Cuando no es de ser, no es de ser

martes, enero 05, 2010



Por encargo de mi familia, para la temporada de navidad y año nuevo organicé una ruta de viaje que, partiendo de Quito el 23 de diciembre, en 10 días debía atravesar la costa norte de Manabí, llegar a la punta sur del Guayas, donde existe una zona de manglar aparentemente hermosa, y luego retomar hacia la Sierra por Chimborazo y Tungurahua hasta llegar a Píllaro, la tierra de mi madre, los primeros días de enero para, como ya algunos comienzos de año consecutivos, sumergirnos en los placeres mundanos de la Diablada Pillareña. El plan era perfecto y la emoción de descubrir esquinas nuevas y recordar parajes ya cruzados marcaba la hoja de ruta. Pero por esas cosas que tienen la vida, la familia de uno con uno incluido y los humores aleatorios de las festividades de fin de año, ni bien pasada la navidad nos regresamos a Quito. Creo que yo con el rabo entre las piernas más que todos.

Como reflejo ante el súbito atrancón de los planes me encerré durante tres días en mi departamento a no hacer más que ver películas, leer y comer de pedidos a domicilio. Acabé con la temporada 7 de 24, que es lo último que se consigue aquí en las tiendas de películas mejor surtidas, e hice un trajín que fue de películas de directores cristianos (que sin saberlo llegaron a mis manos) a los thrillers de Hollywood más rescatables de la actualidad. La verdad, nada del todo arrollador, lo más interesante fue Two lovers, de James Gray, y Unglorious Bastards, la de Tarantino que por ahí ya está recibiendo palos duros.

En fin, así aplaqué los días posteriores al viaje frustrado, sin embargo, en lo poco que alcanzamos a recorrer se cruzaron personajes y hechos que bastaron para a lo poco volverlo importante.

El único anclaje del viaje fue en Punta Blanca, en el hotel del mismo nombre, que queda en el cantón Jama, apenas a 30 o 40 minutos desde Pedernales. Los dueños, que antes manejaban una fábrica de mochilas, cuando la cerraron se quedaron con suficiente metraje de lona plástica como para armar una casa, y literalmente lo hicieron. Las cabañas de su hotel, a las que llaman bungalós para distinguirlos de las habitaciones de cemento, y que se asientan sobre un risco tajado en forma de terrazas de cultivo, están construidos ingeniosamente en piso y paredes, incluyendo las del baño, de este material fresco para el clima de la zona, es decir que estas cabañas de playa, en lugar de ser de guadúa o de bambú, son de lona de mochilas.


A 10 minutos de Punta Blanca está Jama, la cabecera cantonal, y a su costado sur, apenas saliendo del pueblo y tomando el primer camino asfaltado hacia la derecha, a 5 minutos para adentro, se extiende El Matal, mi playa favorita desde que la descubrí el fin de año pasado cuando el viaje que empecé sí llegó a su fin. El Matal es una playa netamente de pescadores, existe un hotel mediano a la entrada del pueblo y una casa de hospedaje sencilla frente al mar. El resto son los techados de caña donde los pescadores aparcan sus canoas y guardan las atarrayas y los trasmallos para que pasen la noche a la intemperie. Los locales dicen que una de las bendiciones no naturales del pueblo es que no hay ladrones, y que los pocos que han osado aparecer, generalmente bajo el efecto del bazuko que consiguen en Pedernales, han sido reprendidos con la debida dureza como para que no se atrevan de nuevo. El resto es eso, la playa amplia de arena limpia y el mar claro sin piedras en el piso, y unas cuantas covachas donde sirven el pescado más fresco que he probado jamás, generalmente dorado, picudo o corvina en filete, o el camotillo entero, con un ancho de carne a cada lado del espinazo de al menos tres centímetros. Arroz, menestra, patacones, ensalada y Club verde de las grandes. Belleza.


