El pararse sobre las tablas

martes, febrero 12, 2008



Me nace la urgente necesidad de expresar mi total hartazgo respecto a la escena musical local.
Tal vez debería referirme a esto como la puesta en escena de la escena, es decir, a aquello que entra más por el sentido de la vista y que provoca la apreciación estética de un entarimado y sus dadores de vida, que por el costado de la valoración musical. Sobre este último aspecto, mis consideraciones, con el venir de los últimos meses, se han llenado de tantos elogios como los proyectos musicales más recientes, como proyectos musicales y nada más, han traído consistentes piezas para el disfrute. No obstante, ya sea recogidas en un cd o mostradas en vivo, algunas de las últimas muestras musicales también podrían ser objeto de una que otra observación catártica. Pero esa no es la intención de este post. Por ahora quiero desahogar mi cansancio en relación a la puesta en escena de la escena. A eso que uno ve cuando asiste a un concierto. No tanto a lo que oye. (Y no es que me considere un juez de criterio absolutor al respecto, ni mucho menos, simplemente me asumo como parte de esta subcultura musical, con diferentes labores de injerencia, como ésta, la de reflexionarla. Valga la aclaración).

Ya basta, diría yo, así, simple y concretamente, de pararse en el escenario y ejecutar un performance como cuando se toma una ducha. Con una mecanicidad incorporada que no comunica; con esa débil expresión corporal que no transmite; con ese ensimismamiento tímido que solamente se sale del cuerpo y la conciencia de los entertainers cuando éstos se atreven a lanzar una palabra de agradecimiento en el slang más moderno y risible de la usanza corriente: ¡una bestia!, ¡qué hijuepuuuuuta, qué bacán ver full gente! Los resultados de las intervenciones, en la mayoría de los casos, suelen ser aún más risibles y motivadores de la jerigonza pública.

Hace rato que en el mundo de la música los conciertos adoptaron el carácter de manifestaciones multimediáticas, que optaron por la utilización de dispositivos de entretenimiento y comunicación multilenguaje, y que procuraron utilizar la hora u hora y media de exposición como plataformas de expresión encausada, aunque sea, en los placeres hedonistas de la misma música y no en contenidos de interés colectivo: política, salud pública, compromiso ambiental, por citar tres ejes. Pero quedemos en que esa no es, necesariamente, una obligación de los artistas y los entertainers (aunque ahí queda planteado otro tema de debate). La cuestión es que, así mismo, hace rato que en la escena ecuatoriana estas posibilidades no se explotan. Decir escena ecuatoriana es, tal vez, aventurarme a generalizar un fenómeno que se circunscribe a Quito, pero resulta que Quito – y en eso creo no equivocarme- es en donde la escena tiene más desarrollo y donde existen más escenarios de manifestación, así como mayor número de bandas, mayor producción musical formal, mayor mediatización del movimiento… en fin, lo que conlleva, en términos básicos, un movimiento en interesante avance. Y por ende, donde las flaquezas también se sienten en mayor grado.

Dicho avance bien podría, en consecuencia, venir acompañado de riesgos y apuestas que sobrepasen los aspectos elementales de producción de una agrupación; que se sitúen más allá de la preocupación por ensayar lo suficiente, por producir un buen compacto y por ubicarse con importante frecuencia en los carteles más adecuados para sus géneros. El ir a espectar un concierto en Quito – de los que nos atrevemos a ubicar dentro del escenario independiente del pop-rock-y todo lo alternativo- se ha vuelto, desde hace algunos años, un verdadero acto de arrojo o una declaración de despreocupada disposición de tiempo y tolerancia para digerir productos escénicos que llevan fecha de caducidad absoluta en términos de creatividad.



Mientras en la Plaza del Teatro, durante las jornadas que se han denominado Fiesta en la Plaza S.A., las condiciones técnicas y de infraestructura reflejan esfuerzos cada vez más plausibles (“por ejemplo, tener siempre esas pantallas gigantes es todo un lujo” , me dijo el otro día Rodrigo Padilla, gestor de la Fundación Música Joven, a lo que le adjudiqué sin dudas la absoluta razón, y a lo que habría que sumarle la excelente tarima y los igualmente respetables back line, PA, sistema de iluminación y equipo técnico y, por sobre todo, el acceso gratuito a los conciertos) y la convocatoria de la gente no deja de ser considerable a pesar de la tardía hora de inicio (10 pm) y del limitado rango de publicidad de los eventos (“yo ni me enteré de esto sino hasta hace unas horas que me contó el no sé quién (N.d.E)", me dijo MIMO, un gozador personaje de la noche quiteña, omnipresente en todo evento musical), las bandas siguen mostrando el mismo repertorio escénico, el mismo semblante de poco esfuerzo y el mismo bajo interés por atreverse a montar espectáculos que involucren el aprovechamiento de las opciones tecnológicas cada vez más a nuestro alcance y que no necesariamente exigen altos gastos de producción (proyecciones de video, manejo de iluminación en escenario y escenografía de apoyo, para nombrar elementos de estructura y no entrometernos con la parte más subjetiva, por ejemplo, del vestuario, la actitud y el discurso).

Las alianzas (bonita palabra y adecuado significado) se han vuelto moneda corriente en la gestión artístico-cultural. Mientras el amigo músico se encarga del concierto, el amigo cineasta puede colaborar con los visuales y tal vez algún entendido en arte puede sugerir una escenografía básica y de bajo costo. Hasta podría intervenir el ingeniero o el avezado que proponga artificios de pirotecnia. Y si por ahí hay un mentalizador, hasta se podría trabajar en el compromiso del discurso. Así se trabaja, compartiendo el conocimiento y las competencias, ¿o no? Así se ha hecho en determinadas épocas, aquí mismo y con los recursos a nuestro alcance, pero, digámoslo en palabras claras: los conciertos de la última época se están volviendo manifestaciones sosas y aburridas por falta de arrojo. Así lo veo yo.

