Ese día

domingo, septiembre 11, 2011


Yo estaba en Nueva York. Aterricé la noche anterior, el 10 de septiembre, a eso de las 23h30. Venía de Londres luego de recorrer Europa durante casi tres meses, me había separado de dos amigos que habían tomado hacia Marruecos y mi intención era conseguir algún trabajo y quedarme hasta diciembre de ese año para recuperar algo del dinero que había gastado en el viaje, pero hacia el final del día siguiente supe que eso no iba a ser posible.

Debido al cambio de horario, esa mañana me levanté temprano, esperé a que fuera hora de que abrieran los supermercados y fui a comprar leche y cereal. En las calles del barrio Rego Park, en Queens, la gente vivía como de costumbre. Si hubiera otra forma de decir que todo iba muy normal, la anotaría aquí mismo. Regresé a la casa de mis tíos, donde me alojaba, cargando la leche, el cereal y un litro de jugo de fresa con naranja. Cuando entré, advertí que en el televisor que estaba en la sala y que siempre permanecía encendido para que sus gatos tuvieran con qué entretener su vejez aletargada, se veía que de una de las Torres Gemelas salía humo. Ojeándolo de lejos y al andar, como tantos más pensé yo también que eso debía ser cualquier cosa menos lo que era. Posada en la cocina la bolsa de supermercado, me dejé atraer por las barras informativas de pie de pantalla que anunciaban alguna urgencia inusual. En lo que intentaba seguirles el paso tratando de atrapar lo confuso que empezó a bombardearse como información inicial, frente a mis ojos se estrelló el segundo avión contra la torre sur. 09h02. Regresé a ver a mi lado, los gatos parecían esculturas de mármol. Al segundo siguiente, con un grito de duda llamé a mi tío que estaba en su habitación sin todavía enterarse de nada. Nos instalamos los dos frente al televisor y comenzamos a procesar, cada uno hacia dentro, lo que podía estar ocurriendo. De a poco las palabras y los gestos comenzaron a salir, más o menos irracionales, en reacción a ese marasmo de confusión que se transmitía en vivo: insultos, golpes contra la mesa, interrogantes sin ningún acercamiento a ese cosmos del terrorismo que para entonces no hacía parte de nuestra forma de concebir el mundo. Las primeras elucubraciones hacían pensar en un accidente inaudito, aunque los dos choques seguidos ponían el asunto en la más turbia indefinición. Pararse y dar vueltas por la sala, tomarse la cabeza e intentar aterrizar la lógica, no servía de nada. Y en medio de eso, un destello urgido que disparó las alarmas: mi primo que trabajaba en la fiscalía de Manhattan, a pocas cuadras del lugar del atentado.

Las llamadas llegaban a nada, el buzón de mensajes activaba su saludo cordial que luego daba paso a un silencio insoportable. Al mismo tiempo, todos los teléfonos al alcance comenzaron a sonar y al otro lado las voces con el llanto ahogado. En los minutos siguientes, que fueron desesperados por la saturación en la red celular, localizamos a quienes hacía falta, menos a mi primo, que permanecía sin mandar señales.

Al cabo de dos días empecé a visitar las plazas y parques donde la gente comenzó a reunirse para permanecer en vigilia en memoria de quienes hasta ese momento estaban desaparecidos. Las labores de rescate y los reportes todavía no informaban de víctimas identificadas. La esperanza, dentro de todo, aún se mantenía. Esos parques, donde normalmente se jugaba baloncesto o se pasaba la tarde mientras los niños jugaban en pequeñas playas de arena, se convirtieron abruptamente en lugares de culto, de oración y de lamento colectivo. Por la noche, aún bajo las tímidas lloviznas de ese verano que se iba, los neoyorquinos, que para ese momento no se dividían entre directa e indirectamente afectados, llevaban velas envueltas en bolsas de papel, fotografías de sus cercanos y carteles con remembranzas que juntaban en un solo montón como para acumular las angustias.

