Apocalipsis ahora

martes, enero 18, 2011

Godspeed You! Black Emperor, La Grande Halle, 14.01.11, Paris.


Si no se los tiene identificados, podría pensarse que son los miembros del staff que siguen instalando el equipamiento sobre el escenario, y como se trata de una banda que no mantiene el formato común con un frontman (woman) acaparando la atención de la audiencia, es muy probable que así ocurra. Pero de pronto se distingue que el batería ha agarrado un arco de violín y ha empezado a limar con él el filo del crash de su set de platillos, y que uno de los guitarristas y la violinista, la chica del grupo, permanecen arrodillados sobre el piso, sumergidos en lo oscuro del escenario mientras maniobran para un lado y para el otro, más lento y un poco más acelerado, las perillas de un banquete de pedales y transistores.

En el galpón de esqueleto industrial no ha dejado de ondear una frecuencia como de planta de alto voltaje. La luz se ha posado sobre el escenario en un naranja rojizo débil, como el de los laboratorios de revelado fotográfico. Siguen entrando los músicos. Dos más. Uno. Otro. Se instalan en sus puestos. Agarran sus instrumentos y los conectan. Sueltan un rasgado con distorsión. Una melodía con un mini teclado electrónico de los ochenta. Se van añadiendo capas a la frecuencia que gana en cuerpo y viscosidad. El batería ha dejado de lijar su plato y sale del escenario. Otro se levanta y se quita la chaqueta. El escenario es una sala de operaciones. Los amanuenses van y vienen, calentándose para la cirugía. Regresa el batería, se instala en su silla, agarra baquetas para tocar el gong y fija la mirada sobre el tom de piso. Están los ocho sobre el tablado. La pantalla tras ellos se ilumina y de inmediato se proyecta, con guiños intermitentes y un efecto de luz estroboscópica, la palabra HOPE como rasgada con una llave sobre una pared de bloque pintada de negro. La virtuosa mezcla entre malditismo y esperanza toma forma. La frecuencia sideral se ha convertido en el vuelo de un cometa furioso que ya lleva ardiendo veinte minutos en una introducción eterna. Entonces revienta el estruendo y se sueltan los jinetes.


Quizás era yo el único entre los casi dos mil asistentes que se puso a escuchar a conciencia los discos de los canadienses apenas unos días antes del concierto, por eso los veía más como brindando una conferencia magistral que como escupiendo una prédica de domingo. No conozco los nombres de los temas ni sus estructuras melódicas, por eso permanecí ahí parado, dejándome ir en la cabeza hacia donde la experiencia me quisiera llevar.

La experiencia es corpórea. Mientras los decibeles siguen agarrando grosor y las composiciones se desafían a sí mismas yendo aún más allá de los picos sonoros a los que parecen poder llegar, la comunión con la pantalla mantiene su propia dialéctica. Con una división por la mitad se proyectan con look de Super8 imágenes de textos escritos en Courier y planos de obras de ingeniería y de las maquinarias que las posibilitan. Las imágenes se alternan con cortes vertiginosos acentuados, todavía, por el efecto de un flashazo que las blanquea a cada transición. Van sincronizadas con los cambios de compás en la música, lo cual, mediante el uso de cualquier software de vjing resulta bastante sencillo de programar o de conducir en vivo, pero en este concierto, ese look de Super8 en los videos proviene, efectivamente, de cintas de Super8 manipuladas en vivo por un Vj que se ha instalado en el centro de la sala con un proyector de carretes y una suerte de tendedero de ropa donde mantiene ordenadas las cintas que va cargando para soltar los visuales. Impresionante. Es lo que alcancé a ver a la distancia, lamentablemente no pude distinguir cómo operaba las transiciones, los efectos y la sincronía con la música.


Un nuevo tema ha llegado a su pico y para entonces han recorrido al menos otros 15 minutos de meterle tensión a las cuerdas, universo nervudo donde gravita la robustez de este grupo: tres guitarras, dos bajos, un contrabajo y un violín son la línea al frente del pelotón. En el segundo mando van los tambores y haciendo soportes esporádicos un teclado y un glockenspiel. Las voces no existen para el canto, están las ideas, las imágenes y los extractos de diálogos que ciertamente aparecen ahí para denunciar algo, como el del predicador que dice ya no dormir sobre la arena de Rhode Island. Una postura política se evidencia, aparece embadurnada de anarquía, misantropía y progresismo. No lo dice nadie más que su propia estridencia y lo a ratos literal de las imágenes que se proyectan: urbes en caos, industrias de fármacos, documentos de identidad de sujetos que algún papel jugarán en el cosmos, demoliciones, escombros, destrucción y muerte. Eso y los puños que por adelante alguien ha levantado motivado por la causa. Y cuando los temas se sosiegan y se distiende el furor, en la pantalla se proyecta agua estancada en parajes no menos lóbregos, pero sí más calmos.

Su post rock ha alternado con quiebres punk y se ha nutrido de capas que suenan a música clásica, sobre todo por el retumbe que le aporta la percusión sinfónica del músico que acribilla un set que se parece al de una batería, pero que lo toca de pie teniendo como consorte a su izquierda un tambor de dimensiones siderales.

El concierto bordea las dos horas y media y las seis o siete piezas de entre 15 y 20 minutos que este grupo, que nació en 1994 y volvió en 2009 luego de seis años de andaduras por otras suertes, concibe formadas por varios movimientos. Los movimientos, dicho está, son como capítulos de esas obras inmensas que incluyen drama, tensión, rebelión, desfogue y delicadas transiciones que, sin perder el coraje, también se revisten de ternura.

En el lugar existe un fuerte dispositivo de agentes de seguridad privada que se pasean, cuadrados de espalda, entre la gente intentando detectar anomalías inaceptables para el entorno. Hay los que se apostan como francotiradores en una plataforma elevada para, afinando la visión, identificar luces coloradas que indiquen la combustión de algún cigarrillo o sus semejantes. El agente activará su walkie talkie, avisará a otro centinela filtrado entre el público, describirá al infractor y le ordenará ir tras él para que le aplique todo el peso de la ley, es decir, para que le escolte hacia la salida por haberse atrevido a fumar en un lugar cerrado. El resto apenas regresará a ver porque permanecerá inmerso en el trance provocado por las distorsiones y las imágenes explosivas. Yo pensaré que más disfrutable sería este concierto si se lo presentara en un teatro donde se lo pudiera vivir sentado, como para sentir que la llegada del apocalipsis me ha agarrado cómodo y dispuesto, pero no dejaré de considerarme privilegiado por haber podido experimentar en vivo este pequeño viaje a algún infierno. Mientras el fumador es expulsado del recinto, los seguidores, los de hace mucho tiempo, seguirán abocados, en cuerpo y conciencia, a este espectáculo que desgarra el ruido de la civilización alegorizándolo con la civilización del ruido.

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