La desnudez de Bryan

martes, abril 07, 2009




Aunque no se lo note, la tierra del piso es caoba y está humedecida. Estamos en medio de la selva ecuatoriana, en un lugar llamado Tuutinentza, en la provincia de Morona Santiago, a donde solamente se llega en avioneta y donde los minutos parecieran no pasar.

Ahí, donde esta estaca de caña guadúa está clavada, es donde aterrizan las avionetas que vienen de las poblaciones cercanas para desembarcar pasajeros, provisiones y componentes del sistema fotovoltaico del que lleva proveyéndose la comunidad desde hace casi dos años.

En este mismo espacio, cuando no hay avionetas que anuncien su arribo, es decir durante la mayoría de esos minutos que parecen no pasar, es donde los niños corretean sin que haya mucho de donde puedan asirse para darle pausa a la juerga. No mucho más que unos arcos de fútbol levantados con estacas iguales a las de esta imagen, clavadas entre ellas a distancias tales que dejan tendido en el medio un canchón como para que en él se enfrenten 20 contra 20 valientes: niños contra niños o adultos entreverados que los hay normalmente, pero no esta tarde, al menos no los suficientes como para que la explanada pelada de tierra caoba se vea consistentemente ocupada.

Esta tarde, que está por desvanecerse, hay unos cuantos niños y otras pocas niñas que persiguen un balón deshilachado. Van a pie desnudo, con pantalón corto y camisita percudida. A todos les impulsa el mismo ánimo, siguen el balón y lo patean como si contendieran una final de campeonato. Casi todos -debería decirlo- andan con ese semblante. Todos menos uno, el del pelito colorado, el de los ojos brillosos como ardidos por su vida corta; el de las cejas fruncidas y el cuerpesito desnudo. Se llama Bryan. Así, BRYAN, y es un niño shuar.

En un principio me llama la atención su nombre porque no es Luis ni Elías ni Jorge como se llaman muchos shuar de esta zona, pero al escuchar el engorroso reggaetón que aniquila las sonoridades oriundas de la selva, entiendo que los productos de las industrias culturales más punzantes ya han atravesado la espesura y se han instalado con sus discursos, sus amalgamas y sus ruidos, y que ya pocas referencias a eso otro exterior deberían llamarme la atención.

Bryan es el único que anda desnudo, lo he dicho, como también he dicho que en su rostro se mantiene dibujada una expresión distinta a la del resto de niños, por eso no puedo sino dirigir mi enfoque sobre él y perseguirlo refugiándome tras el visor de mi cámara.

Desde que llegué a Tuutinentza percibí que sus habitantes me veían distinto y que me otorgaban ciertas deferencias. Soy el periodista que ha venido a su pueblo para entender cómo ha incidido en sus vidas la paulatina instalación de sistemas fotovoltaicos, y que luego contará esa historia en alguna revista de la gran ciudad. Así que entiendo que la gente me mire con ojos de sorpresa cuando mi presencia se mezcla con la de ellos, en su espacio, y más aún cuando saco mi cámara, los apunto y aplasto el disparador para ensayar la imagen con la que los capturo para siempre. Y así, a medida que apunto y disparo intentando congelar momentos clave de sus nuevas formas de vida, de las interacciones posibles gracias a un bombillo encendido en medio de estas noches renegridas, ellos, los habitantes de Tuutinentza, se van acostumbrando a mi presencia y yo voy creyendo que hemos alcanzado una relación horizontal.

Suelo entablar relaciones de cordialidad con mis sujetos fotografiados. De ser el caso, solicito permiso para realizar las fotografías y si éstos no acceden, simplemente no disparo, pero en Tuutinentza no hace falta negociar un permiso porque las personas saben que estoy ahí para eso, así que hago uso de ese convenio tácito y no escatimo tiempo ni cercanía para hacer estallar el flash.

(Traslape: solo ahora me pregunto si ese autoasumido trato implícito no significó una forma de ejercer cierta autoridad y tal vez también algo de dominación sobre las circunstancias).

Me siento libre de fotografiar a los adultos que no necesariamente lo piden, pero que me demuestran su consentimiento con la cordialidad de sus rostros.