En El Matal vive Don Mico, uno de los negociantes de pescado más exitosos de esa zona y uno de los encargados de que varios de los pescados que nos servimos en Quito lleguen hasta acá. A Don Mico lo conocimos una noche cualquiera, en vísperas de Navidad, cuando tomaba cerveza con sus compadres mientras sus trabajadores recibían el producto que los pescadores lograron en la jornada de la tarde. Llegaba el pescado fresco amontonado en las gavetas de colores que se montan en esos triciclos esqueléticos para trasladarlo desde donde los pescadores hacen cada uno su parqueadero.


Donde Don Mico se guarda el pescado clasificado por especies en contendores que se cuantifican en quintales, y donde antes de ponerles la tapa se echa tanto hielo que ya no deja ver el resplandor de las escamas. El hielo llega desde Jama en camiones con los cajones copados como llega la arena o el ripio a las construcciones de concreto, pero éste, en cambio, se cuantifica en miles de dólares a la semana. Pongamos mil dólares diarios solamente en hielo.



Don Mico compra el pescado a los pescadores a un promedio de 50 centavos la libra, lo vende al siguiente intermediario apenas a 60 o 70 centavos y él mismo, en sus camiones y con sus choferes, se encarga de entregarlo en varias ciudades de la Costa y de la Sierra, e incluso en lo más próximo del Perú. Ese pescado que salió del mar a ese precio es posible que pase por hasta cuatro intermediarios antes de llegar al mercado donde el consumidor final lo compra a eso de 2,50 la libra de atún, 4 la de dorado y corvina y tal vez 4,50 o 5 la de picudo (ya sabemos cuánto cuesta un plato de pescado frito en un restaurante).


Don Mico vende de 70 a 80 quintales de pescado por día, y si un quintal tiene 100 libras, podemos hacernos una idea de porqué él es uno de los potentados de El Matal, pero uno de aquellos sencillos y generosos que no ostentan sino más bien allanan la imagen pública. Su casa que da a la calle principal del pueblo es de caña como casi todas, pero en la parte trasera tiene otra mejor parada con paredes y columnas de hormigón. En el cuarto de entrada de la de caña, que es a la vez cocina, comedor y sala de reuniones, tiene una ventana que da a la calle donde solo aparece un refrigerador con puerta de vidrio translúcido, como los de tienda, lleno de agua embotellada y cervezas Club escarchadas del frío, que hacen que aquello parezca precisamente una tienda y que invitan a querer comprarlas con urgencia, pero si eso pasa y si Don Mico está ahí, sacará la cerveza y la regalará con gusto porque eso no es tienda sino la casa de Don Mico y él es un tipo generoso y bonachón. Eso le pasó a mi papá cuando se acercó a pedir una mientras yo hacía fotos de la descarga y almacenaje de pescado. Luego nos pasó lo mismo a mí, a mi mamá y a mi hermana cuando nos juntamos a la conversación que mi papá había empezado. Al final, yo habré tomado unas 6 Club, mi papá otras tantas, mi mamá y mi hermana dos o tres, y Don Mico, el tipo que en sus 50 años bien tuqueados ha venido a Quito nada más que una vez para comprar una camioneta de medio uso en la feria de autos usados, no nos habrá dejado invitar ni una sola.


Pero como en casi toda historia hay quienes resultan más afortunados que otros (digámoslo así para no ponernos dramáticos diciendo, por ejemplo, vencedores y vencidos), en esta del negocio del pescado los menos son los que más fuerte trabajan, los que más arriesgan y los que menos ganan, o sea, los pescadores, el primer eslabón de la cadena, los obreros, esos a los que Marx dedicó gran parte de su vida para ponerlos en el centro de sus teorías, los que hoy se han vuelto enfoque de incentivo y apoyo desde el movimiento político-cultural Slow Food que encabeza Carlo Petrini y que, básicamente, propone el acortamiento de la cadena de intermediación para que el precio más alto posible, y justo además, se les pague a los campesinos y pescadores y a la vez los consumidores nos beneficiemos con la reducción de los precios de adquisición y con la mayor frescura de los productos, resultante de un menor traspaso de mano en mano.

-Todavía en el pueblo se comenta y se lamenta el hundimiento de un barco que hace aproximadamente un mes llevaba ocho pescadores y del que se rescataron solamente cinco-.

