Todos los Henri Cartier-Bresson
jueves, agosto 28, 2014

Al
crearse Magnum, los cinco fundadores se repartieron el mundo para cubrir los
grandes acontecimientos del momento. Cartier-Bresson escogió la India, en parte
porque estaba casado con la bailarina javanesa Ratna Mohini, pero también
porque le apasionaban los procesos de descolonización. En diciembre de 1947
llegó a Karachi, pocos meses después de que el país alcanzara la independencia
de la corona británica y se desmembrara en dos entidades complejas: India y
Pakistán.
En
la tarde del 30 de enero de 1948, en Nueva Delhi, Cartier-Bresson se entrevistó
con Mahatma Gandhi y le hizo algunas fotografías. A pesar de que Gandhi venía
de terminar una huelga de hambre en protesta por la violencia desatada entre
hindúes y musulmanes, un retrato que queda de ese encuentro lo muestra con su
característica sonrisa serena. Fue uno de los últimos en la vida del líder
indio. Pocas horas después, cuando se aprestaba a iniciar una jornada de
meditación en su casa, un fundamentalista hindú lo asesinó con tres balazos en
su pecho desnudo. Cartier-Bresson se encontró en el ojo de la tormenta. Tenía
las fotos de la víspera del crimen y luego fotografió todas las fases del
funeral, desde la cremación del cuerpo hasta la dispersión de las cenizas en el
río Ganges. Dieciocho imágenes se publicaron dos semanas más tarde en la
revista estadounidense Life y, debido
a la contundencia de la secuencia completa, los especialistas consideraron que
ese reportaje constituía la obra cumbre del fotoperiodismo mundial.
El
fotógrafo, que luego de su exposición en el MOMA pudo haber tomado la vía
artística y que siempre sostuvo que su llegada al periodismo fue accidental, se
comprometió durante años con el reportaje y a partir de él se construyó un
imaginario épico que sólo lo define en parte. Porque Cartier-Bresson hubo
muchos, antes y después del fotoperiodismo y más allá del instante decisivo, noción clave pero no la única, a la cual también
se ha reducido la lectura de su obra. La obra de todos los Cartier-Bresson,
agrupada en tres grandes periodos, se presenta actualmente en una exposición
retrospectiva en el Centro Georges Pompidou, de París.
África, el surrealismo
y los primeros grandes viajes (1926-1935)
La obra de
Cartier-Bresson tiene hitos surgidos de una combinación afortunada de factores:
una cierta predisposición artística, un aprendizaje continuo, la asimilación
del ambiente de la época, sus
aspiraciones personales y muchos encuentros determinantes. Cartier-Bresson
empezó en la pintura. Entre 1926 y 1928 fue alumno del pintor cubista André
Lohte, con quien aprendió las reglas clásicas de la geometría y la composición
que luego aplicó a sus primeras fotografías, con frecuencia estructuradas según
el principio del número de oro, una
cifra que, en el plano visual, tiende a organizar los elementos en relación de
proporción simétrica. “El mayor placer para mí es la geometría que significa
estructura –dijo Cartier-Bresson-. No puedes ir a hacer fotos de formas y
figuras, pero es un placer sensual e intelectual cuando tienes todo en su
sitio. La diferencia entre una foto buena y una mediocre es cuestión de
milímetros.”
Ese formalismo geométrico comenzó a distorsionarse en
imágenes menos organizadas cuando, en 1926, por medio del escritor René Crevel,
Cartier-Bresson se acercó a los surrealistas y empezó a asistir a las reuniones
que éstos mantenían en los cafés de la place Blanche. “Yo era muy tímido y muy
joven para tomar la palabra”, dirá al recordar la distancia recatada que mantenía
en la mesa donde, siempre al mando y con su pipa encendida, estaba André
Breton.
Cartier-Bresson había quedado fascinado con el trabajo de
Eugene Atget, el famoso fotógrafo del viejo París, a quien los surrealistas
consideraban un precursor y publicaban con frecuencia en la mítica revista La révolution surréaliste.
Documentalista visionario de inicios del siglo XX, Atget no sólo fotografió las
costumbres y las personas sino también los objetos (objet trouvé, como los llamaban los surrealistas) que para la
mayoría pasaban desapercibidos: las vitrinas y el reflejo en los cristales, los
maniquíes, los escaparates llenos de mercadería, las ambivalencias entre lo
vivo y lo muerto.
