Bajo esos tres palos*

viernes, noviembre 11, 2011



Sobre ese césped artificial de campeonato y bajo el sol canicular de agosto, todo parecía igual. Un torneo internacional con el perfil mediano. Algún mundialito de esos que se escapan de las trivias. Los uniformes con las marcas estelares en el pecho, los árbitros con credenciales y gomina en el cabello; narradores que en inglés y francés y con micrófono en vivo comentaban la habilidad de los brasileños y atinaban con los adjetivos adecuados para expresar la debilidad de los suecos. Graderíos con bancas individuales, sala de prensa con Wi-Fi para apresurar los despachos, abrazos multiculturales, goleadas de anécdota y por ahí hasta algunas vuvuzelas. Tres canchas con arcos de 1,30 m de alto para que los goles brillaran por la técnica y, de fondo, la torre Eiffel. La fiesta del fútbol en una postal.
Todo parecía igual, salvo que quienes gambeteaban en la canchas viven o han vivido bajo un puente o empotrados en algún umbral. En la calle. Vinieron de Kyrgystán, Chile, Suiza, Estados Unidos, Kenya y 48 países más, excluido el Ecuador pero incluido Palestina, como decía el estampado trasero de una casaca celeste. En París, bajo el sol canicular de agosto, se jugó la novena edición de la Hommeless World Cup, la Copa Mundial de Personas Sin Hogar y, sobre el césped artificial de esas tres canchas, todos parecían contentos.

El equipo femenino de Canadá compartiendo una oración antes de un partido.


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Mel Young es escocés, tiene 57 años y en la esfera de los calificaciones internacionales es reconocido como uno de los emprendedores sociales más importantes del mundo. En 1993 cofundó la revista The Big Issue para que personas sin techo en Escocia se ocuparan en venderla. Luego, dado el éxito de la primera iniciativa, participó en la creación de la International Network of Street Papers, una red que ocupó a 100 mil personas desahuciadas en vender en calles de los cinco continentes alrededor de 80 periódicos y revistas independientes. Ya con los resultados de esa gestión, empezó a recibir venias de dignatarios y universidades europeas, mientras desde su Edimburgo de residencia seguía alentando con pasión al Hibernian Football Club, el equipo donde, a inicios de este siglo, aterrizó con lo mejor de sus estampidas por la banda derecha el encomiable Ulises de la Cruz. Ese mismo año, 2001, cuando Ulises aprendía a hablar inglés, Young se animó a diversificar su gestión y, fanático del fútbol como ha sido, pensó en un torneo que promoviera la inserción de las personas en situación de precariedad. El verdadero gol que tenemos que marcar, se dijo literalmente, es terminar con la indigencia callejera.

Dos años después la idea maduró en el primer campeonato: Graz, Austria, 18 equipos participantes y un inicio que parecía auspicioso. Luego vinieron Goteburgo, Edimburgo, Copenague, Ciudad del Cabo, Melbourne, Milán, Río de Janeiro y ahora la París de las luces y las cloacas, donde, sin contar los “sin papeles” y esos otros seres invisibles que se les escabullen aun a las estadísticas, no menos de 100 mil personas cargan el aciago estigma de “sdf”: sin domicilio fijo.

El contexto, para el timbre del evento, le quedaba justo.


