Luego de haberse entrenado en dos de las
cocinas más prestigiosas del mundo, el chef ecuatoriano volvió a Saraguro, su
pueblo natal, y junto a su familia abrió Shamuico, uno de los restaurantes
gastronómicos más interesantes del país.
En lugar de llevar útiles escolares, en su mochila llevaba
tomates de árbol, una funda con panela, un cuchillo y una cuchara. A la hora
del recreo, Samuel Ortega, Shamu, como
lo llamaban de niño, se instalaba en el patio, hacía un corte en los tomates
como si les abriera una tapa, les metía una cucharada de panela y revolvía el
interior. Era un dulce simple y sabroso que en casa le preparaba su mamá y que
él replicaba en la escuela Fray Cristobal Zambrano, en Saraguro, para ganarse unos
sucres vendiéndolo a sus compañeros.
-Con eso no quiero decir que desde siempre me interesó la
cocina, pero creo que siempre me interesó la idea de crear algo y convertirlo
en un negocio.
Al hablar, Samuel Ortega mantiene una sonrisa leve, medio pícara,
medio infantil, que refleja su carácter afable. Se formó en España y trabajó
sin descanso durante quince años en diversas cocinas, incluidas las de El
Celler de Can Roca y El Bulli, dos de los mejores restaurantes del mundo. Hoy,
a sus 30 años, tiene algo de tiempo para, la mañana de un sábado de noviembre,
ir a tomar un jugo de horchata con sábila en el mercado del pueblo. A pocas
cuadras de ahí, frente al parque central, los cuatro cocineros que trabajan con
él preparan una nueva jornada en Shamuico, el restaurante de alta cocina que
junto a su familia abrió hace cinco años. Visto con la frialdad de las
estrategias de mercado, ese restaurante gastronómico basado en productos
locales podría parecer un despropósito o un capricho por estar ubicado en ese
pequeño pueblo indígena de la provincia de Loja no particularmente reputado
como destino turístico. Por fuera de esa lógica, Shamuico significa, para el
cocinero y su familia, una familia de origen campesino que tuvo que emigrar y
gracias a eso aprendió otras cosas del mundo, nada menos que la edificación de
un hogar. La vuelta a casa.
***
El señor Samuel Ortega, padre de Samuel y de otros cuatro
hijos, trabajó durante varios años en proyectos de desarrollo en las
organizaciones Hanns Seidel y Plan Internacional, que por mucho tiempo se
instalaron en Saraguro. De esa experiencia, y de las lecturas que realizaba, le
quedó la costumbre de seleccionar frases de motivación, escribirlas en pedazos
de cartulina y pegarlas en las paredes de su casa para incentivar el optimismo
de sus hijos. Al extenderse la crisis económica de finales del siglo pasado, el
señor Ortega se quedó sin trabajo y tuvo que irse a España. A inicios de 1999
llegó al sur de ese país, a la región de Murcia, donde los paisanos que ya
vivían ahí solían aplacar la dureza de la emigración con dramáticas dosis
diarias de llanto y borrachera. Él, un hombre optimista y emprendedor, no
quería ese ambiente para su familia, que debía unírsele más adelante, por lo
que decidió instalarse en Serra de Daró, un pequeño pueblo en la provincia de
Gerona, Cataluña, donde no había ecuatorianos ni otros latinoamericanos, y
donde todo el mundo hablaba el catalán. Sentirían el vacío, pero solo así
lograrían realmente impregnarse de otra cultura.
Para mediados de 2001, Purita Cartuchi, la madre de la
familia, y sus hijos Carmen, Samuel, Mariana e Imad, se unieron a don Samuel.
Toa, la mayor de los hermanos, gracias a la ayuda de sus padrinos había
cumplido, un año antes, su sueño de ir a Francia para estudiar arquitectura.
Los Ortega habían emigrado y de repente iniciaban una nueva vida en lugares
desconocidos.
Los padres a sus empleos de asistencia doméstica y los
chicos a los estudios, pero para Samuel eso siempre había sido un martirio.
-Nunca me gustó la educación formal, siempre busqué la
manera de escapar del sistema educativo.