Reflexiono sobre algo que me llamó la atención: en el último concierto desarrollado en la Plaza del Teatro, el chifa de la esquina estuvo repleto de principio a fin, las cervezas se agotaron y varios de los más fervientes melómanos, de los tantos que uno conoce por ahí, prefirieron asegurar su silla en el restaurante a mantenerse de pie frente a la banda. Digo, no sé si mucha gente hubiera preferido guarecerse en un chifa descuidado a vivir la experiencia de la música en vivo si el concierto hubiera estado lo suficientemente atractivo. No estoy seguro, pero al menos, eso me convocó la atención. Yo permanecí sentado en el chifa, con una cerveza en la mano, y nunca había visto tanta gente en ese sitio mientras afuera al concierto la faltaba más de la mitad de su repertorio.

Por otro lado, supe de una fiesta funk antológica que se celebró hace dos semanas en El aguijón. No fui porque simplemente no se puede asistir a todo, pero a las dos de la mañana me llegaron mensajes de texto haciéndome sentir culpable por no haberlo hecho. Una banda con dos baterías (dos bateristas, por supuesto), un Dj soltando pistas, un programador groovero cuadrando magias electrónicas desde la nave espacial que él y sus colegas habían construido para la escenografía. Todo a la vez. Rap, improvisación, invitados. Un espacio que sigue –para mi gusto- sin ofrecer las mejores condiciones de sonido, pero donde la gente, agolpada en los rincones, deliraba de fiesta. Y el evento tenía un costo de entrada. Pero así mismo un valor de apreciación. Es cuando la relación costo-beneficio cobra sentido.
Sé de gente sigue recordando aquella noche y también sé que ya se organiza la segunda entrega de esa fiesta. Al contrario, ni la misma noche del concierto en la Plaza escuché comentar mayormente sobre él, salvo a un fanático de la banda que me compartía sus decepciones.

Hay cosas que, por su laxitud, no llegan a impregnarse en el criterio de los consumidores de cultura, consumidores que, con el acceso a mayores vías de conocimiento, van exigiendo que las manifestaciones artísticas y culturales a las que apoyan, se engranen con las puestas en escena de las escenas arriesgadas.

Debería quedar claro que las exigencias no son solo para el equipo productor y que no se limitan a un buen entarimado y a sus componentes técnicos. Se traspolan, con más responsabilidad, a la capacidad creativa de las bandas y a los intereses sobre las representaciones que quieren construir con su trabajo.

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3 comentarios

  1. Estimado Zucko:
    Estoy de acuerdo con lo que dices. Todavia hay campos laborales que están prácticamente en cero, la iluminación, audiovisuales, decoración de escenarios, (retórica y expresión oral pública!!!!, ahí estamos gravísimo). Afortunadamente formo parte del campo donde hay más interés porque salgan bien las cosas, por aprender más y por que casi siempre haya buen presupuesto con qué trabajar.
    Ahora tengo que darte mi opinión a cerca de la Funk Fiesta tan comentada: admiro y respeto todo el trabajo visual, la reunión de tantos músicos excelentes y de entretenimiento que se hizo. Pero no vas a negar que siempre será muy fácil prender la farra con la chaucha (tocando James Brown y demás), así que lo único que creo que omitiste acá es el hecho de poner un muro inmenso de diferencia entre la gente que quiere entretener con su música (con sus influencias de donde vengan, no importa) y la gente que saca temas conocidos para que la gente farree. Yo no fui a esa fiesta xq estaba de músico invitado en una banda que tocó ese mismo día, yo sólo recibí una volante de eso que más me pareció "las estrellas de la tecnocumbia" por el despreocupado y picante diseño. La verdad es esa, pienso que no se ha marcado ningún hito con ese evento y es un error terrible llamarlo antológico, ya que te vas dos cuadritas más allá y tienes el mismo nivel de farra en el Zócalo pero en ver de "I feel Good" vas a oir "Ay Carmelina Carmelina!" Por todo lo demás muy respetable tu artículo, y espero que las bandas de acá lo lean y reflexionen en el concepto todavía insípido de EQUIPO que debe estar presente siempre, en el sonido, luces, vestimenta y demás componentes de una experiencia completa para el público.
    Saludos, y espero tu imrpesión de mi comentario.

    Juan Pablo Rivas D'Aniello

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  2. segundo...

    recién leo este artículo...

    ya quisiéramos en Gye (y eso que no hablo de Manta, donde vivo) tener un nivel de producción de espectáculos como los de Fiesta S.A. (nunca he ido, solo me han contado) acá contadas veces al año se "prende" algo así y los resultados no son los esperados, por ahí hay una iniciativa del municipio que germinó un dvd con presentaciones en vivo, sin dirección artística ni tema, ni ligazón alguna...

    simplemente quería compartir un poco la sensación de desconsuelo.

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  3. Chuta, colega, qué podría decir al respecto. ¿Tal vez algo así como que la distribución inequitativa de los recursos y la concentración de poder también se percibe en términos de capitales culturales desbalanceados?. Imagino que en Manta (por cierto, no sabía que vivías ahí, pensé que vivías en Guayaquil) hay poco desarrollo y menor noción de concepción cultural. No obstante, tengo un buen recuerdo de cuando con mi banda fuimos a tocar allá: unas cuantas familias sentadas en sillas blancas PICCA, un par de ejemplares del personal de barrio denso quemando basuko en una esquina, y nosotros refugiándonos en una galonera de caña manabita como para hacernos los que no nos damos cuenta.

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