Por otro lado, me enteré de que una mansión con columnas romanas que se alcanza a ver desde la arena allá arriba en una colina, sobre el costado sur de la playa, le pertenece a un gringo viejo, jubilado de la NASA, que la construyó para quién sabe qué porque la cosa es que nadie la habita. La casita del gringo es como la cereza que corona ese monte que hace parte de una propiedad que empieza antes de llegar al pueblo de Jama, en el lado de las montañas, y que se extiende por miles de hectáreas hasta llegar al pie del océano. O sea, atraviesa la carretera. O, mejor dicho, la vía Pedernales – San Vicente pasa por la propiedad del gringuito.

También me recordaron los amigos comerciantes de pescado que fue en El Matal donde fueron a dar la mayoría de los paquetes de cocaína que sobrevivieron al naufragio de algún barco narco o que fueron lanzados por los traficantes para deshacerse de las evidencias cuando les acorralaron las patrullas de altamar. El asunto es que, como me dicen, o no fueron locales los que rescataron los paquetes del agua salina sino pescadores de otras playas, y por eso es que el pueblo sigue siendo de caña, o los que agarraron se pisaron del pueblo para darles el respectivo tratamiento a los paquetes donde los conocidos no pudieran criticar. La cosa es que es por ahí donde mi amigo, el talentoso Pikachú, realizó la investigación que se hizo crónica y luego convirtió en guión para que Sebastián Cordero la quiera hacer película. Y dicen que por ahí mismo van a rodar algunas escenas con Angie Cepeda en ropas cortas.

Saltado este pasaje y salido de la madriguera que durante tres días fue mi departamento, quise retomar el viaje para llegar a donde la parte final del inicial debía llevarme: a Píllaro, donde se celebra del uno al seis de enero la Diablada Pillareña, fiesta sobre la cual, desde hace algunos años y a paso paso de tortuga, estoy investigando y haciendo fotografías para, ojalá pronto, volver ese trabajo algo concreto, digamos, un libro.

Salí el martes 29 para hacer unas sesiones de fotos y algunas entrevistas referentes al proyecto. En el camino me metí por los pueblos asentados al pie del Cotopaxi para ver qué había por esa zona terrosa y salpicada de matices tenues. Entre los varios paisajes enormes y los preparativos para despedir el año que ya se notaban, me topé con que por ahí, abajito del volcán nevado, brinda servicios una orquesta autóctona que se llama Los Caribeños. Díganme si esto no es digno de celebrar.



Llegué a Píllaro al atardecer, que por si no se conoce queda en la provincia de Tungurahua, y me topé con otro pueblo en camino de fiesta. La noche la gasté jugando billar en la esquina de la que fue casa de mis abuelos, con un primo y una amiga suya venida desde Rumania. Como pueblo serrano que es, a eso de las nueve de la noche ya no había dónde tomar una cerveza, salvo en el salón de billar de Don Gato.

A la mañana siguiente el mismo trío más un tío fuimos de excursión al Parque Nacional Llanganates, un complejo de humedales, pajonales y lagunas, con poca fauna a la vista y muchos mitos sobre jugosas arcas de oro escurridizo. Dicen que en el Cerro Hermoso, uno de los montes del parque, Rumiñahui habría escondido un tesoro que permanece como inquietud y que ha provocado varias muertes de expedicionarios de diversas latitudes que se han aventurado en distintas condiciones por ya más de un siglo. Jorge Anhalzer padre editó un libro denominado Llanganati en el que narra la expedición que él mismo realizó y en el que cuenta también cómo varios locales y extranjeros con títulos nobiliarios se lanzaron a los humedales en busca del metal y perecieron en el intento o, tras lograr escapar con los morrales vacíos, terminaron suicidándose de la frustración.