Un año más tarde, la familia se mudó a La Bisbal, un pueblo
cercano en la misma provincia. Samuel Ortega cumplió quince años, terminó el
cuarto curso y abandonó el colegio. Entonces llegó el primer encuentro con el
mundo de la restauración. Fue a pedir trabajo como mesero en Mas Pastor, un
restaurante cerca de su casa, pero le dijeron que había un problema, su pelo
largo. Siguiendo la tradición de su pueblo, Ortega llevaba una jimba que casi
le llegaba a la cintura. Algún encontrón había tenido en la escuela porque los
muchachos se la estiraban, y al momento de solicitar su primer trabajo, la más
vistosa seña estética de su cultura le había significado un obstáculo.
Sorpresivamente, dos semanas más tarde lo llamaron. “Te necesitamos, ¿pero cómo
resolvemos el asunto del pelo?”, le dijeron. “No hay problema, ya me lo corté”,
respondió él. Samuel Ortega quería trabajar. No pensó demasiado y se hizo
cortar la trenza que había dejado crecer desde que nació.
Un día, a su hermana menor, Mariana, le entregaron en el
colegio un folleto que promocionaba formaciones de dos años para quienes, como
Samuel, decidían retirarse de los estudios. Había la opción de cocina en la
Escuela de Hostelería y Turismo de Gerona. Sin tener muy claro a lo que se
metía, Ortega se inscribió para el siguiente ciclo. A los 19 años empezó su
formación como cocinero.
Al terminar el primer nivel, su tutor, Salvador Brugués, que
veía en él algún talento, le consiguió un trabajo como ayudante de cocina en la
división de catering de El Celler de Can Roca, el prestigioso restaurante de los
hermanos Roca pionero en replantear la cocina tradicional catalana con técnicas
modernas. El principiante Ortega iniciaba su carrera en un restaurante con dos
estrellas Michelin y del cual la prensa especializada decía que sus platos
“podrían estar en el Guggenheim de Bilbao o en el MOMA de Nueva York.”
Rápidamente, llegó el vértigo. Al iniciar su primera
temporada de verano como jefe de la sección de entrantes, teniendo que preparar
alrededor de 160 platos de la más fina gastronomía en jornadas que iban de ocho
de la mañana a tres de la mañana del siguiente día, el novel cocinero estuvo a
punto de quebrarse.
-No podía más, el trabajo me superaba, yo parecía un palillo
de lo flaco que estaba porque no tenía tiempo ni para comer.
Habló con su papá, le dijo que iba a abandonar, pero el
señor Ortega le dijo que no, que tenía el compromiso de terminar los tres meses
de esa temporada, y entonces debió evocar las frases que decoraban las paredes
de la casa en Saraguro, en particular algo que funcionaba como un mantra, las
tres ces: constancia, curiosidad, calidad.
Ortega resistió, y ahora que ríe al recordarlo, sabe que ese
trance, la porfía de su papá, fueron definitivos.
-Si hubiera abandonado, mi vida habría cambiado mucho.
Terminó sus estudios y se graduó entre los mejores, y como
premio obtuvo una pasantía de seis meses en El Bulli, el restaurante de Ferran Adrià,
el lugar sagrado de la gastronomía mundial. Era 2007 y ese año El Bulli fue
considerado el mejor restaurante del mundo según la lista que anualmente
elabora la revista inglesa Restaurant. Era la época fastuosa en que se buscaba
convertir a cualquier alimento en una espuma, una esfera, un aire o una
gelatina, experimentos emblemáticos de la cocina molecular. Como ayudante en la
sección de entrantes, Ortega aprendió las técnicas más vanguardistas y utilizó
la tecnología más avanzada, y aprendió, también, cómo eran las cosas en la
estratósfera: el menú de degustación de El Bulli incluía 45 platos, lo
preparaban 70 cocineros y lo servían 30 meseros a apenas 50 clientes que
pagaban 250 euros sin contar las bebidas.
Tras ese periodo en la cúspide, aterrizó en un mercado
laboral más realista. Trabajó como ayudante de cocina en Botic, un restaurante que
acababa de abrir cerca de La Bisbal enfocado en replantear recetas
tradicionales catalanas con productos locales y técnicas modernas. Al año de
apertura, el restaurante recibió su primera estrella Michelin. Ortega tomaría a
Botic, más aun que al Celler y al Bulli, como el principal referente de
Shamuico.
