Faltaba poco para las 9 de la mañana. Mi padre activó el
control remoto de la puerta del parqueadero y miró por el espejo retrovisor. A
su lado, en el asiento del copiloto, mi madre se acomodaba el pelo y corregía
su trazo de pintalabios. Usualmente, al abrirse el parqueadero, en el encuadre que mi padre hacía mirando en el
retrovisor aparecía el guardia del barrio, que al tener su caseta a pocos
metros acostumbraba a acercarse y guiarle para que sacara el auto. Ese día de
hace diez años, el guardia no apareció en el espejo.
Mi padre sacó el auto y entonces vio sobre el parterre
frente a su casa al guardia en cuclillas, y junto a él un cuerpo que se
retorcía. Parqueó el auto y con mi madre bajaron para
ver qué pasaba. Era el cuerpo de un joven que daba los últimos estertores de lo
que parecía un ataque epiléptico. Las piernas todavía le temblaban, tenía los
ojos en blanco, la cabeza tumbada hacia un costado y botaba espuma por la boca.
Había caído sobre un parterre cubierto por césped, pero muy cerca de un árbol
de raíces robustas expuestas en la superficie, por lo que el guardia tuvo el
instinto de sujetarle la cabeza para que no se golpeara. Unos segundos después
de que mis padres se acercaran, el ataque paró. El joven parecía reponerse, aunque
respiraba con dificultad y todavía tenía la mirada perdida. Mi madre llamó a
una ambulancia.
El guardia contó que el muchacho venía caminando por el
parterre y que al llegar frente a su caseta se desplomó y empezó a
convulsionar. Nunca lo había visto por el barrio. El joven recobró la calma
luego de unos minutos, tomó un poco de agua que le ofrecieron mis padres,
permaneció tendido en el parterre bajo la sombra de aquel árbol y, todavía
entre balbuceos pero ya con conciencia, contó lo que le había pasado. Se
llamaba Jairo, era colombiano, tenía veinte años y acababa de separarse de su
familia. Había salido de su pueblo unos días antes y llegado en bus hasta la zona
de la Mitad del Mundo, a las afueras de Quito por el costado norte, donde había
un hostal en el que solían hospedarse, por periodos cortos,
colombianos que huían del conflicto armado en su país y se aventuraban en una
nueva vida en Ecuador.
Aquel hostal era la primera parada en ese éxodo, un refugio
para quienes, en una ciudad llena de colombianos, en un país lleno de
colombianos, no tenían a nadie a quien pedirle un hospedaje pasajero antes de
poder hacerse un camino autónomo. Era un
refugio, pero también un sitio turbio con los vicios de una prisión. Jairo
había llegado con apenas unos pocos dólares para pagarse dos o tres noches de
estadía. Cuando se le terminó el dinero le permitieron quedarse unos días más con
la condición de que pagara la deuda de inmediato. Jairo pensó que alguien iba a prestarle plata, que iba a poder hacer algún trabajo pequeño
a cambio de unos cuantos dólares, que se compadecerían de él, que ocurriría un
milagro. Lo que ocurrió fue que lo expulsaron del hostal y le confiscaron su
pasaporte y sus pertenencias, una mochila pequeña con un par de prendas de
vestir. Le dijeron que las volvería a tener cuando regresara a pagar lo que debía.
Jairo pudo
haberse quedado en las inmediaciones de la Ciudad Mitad del Mundo, esperar a
que llegaran los turistas e intentar obtener de ellos unos dólares
conmoviéndoles con su historia; o pudo haber entrado a un restaurante o a cualquier otro
negocio y pedir que le dejaran hacer la limpieza o algún mandado o lo que fuera
a cambio de una remuneración, pero Jairo parecía no tener el temple para eso, al menos no en ese
momento. Tendido en el parterre mientras hablaba, al interior de ese joven convaleciente se percibía una
personalidad introvertida, fragilizada por ese capítulo hostil que estaba viviendo.
Lo que Jairo hizo fue salir del hostal muy temprano, preguntó hacia dónde quedaba Quito y se puso a caminar. Tomó esa autopista
rabiosa por donde nadie caminaría a menos que estuviera desesperado. Bajo el
sol tenaz de esa mañana despejada anduvo sin tener un destino. Tragó smog,
ruido, y el polvo tosco que envuelve el horizonte en ese valle reseco. Necesitaba
conseguir dinero, pero no tenía la claridad para imaginar un plan. Solamente se
dejó ir, sin razonamientos claros, apenas con la leve esperanza de recibir en
algún momento una señal o de sentir un impulso que le llevara a hacer algo, algo
que no sabía qué, hablarle a alguien, pedir ayuda, ponerse a llorar.