Las primeras fotografías que realizó Cartier-Bresson, a
finales de los años veinte, adoptaron ese registro. En las esquinas, en los
corredores, en los pasajes, en los mataderos de la ciudad, fotografió pellejos
de animales, objetos empaquetados, cuerpos deformados y, con especial obsesión,
la lencería, los manteles colgados que se ondeaban al viento, las cortinas que
caían anudadas y detrás de las cuales -a veces- encontraba siluetas
disimuladas. Las imágenes se ajustaban perfectamente a la noción de lo erótico-velado que los surrealistas
describían como el poder que tienen ciertos objetos para desencadenar las
proyecciones, y con la de lo mágico-circunstancial,
una explosión de casualidades que tiene el efecto de una revelación. Hacia
mediados de los años treinta, desde la perspectiva estética, Cartier-Bresson se
implicó completamente en el surrealismo, pero no fue tanto eso lo que le marcó
sino lo que él llamaba actitud
surrealista: el espíritu subversivo, el gusto por el juego, el lugar dejado
al inconciente, el placer por la deambulación urbana y una cierta
predisposición a aceptar el azar. Con esas premisas se embarcó en su primer
viaje, el que decidió el futuro.
Livourne, Toscane, Italie, 1933, © Henri Cartier–Bresson/Magnum Photos
En octubre de 1930, con 21 años y tras una ruptura amorosa,
Cartier-Bresson viajó a Costa de Marfil, entonces colonia francesa, para hacer
un recorrido de casi un año. Trabajó vendiendo madera, plantando árboles,
cazando en el bosque, sintiendo la miseria en la que sobrevivía la gente. Su
experimentación fotográfica tomó mucho de la Nouvelle Vision, el estilo con ángulos inéditos (picado,
contrapicado, visión lateral, planos generales, movimiento y dinámica del
objeto fotografiado) que se desarrolló a partir de la salida al mercado de
cámaras compactas como la Leica I, su primer amor. Cartier-Bresson, el joven
burgués nacido en 1908 en una familia de industriales, se interesó en el ritmo
de la cotidianidad africana y la realidad de esa vida terminó marcándole el
espíritu.
A su vuelta a París, afirmó su postura anticolonialista y se
acercó a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios (AEAR), donde
conoció a sus futuros socios Robert Capa y David Seymour. Al mismo tiempo,
reforzó su vínculo con los surrealistas, ya no solo a través de la estética y
la actitud frente a la vida sino compartiendo la ideología. Como era la norma
en el núcleo surrealista, Cartier-Bresson se comprometió con el comunismo.
Se
comprometió también con la fotografía y entendió que su camino no estaba en la
pintura, como alguna vez pensó. Fue radical: destruyó sus lienzos y se fue a
fotografiar en Berlín, Budapest, Varsovia, Trieste, Venecia, y más tarde en su
primer periplo americano. Estuvo en Estados Unidos, Cuba y en México (“el país
más surrealista del mundo”, dirá André Breton), donde expuso algunas de sus
imágenes junto a las del joven fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, entonces operador
de cámara en la filmación –inconclusa- de Que
viva Mexico!, de Serguei Einsestein.
El compromiso político,
la prensa comunista, el cine (1936-1946)
Para la generación de Cartier-Bresson, ser comunista
significaba plantarse en resistencia ante el ascenso del fascismo europeo. En
1933, el periodista Henri Tracol, amigo suyo de la infancia, publicó un
artículo en la revista Cahier rouge,
titulado “Fotografía, arma de clase”, en el cual pedía que la cámara fuera
utilizada sistemáticamente para “servir a los intereses de los explotados
contra los explotadores”. Cartier-Bresson estuvo de acuerdo, se dedicó a
fotografiar a la gente que el capitalismo dejaba en los márgenes. Realizó
reportajes sobre temas de sociedad para Regards,
el semanario del Partido Comunista y, para Ce
soir, el gran diario comunista dirigido por Louis Aragon, cubrió el ámbito
de la política. Es célebre el reportaje de 1937 sobre la coronación de George
VI, rey de Inglaterra. Cartier-Bresson no realiza ni una sola fotografía del
monarca sino solamente de la multitud que, dándole la espalda a su paso, se
vale de periscopios para observarlo. La espalda mostrada al rey fue
interpretada como un gesto revolucionario.