Su primera experiencia como chef la tuvo en La Fundició, un
restaurante de Girona para el que trabajó desde la apertura. Buscó volver a lo
más sencillo y reducir las florituras moleculares y, más importante, exploró lo
que en su memoria había de comida ecuatoriana. El cocinero que era entonces se
había forjado en Cataluña y la cocina de su país natal no era más que un puñado
de recuerdos.
-Nunca había cocinado un ceviche, pero había comido un
ceviche, entonces sabía que podía recrear esos sabores.
Ortega recordaba que cuando con su mamá iban a vender
hortalizas en Loja, al terminar la venta, a eso del medio día, comían los
últimos ceviches, bastante entibiados, que una vendedora ofrecía desde muy
temprano. Por eso lo que propuso en La Fundició fue un ceviche caliente de
corvina. Y funcionó, como también funcionó la versión del caldo de fiesta, un
consomé de res tradicional de las festividades de Saraguro que él recreó con
rabo de toro.
Así fue entendiendo que en la cocina que él quería, que él
podía hacer, se juntarían memoria e ingredientes locales para lograr platos
capaces de contar historias. Y eso no es precisamente lo que hoy se denomina
nueva cocina ecuatoriana o algo similar en donde, casi por obligación, suele
caber la palabra vanguardia.
-Si quieres hacer cocina ecuatoriana y luego cambiar las
cosas, primero tienes que conocer las bases y gran parte de las recetas, y yo
no las sé. No tuve la oportunidad de estudiar aquí ni de trabajar en cocinas de
aquí. Hubiera querido hacerlo, pero no fue el caso, por eso nunca diré que lo
que hago es cocina ecuatoriana, pero sí que trabajo con productos ecuatorianos.
***
Para 2012, doce años después de haber partido, la familia
Ortega estaba de regreso. Tantas cosas habían cambiado. Toa Ortega, la hermana mayor,
quien durante sus estudios en Francia se ganaba la vida como camarera, se graduó
de arquitecta y formó una familia con Edwin Vacacela, un hombre de Saraguro que
también había emigrado a España. Mariana, la menor, estudió la carrera de
sumiller y había podido trabajar junto su hermano en varios de los restaurantes
por los que él pasó. Samuel llegó junto a Cristina Ortiz Cabrera, su novia española
desde que estaban en el colegio y quien, pese a que lo suyo era la
administración de empresas, aprendió a cocinar porque más de una vez tuvo que
reemplazarlo en algún restaurante. Todos, de diferentes formas, se habían
acercado al negocio de la restauración. Parecía lógico que en el siguiente
capítulo estuvieran juntos montando un restaurante.
Fue primero un local pequeñito frente al parque central de
Saraguro, donde ofrecían postres y café. Cristina y Samuel trabajaban en la
cocina y Toa y Edwin atendían la sala. La gente empezó a pedir más, entonces
Samuel armó los platos con papas que hasta hoy son marca del restaurante:
chauchas fritas, a la manera en que en España se hacen las patatas bravas, con
diversos acompañamientos, entre ellos el cariucho de quesillo -un revoltijo de
queso fresco sazonado con perejil- que su mamá le preparaba cuando era pequeño:
una historia verdadera en un plato sencillo. La gente pidió aún más, y ellos
querían complacer, pero se toparon con un fenómeno aparecido mientras vivían afuera.
-Debido a la emigración, la gente dejó de trabajar los
campos –explica Toa Ortega un domingo de noviembre mientras atiende el bar del
restaurante-. No había constancia en la producción, era muy difícil tener
productos buenos y la gente se acostumbró a los enlatados, al arroz blanco, a
los fideos, y hasta ahora muchos no saben lo que es un sambo o una mashua.