Distinto pasa con los niños. Ahora recorro la explanada pelada donde aterrizan las avionetas para aprovechar la tenue luminosidad de la tarde que está por apagarse. Ahí están ellos, correteándole al balón. Vienen hacia mí y me piden que los fotografíe. Lo hago, les saco algunas fotos en grupo, posando, y varias más aleatorias mientras juegan, o sea, mientras corren y hacen poco más que eso de un lado a otro en esa planicie enorme. Trato de lograr composiciones simétricas ubicando a todos en el marco. Son alrededor de ocho niños, pero yo tengo puesta la mira sobre Bryan. Imposible perderle la pista cuando es el único que va desnudo, el único que no ríe y, encima, el más pequeño de todos.

Tengo que decirlo, me atrae su desnudez, pero la atracción nada tiene que ver con el morbo o algo similar, más se acerca a una impresión de salvajismo sobre su estampa, a una rebeldía inocente que me hace imaginarlo guerrero en el futuro y que me mueve a capturarlo hoy para luego intentar averiguar si no me he equivocado. Pero ese es otro tema, lo principal es que estoy tras de Bryan, o, mejor dicho, delante de él, siguiéndolo con mi cámara y disparando sin misericordia, aprovechando que él poco se conmueve ante mi presencia y tratando de congelar lo mejor de su actitud agreste.

Continúo, tengo al menos 20 tomas de él en ángulo abierto, en ellas aparecen sus amigos, pero el énfasis sigue sobre su figura. Él se mueve, a ratos se separa del grupo y vuelve, a ratos él también patea el balón porque éste cae a sus pies, no porque corra tras él para buscarlo como hace el resto. En un momento, Bryan se separa del grupo, parece desconectarse por completo del tumulto risueño que explotan sus amigos, se desplaza por el campo y va a dar a donde una estaca de caña guadúa ha sido clavada con ligera inclinación hacia la derecha –vista desde donde yo la estoy mirando-. Al pie de la estaca hay un par de pedazos de cartón y junto a ellos un zapato destrozado, abandonado a la intemperie. Bryan recoge los cartones del piso, contornea la estaca como mirando qué hacer con ella y, de pronto, se acorrala tras su grosor como cubriendo su desnudez sin tampoco querer esconderse del todo. Entonces, por primera vez me mira de frente, estira los brazos mostrando los cartones y se mantiene así hasta que yo dispare mi cámara. Lo hago una sola vez, es suficiente. Su mirada me deja pensar que todo el tiempo él sabía de mi presencia y que encontró el momento adecuado para confrontarme con su mirada, tal como yo la había estado haciendo pensando que él no se percataba.

Stuart Hall dice de Foucault que, al tratar éste el cuadro Las Meninas, de Diego Velásquez, logra determinar que el discurso de la representación de las imágenes opera cuando a éstas se les otorga un sentido a partir de la mirada que se les da de frente, en una posición desde la que el espectador actúa como “soberano de la mirada”, capaz de observar todo y construir una noción de lo que ve desde esa posición.

Luego de un tiempo de haber tomado esta fotografía yo me situé en ese puesto. La vi de frente con la autoridad del espectador que ve de frente las imágenes y tiene tiempo y recursos para analizarla hasta la saciedad. Esto, sumado al poder que me otorgaba el hecho de haberla construido yo mismo y el extra de sentirme orgulloso de ella por su contundencia, me hacía tener ganas de hacerla trascender. Su composición me pareció casi perfecta, la expresión del sujeto denotaba una fuerza expresiva inmensa, pero a la vez me parecía que su imagen a color le restaba potencia, por eso decidí ponerla en blanco y negro como para ahondar su expresividad y su romanticismo.

Así, haciendo míos los derechos de su reproducción, porque como explican Bernard Edelman y Edgar Roskis en su artículo Beyond the frames (Pictures and Politics), aunque en esencia la imagen pertenezca al sujeto fotografiado, el fotógrafo también puede reclamar poder sobre ella una vez que para él en su acto de capturarla haya habido un proceso de creación. Y eso, más que por saberlo a conciencia por una reproducción de la costumbre que dan el oficio y la falta de reglas claras, me llevó a desestimar cualquier posibilidad de debate sobre las consideraciones éticas a tomar en cuenta respecto a la difusión de esta imagen. Así, ante la convocatoria para concurso en fotografía blanco y negro de la organización Save The Children para Latinoamérica, la envié asumiendo total propiedad de sus derechos y, sobre todo, construyendo para ella una representación sobre el contexto en el que fue tomada, no precisamente siendo deshonesto con los hechos, pero sí ajustándola a los requerimientos que eran exigidos.

