Lanata from behind

lunes, noviembre 19, 2007



Lanata respira aceleradamente, se le nota la congestión nasal que termina en una voz de por sí gruesa, como ecualizada con acento en los tonos bajos de su frecuencia discursiva inagotable. Se agita con los pasos, un par de pisos de subida por las escaleras podrían provocarle un sofocamiento dilatado, no por nada, al lado de su cama está listo un tanque de oxígeno con la mascarilla al alcance de su mano por si la altura de Quito le marea el buen humor. De ahí que su empedernida adicción al trabajo, las dormidas de madrugada y las despertadas cuando apenas el sol se despereza, resulten, junto a su prolífica obra, su desconfianza implacable y su profesionalismo multidisciplinario, motivo de sorpresa, admiración, sobre todo de envidia y hasta de preocupación. Pero para compensar en algo esa descarga es que como amuletos consume medicina para las apneas, la diabetes y el soroche; en lugar de café toma té de coca (al menos en estas altitudes), ya no se alza ni un trago porque luego de haberle metido cabeza dura a todo el botiquín, las ganas y el acelere se le calmaron. Se asegura una buena alimentación rica en carbohidratos y proteínas, y se distrae cada cinco minutos encendiendo un nuevo Benson&Hedges o un Parliament de los alargados: calada que entra, serpiente de humo que zigzaguea el contorno de su cabeza.
Presentó su nueva novela revelando secretos de la intimidad guerrillera del Che. Habló de revolución y de amor, de cómo ésta solo es posible con un contundente arsenal del sentimiento más embriagante del mundo atrincherado en el corazón, impregnado en la conciencia y dispuesto a pie de cañón sobre los territorios de lo concreto, del día a día, no sobre el escenario cósmico de las utopías hippies. Desde su cuarto de hotel atendió su programa semanal de radio que se transmite en vivo en España por la cadena SER y por internet a todo el mundo. Al otro lado de la línea, Santiago Roncagliolo, Álvaro Vargas Llosa, Boris Izaguirre y Gemma Nierga, conversando de lo que se les venía en gana: de la Constituyente ecuatoriana cruzaron por la situación económica en Bolivia hasta que las vueltas llevaron a Lanata a afirmar: “…lo siento, Boris, pero Paris Hilton tiene el coeficiente intelectual de un simio en estado de coma”.
En el salón amarillo entrevistó al Presidente Correa por casi cuarenta minutos. Con el ánimo alterado porque el protocolo de Carondelet le prohibió fumar. Sobre el set dispuesto al fondo de la sala esperó al mandatario que llegaba atrasado para, apenas empezada la charla, hincarle una de sus flechas untadas con media dosis de provocación: se refirió al tema de las “bestias salvajes” y Correa se la sacó reiterando que en ésta, como en todas las profesiones, hay honrosas excepciones, y le insinuó que una de ellas la tenía al frente. De ahí en más arrancó un tête à tête en el que ninguno de los dos aflojó la guardia por más de dos segundos: la Asamblea Constituyente, la pugna Gobierno – medios de información, el Socialismo del siglo XXI, la reelección presidencial, Chávez, la relación con Colombia, la banca y el matrimonio gay mantuvieron constante vertiginosidad de planteo y réplica, hasta que la cuestión sobre la despenalización de las drogas le puso al Presidente a pausar en algo su acelerada elocución: aceptando que la consulta era comprometedora, asemejó tal debate con el que se vivió en los años veinte en Estados Unidos respecto al tráfico del alcohol, y bosquejó el cómo una enmienda distendió la tensión en el ámbito legal y de mercado. Y de nuevo se la sacó limpiamente. Al final, Lanata sentenciaría: me cayó mejor de lo que esperaba, aunque mi percepción no cambió mucho respecto a lo que hace, sino a lo que es.
La mañana siguiente empezó con una charla de esas a las que se llaman clase magistral, aunque más fue una conversación abierta en la que aquello de clase podría ajustarse a lo magistral de su retórica astuta y lo de magistral a la clase de su talante para afrentar con humor a la audiencia y a la directiva universitaria organizadora, y al cómo removió las convenciones hasta asegurar que quien busca como fin último el recibirse (graduarse) en la facultad, es un completo idiota. Los cimientos de la institución universidad comenzaron a tambalear cuando aseguró que él mismo ha trabajado con periodistas que se formaron en las salas de redacción y no en las aulas, en la escuela del periodismo audaz y comprometido que él fundó cuando tenía 26 años, el periódico Página 12, bastión que se encargó de formar una camada talentosa de periodistas a punta de mantenerlos enfrentados a los hechos en los mismos lugares de su ocurrencia, y no sobre una silla giratoria en la redacción y solicitando tips por teléfono. Que la profesión atraviesa una crisis de época, continuó diciendo, y que fruto del receso económico de nuestros países ésta vive la prostitución de su sentido al buscar mezclar las disciplinas en un arrebato de protagonismo en lugar de ocuparse por profesionalizar su oficio en una de ellas. Que hoy el periodista se preocupa más por la fama que por aportar a reproducir nociones de responsabilidad y a brindar más opciones de información y enriquecimiento cultural, prosiguió.
Y todo aquello y más generó debate, enredos, réplicas vehementes desde algún académico asistente, pero por sobre la etiqueta dejó en el auditorio, copado en su mayoría por estudiantes de comunicación, vacíos, curiosidad e incertidumbres como para ir acostumbrando a los aspirantes a entender que estamos, como él lo enfatizó sin tregua, del lado de las preguntas y no del de las respuestas.

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