Luchar junto a los republicanos españoles para vencer al
régimen de Franco era otra causa del comunismo francés. Las imágenes que
llegaban de ese conflicto jugaron un rol determinante en la movilización del
afecto popular. Los fotoperiodistas de primer orden se pusieron en la línea del
frente. Ahí estuvieron David Seymour, Gerda Taro y Robert Capa, pero no estuvo
Cartier-Bresson. El francés estaba interesado en el cine.
A su paso por Estados Unidos se vinculó al colectivo de
documentalistas Nykino, reunidos alrededor del fotógrafo Paul Strand e
inspirados por las ideas estéticas y políticas de los soviéticos (Poudovkine,
Einsestein). En el contexto de su militantismo, Cartier-Bresson consideró que
el cine le permitiría llegar a un público más amplio y pasar el mensaje de
manera más directa. De esa idea resultó su trilogía de documentales políticos
realizados durante la mitad de la década de los treinta: Victoire de la vie, With theAbrahan Lincoln Brigade in Spain y L´Espagne
vivra. Entretanto, en París intentó -sin éxito- hacerse contratar como
asistente por el austriaco George Wilhelm Pabst y por Luis Buñuel, pero sí lo
logró con Jean Renoir. Hizo de todo: producción, utilería, reescritura de
diálogos y hasta figuración. Trabajó junto a él en los filmes La vie est a nous y Partie en campagne, de 1936, y La
règle du jeu, de 1939.
Llegó la Segunda Guerra Mundial. Cartier-Bresson fue
movilizado en la unidad “Filme y fotografía” de la 3ª Armada. El 23 de junio de
1940 lo tomaron prisionero y lo encerraron en algún lugar de la Selva Negra, al
sudoeste de Alemania. Tres años más tarde, provisto de papeles falsos y de ropa
decente, escapó y logró llegar a Lyon y juntarse a un grupo de resistentes
comunistas. Meses después, el Movimiento Nacional de Prisioneros de Guerra y
Deportados le pidió que realizara una película sobre el retorno de los liberados
que los nazis habían apresado. Le Retour
se convirtió en el filme más íntimo y sensible de Cartier-Bresson, marcado por
la fatal ventaja de haber sido un prisionero de guerra. El cine fue importante
para el fotógrafo, pero sólo fue un paréntesis.
De Magnum a su retiro
del fotoperiodismo (1947-1970)
Luego de la experiencia en los funerales de Gandhi, la
revista Life le comisionó a
Cartier-Bresson un reportaje en la China que estaba a punto de quedar bajo el
poder de Mao Zedong. El fotógrafo llegó a Pekín en diciembre de 1948 y
comprendió que la transición política arrastraba una grave sicosis económica.
La moneda local cargaba una devaluación desastrosa y la gente buscaba de
cualquier forma cambiarla por oro o plata. Una de sus fotografías, tomada a las
afueras de un banco, muestra a una muchedumbre desesperada por cambiar un poco
de su dinero por oro. Magnum empezó a funcionar eficientemente y logró que esa
fotografía se publicara en la mayoría de las grandes revistas del mundo en la
época y, en consecuencia, que se volviera una de las más célebres de su autor.
Vinieron los años más prolíficos y apasionados de
Cartier-Bresson. Como fotoperiodista recorrió el mundo no precisamente para ir
detrás de la noticia sino para traducir en sensaciones el espíritu de la época. En 1954, luego de la muerte de Joseph
Stalin, fue el primer fotógrafo en poder entrar a la Unión Soviética, que había
permanecido impenetrable desde el inicio de la Guerra Fría. Allí fotografió la
cotidianidad banal de la gente, aquella distinta de la épica que celebraba la
propaganda comunista, y mostró al mundo que los soviéticos eran gente como el
resto. Quedó como ícono la fotografía en la que dos soldados rusos miran con
mirada gustosa a tres chicas en la calle. Algo similar obtuvo en Cuba, poco
después de iniciada la crisis de los misiles: sensualidad y tensión sobre el
asfalto ardiente de La Habana. En Francia siguió las mutaciones sociales que
desembocaron en Mayo del 68 y se ocupó de temas menos escabrosos como las
competiciones deportivas. Paralelamente, se sumergió en proyectos personales
que abordaron algunos de los grandes temas de la segunda mitad del siglo XX.
Sin la urgencia que demandaba la prensa, esas investigaciones temáticas, que
fueron descritas por él como “una combinación de reportaje, filosofía y
análisis –social, sicológico y de otros tipos-”, constituyeron una forma de
antropología visual para entender el devenir humano. “Yo soy visual –decía él-.