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Muchas de las delegaciones participantes son el resultado de esfuerzos de asociaciones y fundaciones que, con apoyos de varias fuentes, logran armar equipos que se inscriben en el torneo tomándolo como un peldaño clave a superar en esa espinosa escalada de la rehabilitación. Otros, como en el caso de los equipos mexicanos (masculino y femenino), el asunto va por todo lo anterior pero también por la gloria deportiva, por el hambre de gol. Los equipos que cada año representan a México son verdaderas selecciones de apenas ocho jugadores (y jugadoras), escogidos entre los miles que participan en los torneos del mismo tipo organizados en todo el país. Tras los campeonatos barriales, locales y regionales se juega la liga nacional y los ocho mejores de los mejores que van quedando se juntan en un dream team que promedia los 20 años, con varios de ellos sumidos en las drogas, el alcohol y la desesperanza. A todos esos jugadores de selección y de finales de campeonato, dice Luis Miguel Quijano, director deportivo del Instituto Coahuilense de la Juventud, Carlos Slim les recompensa en persona con un Blackberry, una laptop y una beca de estudios. En ese instante, sobre esas canchas también, todos parecen felices. “La mejor medicina es el deporte”, dice Quijano sacudiéndose el cliché y hablando desde la constatación de “haber visto a muchos jóvenes dejar la mota, la coca y todas esas mamadas gracias al fútbol”. Slim, al parecer, piensa lo mismo, o al menos eso quiere proyectar al instalar entre los tres socios principales de la Homeless World Cup el logo de la Fundación Telmex. Ahí y en el pecho de los sin techo mexicanos.


Según Mel Young, el 70 por ciento de los participantes en los mundiales ha logrado cambiar sus vidas venciendo adicciones, reintegrándose laboralmente, reparando relaciones y reinsertándose en el hogar; arrancando emprendimientos sociales o haciendo del fútbol su ancla a la vida. El caso más emblemático es el de la brasileña Michelle da Silva, y lo es porque, tras haber nacido y vivido en la favela que sirvió de decorado a la película Ciudad de Dios, fue elegida mejor jugadora en la Homeless World Cup de 2007 y, habiendo dejado perplejo por su técnica al ex internacional francés y hoy hombre de pantallas Eric Cantoná -que para este torneo es una suerte de padrino benemérito cuyas impresiones son tomadas como decálogo de consejero-, a su regreso a Brasil terminó siendo llamada a la selección femenina sub 20 y en consecuencia acaparando titulares. 

Aunque la cifra dada por Young no tenga otra fuente que la de él mismo, hechos y testimonios numerosos señalan que el propósito de reconstruir la estima de personas desamparadas por medio de un torneo competitivo, y con esto incentivar al resto de la sociedad a que las vea como luchadoras y no como vencidas, ha logrado resultados que sostienen la confianza y la motivación entre organizadores y participantes. No obstante, el escepticismo también ronda en esta verbena que, para ser posible, precisa, como otras, de bombos y platillos.

Para Christophe Louis, director del proyecto de reinserción social para personas indigentes Enfants du canal, el millón de euros que costó esta copa podría haber sido mejor utilizado en un año de alojamiento y asistencia social para 60 personas. Ahí donde Young y los organizadores locales ven “otra forma de afrontar esta problemática social”, Louis encuentra “una bonita tarjeta postal que descuida la pregunta de fondo: ¿por qué esa gente vive en la calle?”, y que permite a las empresas auspiciantes “hacerse una purga de conciencia”.

Y así, mientras el jugador del equipo de Francia Boris Marakian no está seguro de que el torneo vaya a cambiarle la vida o de si al final le significará tan solo otra curva en la carretera; Steve, un canadiense de 29 años, le agradece a la fundación que sostiene a su equipo por haberle otorgado una vida puertas adentro. Entre  esos devaneos rueda la pelota. Mientras el entrenador argentino Sergio Rotman se resigna a que esos pulpos del capital que son Nike y Telmex aparezcan como los principales auspiciantes del torneo “porque si no lo son ellos no lo serán otros”, los nigerianos y las canadienses se apuran para tomarse fotos con el 7 de la casaca celeste que dice Palestina porque, concuerdan por unanimidad, es idéntico a Cesc Fábregas.

Todos, de una u otra forma, están contentos.


El jugador número 7 de Palestina y sus amigos nigerianos.