Entonces, los padres tuvieron que volver al campo para
producir lo que se necesitaba en el restaurante. Construyeron un invernadero,
sembraron hortalizas, criaron cerdos, gallinas y cuyes y se ocuparon de cinco
vacas para tener leche y queso. Luego de tres años de funcionar en aquel
pequeño local, el restaurante se trasladó pocos metros más allá frente a otro
costado del parque, a una casa construida a finales del siglo XIX que estuvo
abandonada por casi 40 años. Un día, los dueños de esa casa le pidieron a la
arquitecta Toa Ortega que la restaurara, y ella dijo que sí pero con la
condición de que le dejaran adaptarla para su restaurante y se la dieran en
alquiler. Los dueños, además de aceptar, asumieron la inversión. La familia y
una cuadrilla de obreros expertos en adobe, bareque, piedra y maderas antiguas,
los materiales esenciales de la construcción, trabajaron durante ocho meses
para levantarla de los escombros y darle la belleza que ahora tiene, con sus
paredes crudas, sus columnas torneadas a mano, su magnífico jardín, la cocina
abierta hacia un salón principal que no siempre está lleno, pero que con
frecuencia reúne a jóvenes del pueblo y a turistas locales y extranjeros.
El círculo se cerró alrededor de la familia: Mariana, la
hermana que estudió para sumiller, capacitó al personal en las tareas de cafetería.
Imad, el menor de todos, apoyó con el diseño gráfico. Toa se concentró en la
administración y Edwin, “el jefe”, en las compras y la relación con los
productores.
El nuevo Shamuico se inauguró hace poco más de dos años y
generó una pequeña revolución. Varios campesinos volvieron a trabajar sus
tierras, seguros de que ese restaurante iba a adquirir sus hortalizas. Así, los
señores Ortega pudieron dejar esa tarea y se dedicaron a mejorar sus quesos. En
el pueblo aparecieron varios restaurantes de diversos tipos y a muchos chicos
se les despertó el gusto por la cocina. Cada tanto, alguno llega a Shamuico
para pedir trabajo, y lo mismo ocurre con gente de Machala y de Quito. Andrés
Roa, un joven cocinero de 23 años que ahora es el segundo al mando de la cocina,
vio la presentación que Samuel Ortega hizo en 2015 en el festival gastronómico
Latitud Cero, en Quito, y quedó impresionado. Poco después, llegó a Saraguro
para ponerse a prueba.
-Me gustó mucho –dice Roa-, no solo por el tipo de cocina
sino porque Samuel es un cocinero muy abierto a las opiniones de los demás y
tiene una mente muy creativa. Una de las primeras cosas que me dijo es que no
lo llamara chef, porque un chef es alguien que ha creado una tendencia o ha
logrado una innovación, y él cree que todavía no ha hecho eso, pero siempre lo está
buscando.
La variedad en el menú de Shamuico no es un acto de
grandilocuencia sino una muestra de esa búsqueda. Los platos juntan referencias
españolas, productos locales y, cuando cae bien, la dosis justa de alguna
técnica sofisticada. Para muestra, un bombón. Con una pata y parte del lomo del
cuy se hace una especie de bolsa deshuesada que pasa por cuatro cocciones: a la
brasa, al vacío, al horno y en fritura. El cuero queda crocante como el del
chancho hornado y la carne jugosa se deshilacha. La bolsa, que puede ser vista
como un bombón de cuy, va rellena de mote sucio y se acompaña con mellocos
rosados y papas chauchas. Es apenas uno de los 12 platos que componen el menú
de degustación, que se abre con una copa de guajango, una deliciosa bebida
fermentada que sale del agave verde que abunda en la zona, y que se cierra con
un postre que incluye helado de camote y mashuas confitadas.
La decisión de montar un restaurante de ese nivel en su
pequeño pueblo ha tenido consecuencias. En los cinco años que lleva en
funcionamiento, ni Samuel Ortega ni su esposa Cristina, y tampoco Toa y Edwin
Vacacela, los socios principales, han recibido un sueldo estable porque la
rentabilidad aún no llega. Por ahora parece que no hay mayor problema. Después
de todo, están en casa.
-Con la Toa siempre hemos dicho que esta es una inversión a
largo plazo –dice Samuel-. Tenemos que poner los cimientos para que nuestros
hijos puedan disfrutar del trabajo que hacemos ahora.
Como si el optimismo del padre de la familia incidiera en
cada detalle, incluso en el diseño de la carta del restaurante, en el borde
inferior de las páginas se lee: “Respeto al riesgo, amor por el oficio y
veneración por la calidad.”