Domingo 28 de octubre. 08h40. En la estación Chemin Vert de
la línea 9 se sube un asesino. Viene de Senegal, de Mauritania o del norte de
Malí. En la mano derecha tiene una Glock y con la izquierda se aferra al
cargador. Los brazos templados, la cabeza reclinada, los ojos apretados. En el
vagón, frente a nosotros, están dos mujeres negras, madre e hija según los
rasgos de sus bocas. Está Emmanuelle, blanca como las nubes. Estoy yo, hay quien me ha preguntado si vengo de Mongolia. Por detrás hay ocho o diez personas que no
alcanzo a ver, pero que se sienten. El tipo empieza por este lado. Clava sus
ojos encendidos en los nuestros desconcertados. Jamás he visto ojos tan rojos y
tan ajenos. Hace un travelling
apuntándonos de a uno, con la misma alevosía para todos. Es difícil imaginar si
el ataque va dirigido. Los investigadores tendrán problemas para descubrir el móvil.
El hombre sostiene entre sus dientes un esfero con la tapa
roja, como Rambo sostiene una daga. Carga una mochila y de ella sale una
botella de J&B, el cuello verde, la tapa roja. Ojos, tapas. Sangre. Las
mujeres sonríen contenidas viendo al asesino preparar el ataque. A mí, el
asombro se me va volviendo rabia. En el piso tenemos las maletas, en una de
ellas traigo un trípode, lo miro y miro al hombre y me imagino partiéndole la
cabeza. Fastidiada pero serena, Emmanuelle dice no, no un loco en este momento.
Hoy se cumplen nueve meses de su embarazo y estamos yendo a
la cita en la maternidad para ver si nace nuestro hijo, pero creemos que no va
a ser porque los signos no son los que debieran: contracciones tímidas, el agua
en su fuente. El bebé parece estar muy cómodo. Afuera, el día está despejado,
hay sol y la temperatura ha traicionado las previsiones fatales.
Íbamos tranquilos en el metro, pero en eso subió un loco con
la noche a cuestas y ahora nos apunta con un arma imaginaria. El subconsciente
le ha arrastrado hasta esta escena, que en su cabeza podría terminar con una
masacre. Yo en la mía a él lo veo como un terrorista, como un sicario, como un mártir.
Nos encara alevoso, pero nunca aprieta el gatillo. Cuando nos tiene al frente
suelta una exhalación que silva entre los dientes y el esfero apretado, como si
solo quisiera asustarnos, como si tan solo deseara arruinarnos la mañana soplándonos un polvo paralizante. Las mujeres nos miran con la sonrisa opaca.
Tengo la alerta encendida, las miro a ellas, lo miro a él y miro hacia las
maletas en flashazos imperceptibles. Cuando va por Emmanuelle siento el impulso
de tomar el trípode, pero no sé si tumbarle el arma o romperle el cráneo.
Emmanuelle tan solo se acomoda en el asiento.
El hombre ha acabado con nosotros y ahora continúa con la
operación en la cola del vagón. Entonces es menos metódico, el tiempo se le
acaba. Termina las municiones del cargador con más celeridad pero con igual
temple, los brazos no han descendido del nivel de la mira. Los parlantes
anuncian la llegada a Bastille. El tren frena. El tipo sale caminando hacia
atrás, el arma al frente, como un agente especial que cumplió con lo suyo. La
misión duró el trayecto de una estación a otra. Las mujeres finalmente aflojan
la carcajada. Emmanuelle me toma la mano y me pregunta qué tal el loco que
sostenía una espada a lo Darth Vader.
Prejuiciados y con traumas, moriremos.
Falsa alarma. El nacimiento tiene que esperar. El bebé está
bien posicionado, pero es grande la estrechez. Volveremos el martes. No será Halloween ni el Día de los muertos.
Afuera de la clínica hay dos policías antimotines, miran
hacia una ventana del segundo piso, que está abierta. Nada serio, digo yo. Si
se tratara de la custodia de alguien peligroso no habría solamente dos agentes
conversando en las afueras. Emmanuelle cree que en el segundo piso hay más, uno
pegado a la camilla del sospechoso y tres frente a la puerta.
Pronto habrá otro mundo que imaginar.
Son las 12 de la tarde. De vuelta en casa. Afuera el
sol brilla.