Live in Paris I

sábado, enero 08, 2011


Vivo en el 10eme arrondissement de esta ciudad organizada como caracola. Si viéramos el mapa desde arriba, la ubicación se encontraría en pleno centro, apenas asentada sobre el este, es decir, donde todo puede pasar.
Estoy en el quinto piso del número 78 de la calle Faubourg Saint-Denis, en un edificio interior de un conjunto de cinco bloques, donde las escaleras de madera curtida suben en espiral y los elevadores no se contemplan entre las urgencias de los condóminos. 
Muy cerca quedan al menos cuatro estaciones de metro que se abastecen con distintas líneas urbanas, lo cual hace que el acceso a este barrio sea un lujo y que no sean necesarias las conexiones inter-transportes.
La calle Faubourg Saint-Denis, que me queda al mismo pie del condominio, alberga una suerte de feria intercultural como las que organizan las damas diplomáticas en el Centro de Exposiciones Quito, sólo que verdadera y sin montaje; natural en su cotidianidad e indispensable en su economía. La hibridación cultural producto de décadas de movilidad humana proveniente sobre todo de Oriente próximo y África del norte, ha logrado hacer de esta zona, y en particular de la extensión de seis cuadras entre la Porte Saint-Denis y la Gare de l ´Est (o sea justamente donde yo vivo), un exquisito campo de interacción multiétnica, ideal para los apreciadores de la globalización en su expresión más cosmopolita.
Ahí mismo están las carnicerías, tratorías, panaderías y cafeterías tradicionales o hype francesas, y los restaurantes de sánduches grecos o kurdos; los de sopas turcas y los de menús hindúes; las agencias particulares de telefonía que venden lo más nuevo en aparatos móviles, regidas por más turcos; las verdulerías y fruterías atendidas por personal del Magreb, y los supermercados de todo tamaño y estirpe con servicio de gente de lo más variopinta.
   
Caminar por cualquiera de sus veredas es exponerse a un dominó de aromas que le sacuden a uno, queriéndolo o no, a medida que los pasos avanzan. En una sola cuadra las bocanadas se alternan entre el olor a mar de la pescadería, el del pollo asado del traiteur contiguo, el del café de la tienda que muele grano todo el día y el del siguiente negocio que arroja un vapor que de qué también será pero que abraza con un vaho dulzón.
Esto solamente en la calle que me queda a los pies, porque si viramos la primera esquina en dirección hacia la paralela Boulevard de Strasbourg, pareciera que todos los caminos condujeran a África. Aquí el resplandor, el bling bling y el artificio cobran dimensiones espectaculares. Los escaparates muestran y venden perfección. Los letreros ofertan y aseguran belleza. Los cazadores de clientes, de clientas particularmente, pueden hasta llegar a los puños por acaparar una porción del mercado. Es la zona de las peluquerías afro, de las tiendas de pelucas y de artículos y accesorios de cuidado y tunning capilar. Es un templo, que ocupa una manzana, de culto a la imagen. Es un complejo de salones repletos de amanuenses africanos y chinos que experimentan muy profesionalmente con la estética de uñas y cabello, y donde las clientas, particularmente, se entregan en una catarsis que les permite aflojar sus desavenencias con su yo cosmético. Como un congreso de parapsicoanálisis donde los divanes tienen forma de sillones de peluquería y los terapeutas interactúan con los cuerpos y no sólo con las psiques. Ahí, donde según me contó Emmanuelle porque lo leyó en un artículo de VICE, se integran chinos y africanos en un abrazo comercial porque estos últimos, que son los propietarios de los salones, consideran que los primeros trabajan bien el acicalamiento de las damas, que están dispuestos a rajarse la vida por recompensas enclenques y que hablan poco.

 

Y en esa actividad económica y decorativa se van las horas del día y los euros del salario de las clientas. Y la gente viene y va siguiendo o enfrentando la corriente de viento que entra por la Porte  Saint-Denis. Y los decibeles en la calle suben porque los varones del negocio, ataviados en el poliéster brillante de sus chaquetas acolchadas y en el desgastado industrial de sus jeans, al estilo de los cubanos en Quito –o viceversa-, como en feria mismo, tienen por misión atrapar clientela mediante el remoto uso de la oralidad expresada a garganta profunda, sobre la acera, a la salida del metro, apuntando más sobre las afrodescendientes pero igual aplicando suerte sobre las de cualquier tono y procedencia porque -dirá su habitus productivo y dice mi elemental apreciación- a nadie la caería mal una manicura para el alma.

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