A media mañana, apenas empezado el paseo, me atacó un cólico brutal alrededor del ombligo que me obligó a alivianar el paso y a no pretender trepar demasiado. Para no arruinar todo de entrada, me aguanté el dolor durante tres horas, pero al cabo de eso pedí que regresáramos al pueblo. Llegados, fui directo al doctor, me inyectó cualquier cosa y me mandó a descansar, pero nada, el dolor aumentaba. Fui donde otro doctor que me mandó a hacer un examen en Ambato. Mi primo y mi tío me llevaron en el peor viaje corto que he tenido y en el que soporté un dolor jamás antes sentido. El recorrido de 25 minutos incluyó un par de paradas para vomitar lo que ya no había.

La ecografía abdominal determinó obstrucción intestinal y no se qué otras cosas a causa de la constipación de días, por lo tanto, había que realizar un lavado intestinal. De vuelta en Píllaro, inflado en fiebre y al borde del desmayo, me realizaron no un lavado sino tres para que lograra evacuar, pero nada. De nada. Entonces, suero y analgésicos a la vena para soportar el martirio. La alarma se encendió y mis padres agarraron ruta desde Quito. Llegaron. Yo lucía mejor por el efecto de los medicamentos y a eso de las 10 logré dormirme en la camilla de una clínica de pueblo frío como los corrientazos que por dentro me hacían retorcer aunque por fuera estuviera hirviendo, eso mientras en la sala de operaciones llena de instrumental viejo y azulejos trizados parecía que una campesina daba a luz un nuevo crío. Dormí hasta las 3 de la mañana que fue cuando el dolor me atacó de nuevo y me inmovilizó obligándome a soportar las horas, el frío y la desesperación hasta que por la mañana llegara la hora en que abriera el laboratorio y pudieran hacerme otro examen de sangre para ver si la marca de los glóbulos blancos determinaba que se trataba de apendicitis. A eso de las 9 de la mañana del 31 de diciembre el examen marcó 19900 de glóbulos blancos: había que operar de inmediato. Entonces, la incertidumbre estaba en si proceder ahí mismo y padecer el postoperatorio en esa clínica lúgubre los siguientes tres días o volver a Quito, buscar una mejor opción y estar cerca de casa, pero, a la vez, arriesgarme a que en el viaje el cuadro se complicara y el diagnóstico se volviera peritonitis y ahí sí...
Me arriesgué a volver a Quito, la verdad no quería pasar en esa clínica que, a pesar de la delicadeza de las enfermeras de turno, su cierta insalubridad y la atmósfera sombría la hacían parecer en estado de guerra.

En el camino mis padres hicieron el contacto con el cirujano. Llegamos a la Clínica Pichincha a las 11h30 y a la 1 en punto lo último que recuerdo es que el anestesiólogo me dijo que me iba a dormir. Desperté a las 15h00 con tres pequeñas incisiones de laparoscopia y a las 15h30 empecé a ver en el televisor de la habitación el partido que el Manchester United le ganó al Wigan 5 a 0 con un gol de Antonio Valencia. El otro viaje iniciado se frustró de esta manera.


Pasé el fin de año en la camilla de la habitación 303. A las 12h07 del 1 de enero entraron dos enfermeras gorditas a darme un abrazo de nuevo año tan fuerte y cariñoso que hicieron tronar las heridas de la cirugía, pero que aguanté y devolví con alegría.

Un amigo suele decir: cuando no es de ser, no es de ser. Y yo siempre he creído que exagera.

Un buen año para todos.

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4 comentarios

  1. Bacán crónica de desenlace inesperado! - y lindas fotos. Volveré.

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  2. Hola, Manolo, muchas gracias por tu visita y tu comentario.

    Cada vez que me entero de un nuevo post en tu blog yo también me doy una vuelta por ahí, ojalá pudiera hacerlo con más frecuencia.

    Un saludo.

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  3. tan entretenida la narración que (con laparoscopía incluida) me atrevería a decir que la pasaste bien (a vecer pasar mal da para bien) o al menos quedaste con una experiencia enriquecedora findeañera.

    ah por cierto colega: feliz nuevo año, el 2010 es ya el futuro.

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  4. Estás en lo cierto, gran Autómata, a fin de cuentas el saldo fue positivo.

    Siempre habrá algo peor, dicen por ahí.

    Otra vez, un fuerte abrazo para este nuevo año.

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