Black (Pacha)Mama*

jueves, abril 02, 2009




Los personajes de la película Black Mama se construyeron con fijación en algunos arquetipos simbólicos y en otros de alguna moral inserta en la convivencia social. Su caracterización se dio a partir de la adopción de ciertas prendas de vestuario, acopladas en una suerte de patchwork barroco, que fueron adjudicándoles personalidades estrafalarias. Fue así más que a través de la interiorización de una dramaturgia previamente calculada. Se experimentó con un ejercicio de dejarse ir y constituirse en el trayecto, a la deriva, asimilando impulsos de los ambientes por donde transitaron durante su formación y poniendo en juego inclusive cierto comportamiento lúdico. Así, Quito, Latacunga y hasta el estado de Arizona, en Estados Unidos, confluyen como espacios dotadores de sentidos en el nacimiento de Black, Bámbola y más seres de este champús posmodernista.
Tal manera de construir los personajes ha sido explicada por los realizadores en algún foro organizado para conversar sobre el filme, pero lo que sobresale para la receptividad de la audiencia es una pretensión contraria: la desconstrucción (oposición a la existencia de representaciones o entidades esenciales, rígidas, fundamentales –Jacques Derrida-), precisamente, de aquellos arquetipos que se han ido asentando como cimientos de lo que, más equivocada que acertadamente, se da por llamar la identidad ecuatoriana. En ese afán, los personajes recicladores de papel machetean, literalmente, obras -como preceptos- que tocan la sexualidad, la política, el arte y el militarismo (y con ello se especula sobre su influjo en una idea de nación que en la película se evoca como asumida por todos) en un gesto de ataque tal vez demasiado manifiesto para la carga de simbolismos etéreos y surrealistas insertos en las entrelíneas del filme. Queda en evidencia la intención de derribar ciertos discursos encarnados en los individuos por acción de la cultura, pero en el propósito se termina creando otro, uno que a ratos se antoja nihilista, quizá caótico y hasta visceral. El intento asume el riesgo de pecar de presumido -aunque de cualquier forma legítimo- por atribuirse primero la comprensión y luego el cuestionamiento global de algunos cánones que supuestamente nos definen como pueblo. En consecuencia, queda la sensación de que a la par de la objeción a una noción esencialista y reductora de la ecuatorianidad, se plantea una posición de más negación que de debate. Aun así, esa intención desconstructiva quiere mostrarse como un manifiesto generacional, como una postura artística y como una invitación a repensar ciertos principios que peligrosamente enclaustran los sentidos de identidad. Y para atentar contra ciertas estructuras se requiere valor.
Los realizadores se rehúsan a considerar su trabajo como cine experimental y tampoco lo asumen como videoarte. Dicen que es cine. Punto. Y con eso se enfrentan a que las audiencias mayoritarias le quieran encontrar ese “hilo conductor” convencional que no van a encontrar, y, más, a que con suerte vislumbren que la desconstrucción pareciera también manifestarse en una estructura narrativa difusa, armada con vertiginosidad y aires de un videoclip de culto al kitsch en un total de 93 minutos que quizá podían haber sido 70.

*Publicado en El Telégrafo el 2 de abril de 2009.

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