Al llegar al redondel de El Condado podía adentrarse en el
sector de Ponceano o desviarse hacia Carcelén, pero quizá fue ese algo que estaba esperando lo que le
llevó a continuar recto por la avenida Occidental. Así avanzó otro tramo largo
por la vereda derecha en sentido norte sur, y cuando ya había caminado más de
20 kilómetros y empezaba a sentirse mareado y a caer en cuenta de que había
pasado mucho tiempo desde la última vez que comió algo o que tomó un vaso de
agua, otro impulso lo llevó a cruzar la avenida por el paso peatonal a la altura
del colegio Intisana, y desde ahí
bajó por la José Paredes. Caminó siete cuadras más sobre una de las
aceras de esa calle apacible,
ya arrastrando los pasos y soportando unos destellos de luz blanca que iban y
venían frente a sus ojos. Al llegar a la esquina donde la calle tomaba una curva hacia la izquierda, lo más
lógico era continuar sobre la
acera por la que había descendido, pero en ese momento cruzó hasta un parterre cubierto de césped
que divide la calle en vías de dos
sentidos, y al cabo de treinta metros, cuando el guardia de ese sector escuchaba el noticiero
sentado en su caseta y mis padres estaban a punto de sacar su auto del
parqueadero, se desplomó y empezó a convulsionar.
La ambulancia llegó más o menos treinta minutos después, los paramédicos
confirmaron que el peligro había pasado y dijeron que por procedimiento debían ingresar a Jairo en un albergue
en el centro de Quito. El muchacho
que empezó a deambular temprano en la mañana nunca pensó que
sus pasos sin rumbo le llevarían a tener un ataque de epilepsia antes de ser
alojado en un albergue municipal.
Al día siguiente fui a almorzar en casa de mis padres, y
apenas mi padre empezó a contarme esta historia su voz se le quebró y rompió en
llanto. La imagen de ese joven, la situación de ese joven que no tenía dónde
caerse muerto le dejó una marca profunda, tan profunda y tan perturbadora que
le bloqueó el juicio y le impidió hacer lo que parecía evidente: ofrecerle ayuda
para que pudiera recuperar su pasaporte y sus pertenencias.
Le propuse a mi
padre que fuéramos a buscar a
Jairo en el albergue a donde debían llevarlo. Mientras conducíamos en el tráfico de la media
tarde pensamos en el resquicio de dicha que, pese a todo, había tenido esa
tragedia. Jairo se había desplomado sobre un pedazo de césped en medio de un
barrio residencial cuando podía haberle ocurrido al cruzar la avenida o al
bajar las escaleras del paso peatonal. Tumbado en un escenario menos afortunado,
quién sabe si con un diagnóstico fatal, Jairo podía haber sido un desaparecido:
esa mañana no llevaba consigo ningún documento que lo identificara porque todo
le habían confiscado en aquel hostal siniestro. Mi padre cree que hay una
energía que viaja por el universo y se encarga de poner las cosas en su sitio.
Nos entusiasmamos
con la idea de encontrar a Jairo. Pensamos en si algún conocido podría
ofrecerle un trabajo. Elucubramos sobre cuáles serían sus conocimientos, sus habilidades,
sus aspiraciones. Nos
preguntamos cuál sería el nombre de su pueblo, cómo estaría compuesta su familia, por qué habría decidido huir en esos
días y no antes, no después. Era un ejercicio catártico y un juego
esperanzador. Reparamos en lo ínfima que resultaba esa historia, pese a lo
dolorosa y lo repentinamente cercana, entre las miles de historias de colombianos
que huyen de la guerra en su país y llegan a Ecuador cargados de anhelos. Recordamos
los tantos años que llevaba existiendo ese conflicto. Y nos preguntamos si
algún día iba a terminar.
Al llegar al albergue dimos un nombre y una descripción. No teníamos un apellido.
Tal vez Jairo nunca lo dijo o quizá eso también se escapó en medio del suceso. Jairo, colombiano,
20 años, moreno, camisa de manga corta a cuadros, pantalón caqui, pelo corto
estilo militar. El encargado de la
recepción miró el registro con un gesto de que tanta gente entra y sale de este
lugar que no sabría decirle, menos aún
si no me da un apellido, pero de todas formas no hay ningún Jairo, no ha habido ningún Jairo entre ayer y hoy, así que nada, no sabría
decirle.
Nunca supimos nada más de él.
Pero yo lo he recordado dos veces.
La primera fue a inicios del año pasado, cuando en un parque
al norte de París conocí a un inmigrante afgano que también había huido de la
guerra en su país y que luego de una travesía épica de un mes cruzando mares y
montañas llegó en tren a la estación Gare de l´Est. Era, así mismo, una parada
momentánea, porque lo que que quería ese joven, que también bordeaba los veinte
años, era llegar a Alemania y construir ahí su nueva vida. Hubiera preferido
quedarse junto a sus padres y sus hermanos, pero en su realidad no se perfilaba
ningún camino hacia la paz. O permanecía entre el fuego cruzado de dos bandos,
los talibanes y el ejército del régimen, o escapaba con la misión de velar por los
suyos desde la distancia. Esa tarde en París intercambiamos contactos, y él me
prometió que cuando llegara a Alemania iba a escribirme a través de Facebook
para contarme cómo le había ido. Tampoco volví a tener noticias suyas.
En este día entristecido por el resultado del plebiscito en
Colombia, volví a pensar en Jairo, y en la idea de que parecemos condenados a
repetir la historia.