La dictadura de su lenguaje*

jueves, enero 21, 2010



Desde el inicio de sus funciones el presidente Rafael Correa ha mantenido una relación dictatorial con su lenguaje. Demás está precisar quién domina a quién.

Más allá de los motivos que desde alguna perspectiva podrían justificar sus expresiones, el presidente ha mostrado siempre una habilísima capacidad para salirse de sus casillas y, mereciéndoselo o no, arremeter contra el oponente con calificativos que al rato pasan a ser de dominio y hasta ingenio popular, pero sobre todo de cizaña y victimización mediática.

El problema respecto a esto está en que es frecuente que desde los medios se explote la crítica sobre la no correspondencia entre la envergadura de un estadista y expresiones de tono hostil, mientras en paralelo se incentiva una insidiosa causa común por la defensa irrestricta de los afectados. Así, el consumidor de información recibe la película con la trama elemental del western: justicieros vs malhechores, y el debate, cuando más, gira en torno a cuál de las partes se hace de más adeptos que apoyen un veredicto legitimador o uno condenatorio. De lado queda la reflexión sobre la naturaleza de dos campos de poder cuya relación se mantiene en perenne tensión y sobre las representaciones que de ese poder construye cada uno en sus dinámicas. El panorama, en última instancia, se polariza como si la dialéctica de la sociedad y sus instituciones funcionara bajo la lógica de los valores absolutos.

Para contrarrestar esas maniobras de los medios el presidente utiliza buena parte de los enlaces de los sábados y, legítimamente, cuando es de hacerlo, con solvencia desarma las arbitrariedades informativas que cada tanto asoman. No obstante, esos mismos espacios, que en esencia son comunicacionales, le significan las arenas movedizas en las que él también, cada tanto, se resbala y a poco queda de estrellarse contra el piso.

Así como los medios a los que ataca se valen de la construcción de una realidad bifurcada entre rivales, Correa, al abusar de los adjetivos descalificadores que lo dominan, recrea también un escenario dividido en dos instancias que se repelen, y reduce a una valoración dual lo que responde a procesos de comprensión más complejos. Si el acusado es “corrupto y mediocre” es de suponer que el acusador vive eximido de esas faltas.

Con similar resultado, a nombre de demarcar autoridad y liderazgo, el presidente embiste con términos pesados para desacreditar ante tribunas públicas no solo a quienes se le oponen sino también a los que hasta hace poco se mantenían muy cerca de él. Si una negociación es “vergonzosa”, es de pensar que otros procesos habrán de ser modelos de eficiencia, soberanía y dignidad.

La incontinencia para ametrallar des-calificativos le ha llevado al presidente a construir estereotipos de desempeño que no acometen sólo contra identidades definidas, sino que aportan a crear todo un ambiente de distanciamiento y reverberación bipolar. Así, ya no son sólo las discrepancias ideológicas las que se polarizan sino que todo el universo de comprensión y enunciación política se mantiene suspendido entre las representaciones opuestas y absolutistas que es capaz de crear el lenguaje cuando vive sometido a la dictadura de la descalificación.


* Publicado el 20 de enero de 2010 en El Telégrafo.

You Might Also Like

1 comentarios

  1. Lo que no me convence es eso de "victimización"... a mí me parece que él actúa como un agresor al "arremeter contra sus oponentes" de esa manera.

    Saludos.

    ResponderEliminar

Submenu Section

Slider Section