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El domingo 21 de agosto el evento arrancó con pitos y desfile. El tráfico se detuvo para que las delegaciones caminaran por la Avenida de New York, tomaran a la derecha por el Puente d´Iéna dejando a las espaldas los Jardines de Trocadero y se encontraran al frente con el parque Champ de Mars convertido, como cuando hace falta, en el patio trasero de la torre Eiffel.

En los días siguientes, los 68 equipos se enfrentaron en un agasajo vertiginoso que arrojó de todo: campeones, lesionados y rabietas de frustración. El fair play y la camaradería, sin embargo, prevalecieron como ideología única. Sobre la cancha, cuatro contra cuatro: un arquero y tres pistones de los cuales dos debían permanecer detrás de la línea media para que uno solo empujara hacia delante y tirara a gol por fuera del área rival. De instalarse los tres en la propia mitad, el árbitro otorgaba un tiro indirecto al contrincante. En caso de una falta leve, el réferi mostraba una tarjeta azul para que el infractor saliera dos minutos del campo a meditar sobre su error, a enfriar la máquina. La bola nunca salía, golpeaba contra las paredes que bordeaban el campo y regresaba siempre a juego haciendo autopases. Dos tiempos de siete minutos cada uno, un minuto de descanso, seis títulos en disputa para distribuir la riqueza y unas fintas pasajeras a la suerte, porque había cómo.


En las gradas, todos le apostábamos a los dos Brasil, aunque el Portugal masculino a ratos hacía creer con su número siete creyéndose Cristiano Ronaldo. Ni el peinado ni el aspecto le alcanzaron y tampoco a los brasileños la samba. Al final, campeonas quedaron las kenianas y campeones los escoceses. Finalistas en ambas categorías fueron los mexicanos con su performance casi impecable, su proceso de selección y su estampado en el pecho. El próximo año nos tomamos la revancha, güey, decían confiados. El próximo año jugarán en casa. La Homeless World Cup 2012 se jugará en la ciudad de México y quién sabe qué bienvenida preparará la Fundación Telmex. Por ahora, Daniel Copto, uno de los organizadores del evento, asegura que será la mejor de todas.


El equipo femenino de Kenya, calentando.


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Adonis Tafilis, 18 años, Grecia, vive en un albergue de carpas. José Torres, 22 años, México, vivió dos años en la calle a causa del alcoholismo, ahora, recuperado gracias al fútbol, busca trabajo. Natasha Tiklaie, 23 años, Malawi, vive desde hace cinco años en la calle, pide limosna. Sabrina Ávila, Argentina, 27 años, vive en una “villa carenciada”.  Toronto Lucas, 30 años, Kenya, vive desde hace 21 años en un botadero de basura. Ben Amar Idir, 31 años, Francia, vivió dos años en la calle, ahora está casado y tiene un hijo, busca trabajo. Lukhanyo Mjoka, 29 años, Sudáfrica, vivió dos años en la calle, ahora trabaja para una organización cristiana de asistencia social. Marcelo Enríquez, 27 años, Argentina, vive desde hace 10 años en la calle, trabaja en lo que se le presente. Cindy, 33 años, Australia, vive desde hace dos años en la calle, busca trabajo. Deradjat Ginandjar, 31 años, Indonesia, vive desde hace dos años en la calle, es VIH positivo. Ninguno volverá a disputar el campeonato el próximo año. Como todo torneo de calibre internacional, en la Homeless World Cup existen reglas estrictas: nadie puede jugar más de un mundial en su vida. Existen suficientes desamparados para renovar los planteles.

* Publicado en la revista Mundo Diners en noviembre de 2011.



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2 comentarios

  1. Qué interesante este editorial. Me encanta que los jugadores vienen de unos pasados complicados, trastornados. ¡Bien bonito todo!

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  2. Querida SK, gracias por otro comentario generoso. Cómo va todo por la gran Babylón? No he entrado al laboratorio fotográfico en unos tres meses, pero quiero retomarlo a partir del próximo año. Seguro te mostraré cosas.

    Un abrazo.

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