Las zonas normalmente más frecuentadas fueron cerradas para todo tráfico motorizado y pocos eran los que se atrevían a cruzarlas aunque fuera a pie. La sensación que quedaba era la de querer evitarlas por temor o por preferir mantenerse alejados de esos espacios emblemáticos puestos en crisis. Caminar por la Quinta Avenida vacía, como en un domingo de censo forzado, fue un ejercicio para desafiar las certezas. En ese momento, todo parecía posible.

A medida que pasaban los días el perímetro asegurado se iba abriendo hacia el sector siniestrado, y si bien la propia Zona Cero quedó en adelante inaccesible, el área hasta donde se podía llegar como ciudadano común ya mostraba los efectos directos del ataque. Autos y paredes quemadas, escombros de hormigón, efectivos de rescate en plena faena con el cansancio y el dolor acumulados en los trajes de asbesto, y en los postes y esquinas miles de fotos, de flores, de notas desesperadas que pedían a un alguien inasible que regalara noticias sobre los suyos.

Empecé a tomar fotografías con la primera cámara que había comprado, casualmente, en esa misma ciudad hacía un año. Al revelado, las tomas de película a color mostraron lo furtivo e inseguro de los disparos, y ahora que las recuerdo -sin poder verlas directamente por no tenerlas cerca de mí- siento el retorno de una sensación marcada por las texturas: la de las flamas vueltas llagas sobre las paredes, la de la esponja derretida de los asientos de los autos que habían explotado, la de ese polvo tóxico amontonado sobre las mascarillas de los bomberos, la de las fotos de los desaparecidos meciéndose sobre los postes con ese viento rezagado del verano.

Dos semanas después del 11 de septiembre reabrieron los aeropuertos y regresé a Quito. La última fotografía que realicé con ese rollo de 36 tomas fue la de la mochila verde de mi primo, lista en una esquina de su departamento para cuando fuera necesario. Cuando al fin contestó su teléfono hacia la noche de ese día, nos contó que le habían llamado de la base donde estaba destacado como agente de reserva de los Marines, y que le habían ordenado mantenerse en alerta porque seguramente lo iban a necesitar en las próximas horas. Meses después, la noticia sobre él fue que debía irse a Irak. Alcancé a decirle que lo lamentaba.

Cuando pude conversar con mis amigos que se habían ido a Marruecos acerca de cómo recibieron ellos la noticia siendo que habían llegado a Rabat el mismo día de lo ocurrido, me contaron que en el aeropuerto tomaron un taxi que los llevó hacia el centro y que en el trayecto, mientras la radio informaba algo con alaridos incomprensibles, el taxista les contó en inglés lo que había pasado y les explicó que por eso era que esa gente que ellos veían alborotada a lo largo del camino festejaba y aplaudía. Nunca, me dijeron, habían percibido al mundo tan distinto.

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6 comentarios

  1. Pues, enseñanos la foto de la mochila verde! Muy bien escrito este ensayo...me gusta leer tus palabras.

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  2. Hey SK,
    gracias por tu visita y tu comentario. No tengo esas fotos conmigo, las dejé bien guardadas en Quito, pero cuando las vuelva a ver te prometo subirlas.

    Me gusta mucho la foto de cabecera de tu blog, yo tomé unas parecidas en Austin, pero en digital ;)

    Un abrazo.

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  3. Hola Sa Lluna,
    gracias por tu visita y tu comentario.

    Un abrazo también.

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  4. Interesante tu perspectiva. Ya me estaba asustando por lo que tu primo no asomaba. Yo ese día estaba trabajando en la mecánica de mi tío, como cargador. Summer job.

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  5. Hola Francisco (te dicen Gringo, ¿no?),

    Yo también me asusté por mi primo, pero creo que más cuando se fue para Irak.

    ¿Tú también estabas en NY ese día?

    Saludos y gracias por la visita.

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