado una gran popularidad en
el país. En la actualidad existen al menos 12 mil estudiantes en universidades,
escuelas e institutos. Desafortunadamente, no son muchos los maestros que, como
Esteban Tapia, se han comprometido con la enseñanza de la cultura alimentaria
local.
Horas más tarde inicia la clase de Cocina ecuatoriana. En
esta ocasión asisten más de veinte alumnos de primero y segundo año. El tema
del día es entradas y envueltos de la Costa. En la pizarra, Tapia escribe el
extenso menú que se preparará más adelante: corviches, muchines, empanadas,
tamales, bollos, ayacas, bolones, patacones. Los estudiantes van conociendo los
pormenores de esos platos que, relegados en el imaginario colectivo al ámbito
de lo popular, hasta hace poco parecían impensables para un pensum de estudios.
Uno a uno, Tapia los disecciona por diversos costados. Al corviche –dice por
ejemplo- se lo llama así porque alguna vez se lo rellenaba con corvina, hasta
que la corvina subió de precio y se la tuvo que reemplazar por albacora. Al
hablar de que al pescado se lo debe pasar por un refrito, lanza una pregunta
que hace trastrabillar a los alumnos: todos pueden preparar un refrito, pero tienen
dificultad para explicar lo que es. Tapia ordena las cosas. El refrito es un
rehogado que se consigue sometiendo a los elementos –ajo, cebolla- a fuego bajo
para que los sabores se expandan. Por el contrario, al saltear se somete a los
elementos a fuego alto para que los sabores se concentren. Tapia pide precisión
en las palabras. Lo deja claro: la terminología culinaria ensambla semántica y
técnica. “Me parece que Esteban es un muy buen chef y me gusta como profesor. Siento
que voy a aprender bastante en esta clase”, dice Emilia Espinosa de los
Monteros, una alumna de primer año. “Esteban es un profesor completo, sabe
mucho sobre técnica, pero también sobre cultura e investigación. Con él
aprendemos bastante sobre cocina ecuatoriana”, opina Freddy Llerena, estudiante
de tercer año.
El grupo pasa al área de cocinas. El ruido de los
extractores de humo y el rechinar de los utensilios en metal desatan una
sinfonía industrial. Al cabo de dos horas, las entradas y los envueltos de la
Costa se disponen sobre una mesa de mármol negro. Tapia toma fotografías para,
como hace con cada plato que se prepara en sus clases, compartirlas luego en su
cuenta de Facebook. Usualmente las acompaña con comentarios de este tipo: “Algunos
le llaman trabajo, yo le llamo pasión por la cocina, compromiso con lo que
hacemos y responsabilidad con el entorno en que vivimos”.
Publicado en Mundo Diners
Junio 2018
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