A continuación los lineamientos de la convocatoria:

Las fotografías deben enfocar el tema del concurso “¡Queremos que nos traten bien!”, mostrando de manera creativa el derecho de los niños a recibir un buen trato.
Se recomienda mostrar la riqueza de razas, culturas, edades y actividades que desarrollan los niños y las niñas de la región.
Se recomienda no mostrar imágenes de niños en situaciones desfavorables, bajo amenaza de peligro, violencia o muerte.
Las fotografías serán colocadas en formato digital por los propios autores en la página http://concurso.savethechildrenla.org/
Solo se aceptarán fotografías presentadas en blanco y negro. Cualquier fotografía total o parcialmente coloreada será inmediatamente descalificada.

Y aquí el pie de foto que escribí para acompañar la imagen:

En Tuutinentza, comunidad shuar de la provincia de Morona Santiago, en Ecuador, la selva ha sido intervenida para tender una pista de aterrizaje donde las avionetas, que llegan de las ciudades cercanas, aterrizan para dejar provisiones de alimentos y vituallas. Ese mismo espacio es ocupado por los niños, que abundan en la zona, para corretear o construir castillos imaginarios, como este niño, que encuentra tras un tronco refugio a su aventura y toma dos pedazos de cartón humedecido para ver qué paredes levanta.

Ante esto, y luego de haber empezado a entender los alcances de las complejidades éticas y las perspectivas desde las cuales entender las representaciones creadas con intención, así como de las construidas a partir de la observación de las imágenes, antes que pretender ensayar conclusiones lo que me urge es plantearme algunas preguntas al respecto de la historia que he relatado:

1. ¿Cuán ético de mi parte fue encarar una situación desde mi posición de fotógrafo cuando los sujetos fotografiados eran niños con poca capacidad de cuestionamiento frente a mis intereses?
2. ¿Fue ético haber puesto a concursar una imagen que, por más que haya sido creada por mí le pertenece también al sujeto fotografiado, del cual nunca obtuve consentimiento?
3. ¿Cuál es el alcance de las construcciones textuales que un fotógrafo puede realizar para acompañar sus fotografías? ¿La fotografía documental debe regirse a datos estrictamente pragmáticos o cabe en ella la construcción ficcional?
4. ¿Pueden ser juzgados como antiéticos los lineamientos propuestos por la organización que convoca al concurso por procurar que se construyan representaciones contextuales a partir de imágenes específicas (desde los fotógrafos), sin ocuparse de las consecuencias y las representaciones potenciales que puedan crearse (desde los observadores) con su exposición?

Ahí las preguntas que aún no logro responder.

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3 comentarios

  1. estimado Santiago: preguntas pertinentes que merecen un gran debate. Algunos fotógrafos del día a día dicen que no hay tiempo para estar pidiendo permiso y que la realidad, es decir, lo que está afuera, es pública.
    ahora manipular o tratar una fotografía también puede traer consecuencias,porque no toda la gente está conciente de que es una construcción de algo no ese algo.
    y una pregunta frívola: el premio se lo dan al fotógrafo o a quienes le han servido de modelos?
    saludos, Juan Secaira

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  2. he publicado como anónimo porque no sé cómo hacerlo con mi nombre, saludos, Juan

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  3. Hola Juan,
    sí, es un tema comlicado y no muy considerado en la cotidianidad del trabajo fotográfico, especialmente en el del fotoperiodismo. Sin duda es una tarea pendiente no solo del fotógrafo sino de medio de información y del consumidor. Tal vez debería existir algo como una tribuna de veeduría ética sobre el tema. Otra cosa sería ver cómo funciona.
    El premio es para el fotógrafo, y no lo gané, ganó una imagen más conciliadora con la dulzura de la niñez.

    Saludos.

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