La intelligentsia táctica

viernes, julio 02, 2010



Sin haber brillado con claridad, Robben lo logró todo. Tras un tiro libre que sobre la banda derecha apuró Sneijder dejando mal parada a la defensa brasileña, Robben avanzó llevando marca y enseguida regresó sobre su eje para devolver el balón al 10 de Holanda, que lo botó bombeado al desencuentro cómplice de Julio César y Felipe Melo. Ambos salieron a nada. El primero puñeteó el viento y el segundo peinó a contrapelo la Jabulani que igualó el partido. 1 a 1. Minuto 52.

A la altura del 68, Robben, subido en un cohete, presiona sobre el final de la cancha a un Juan que es un ramillete de nervios. El defensa brasileño no soporta la arremetida y lanza el balón al corner, confirmando que el empate a la verdeamarela le había cuarteado el piso. El mismo Robben cobra el tiro de esquina y da el primer pincelazo de una pintura diseñada en camerino: tiro a media altura sobre el primer palo, Kuyt que la roza hacia atrás con la corona y, de nuevo, Sneidjer que lo mete en una esquina girando el cuello y apretando la frente. 2 a 1 y a Brasil se le desarma el tren.

Hacia el minuto 72, Robben vuelve a avanzar por la derecha cuando todo Brasil (no solamente el equipo) lo quería matar. Felipe Melo, el que metió en contra el gol del empate, le choca con falta y, cuando el holandés cae al piso, le imprime en su pierna izquierda el grosor de sus estoperoles Nike. Melo sale expulsado. Se lleva consigo un pase magistral de callejón para el gol de Robinho, pero por sobre ello va cargando un gol en contra y un foul horrendo que deja a su equipo con 10 hombres en el instante más crítico.

Para ese momento Arjen Robben lo había logrado todo sin haber siquiera atinado un tiro a gol, pero habiendo sabido, con la solvencia que nadie tuvo en el equipo brasileño, conducir el timón de un acorazado naranja que pudo no haber derrochado brillantez, pero que nunca denotó descontrol ni explotó en berrinches desesperados como los de Robinho. Las faltas que le calzaron a Robben las fueron, y quizás, como todos los jugadores en toda esquina, tras algunas de ellas supo exagerar el drama sabiendo que la estocada de una expulsión significaría para Brasil el abismo.

Así lo hizo y lo logró, y aún desde el piso supo conservar la calma para ni siquiera regresar a ver a un lastimero Robinho que no podía con su fracaso. Robben era ya para entonces el autor intelectual de un atentado bien orquestado, y justamente atestado, al ego de un equipo brasileño que se pasó por alto el respeto a un rival de histórica jerarquía; un equipo brasileño que en su era Dunga se despojó de la gracia y el carisma que lo hacían en el mundo mucho más que una moda o un recurso de explotación mercantil; era, fue, una cátedra, un pénsum y una tradición para entender cómo se debía jugar al futbol con simpatía y corazón.

El periodista José Samano, de El País, ha dicho que Dunga se convirtió en un reputado mecenas del jogo feo, primero como matraca en el campo y ahora como cuartelero mayor en el banquillo. Que bajo su control Brasil ya no juega en la playa. Que Brasil encantaba y que ahora sólo gana. Que ya no busca un lugar en el corazón de la opinión pública, que solo quiere una Copa, sin más. Y sin más, yo me adscribo a sus criterios.

Brasil ahora mismo extrañará a Ronaldinho. Me atrevo a decir que todos lo extrañamos.

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