Observo, observo, observo. Es por los ojos que comprendo”. La relación entre el
hombre y la máquina, el imaginario iconográfico de los líderes políticos, la
sociedad de consumo, fueron algunos de los ámbitos en esa categoría.
Iniciada la década de los setenta, Cartier-Bresson ralentiza
la máquina. Se separa de Magnum –esa agencia genial y desquiciada que a su
juicio se había vuelto demasiado comercial-, deja de responder a los pedidos de
reportajes y se consagra a una fotografía contemplativa, poética quizás, donde
el instante decisivo ya no importa. De alguna forma vuelve a los años
surrealistas: le interesan las texturas, las figuras azarosas, los volúmenes de
la naturaleza. Les hace retratos a artistas, a su segunda esposa, la fotógrafa
Martine Franck, y a la hija de ambos, Mélanie. El ciclo se va cerrando. Ya
entrado en sus setenta, vuelve al dibujo y la pintura. Toma las acuarelas y
sale al campo. Toma el lápiz y va al Museo de Historia Natural, en París, para
dibujar esqueletos de vertebrados. Pero más que nada toma el lápiz y se pone
frente a un espejo y ensaya una y otra vez un autorretrato, constatando cómo la
vejez avanza. Acaso “el ojo del siglo” (como lo llamó su biógrafo, el escritor
francés Pierre Assouline), después de haber visto tanto necesitaba encontrarse
consigo mismo. El hombre que sentenció que fotografiar es poner en una misma
línea el ojo, el espíritu y el corazón, falleció el 3 de enero de 2004, a los
95 años.
Instante decisivo
Es la historia de un enredo. En el prólogo de su libro Images a la sauvette (1952),
Cartier-Bresson describió su concepción de la fotografía y su método de trabajo
en el que se considera su único texto teórico. En él usa una cita del Cardenal
de Retz, político francés del siglo 17, que dice: “nada hay en este mundo que
no tenga un momento decisivo”. El editor estadounidense de Cartier-Bresson, al
no encontrar una traducción satisfactoria al inglés para Images a la sauvette (imágenes al paso), decidió tomar la cita del
texto y llamar al libro The decisive
moment (luego, en una re-traducción al francés se volvió l´instant decisif). El resultado fue la
primera edición estadounidense de ese libro, con una extraordinaria portada
ilustrada por Henri Matisse, pero también la confusión sobre el sentido de la
noción. La idea: el fotógrafo está en movimiento, gira alrededor del sujeto,
que también está en movimiento, y entre esas dos dinámicas se da, en un punto,
una cristalización. A través del visor se ve que los elementos en la imagen
están en su lugar, que –en ese instante, ni un segundo antes, ni un segundo
después- “el ojo, el espíritu y el corazón” han logrado que la armonía exista.
Es entonces que el fotógrafo dispara su cámara.
La noción sí es importante para Cartier-Bresson y a través
de ella se reconocen muchas de sus imágenes icónicas (en Derrière la gare Saint-Lazare, Paris, 1932, un segundo más tarde el
hombre habría caído al agua y nada sería igual) y varios de sus trabajos
durante los años Magnum, pero prueba de que no es el paradigma son el periodo
surrealista y el contemplativo del final de su carrera.
Para hacerle justicia a lo reduccionista de esa noción, el
teórico francés Clement Cheroux propuso la idea del “tiro fotográfico”.
Cartier-Bresson fue un apasionado de la caza, actividad que necesita, como la
fotografía, el conocimiento del terreno y la comprensión de los modos de vida.
La analogía le sirve a Cheroux para explicar que el trabajo de Cartier-Bresson
sobrepasa el instante preciso y toma en cuenta el contexto en el que existe la
imagen, porque la composición necesita una lectura previa al disparo. Hay que
ver en acción a Cartier-Bresson (como se lo ve en video en la exposición de
París) para entender que la de la caza es una alegoría que cabe. Sobre el
hombro izquierdo carga el estuche de la cámara y lleva la Leica escondida en la
mano derecha. Elegante con traje de dos piezas o sobrio siempre con camisa,
avanza, retrocede, cruza los pasos en lateral, da pequeños saltos sobre un pie,
crea una danza de acecho, como un leopardo. Los movimientos refinados lo
revelan como el burgués que es. Avanza, retrocede, y cuando es, dispara y
vuelve a esconder la cámara. Se va como si con él no fuera la cosa.
*Publicado en Mundo Diners
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