Kevin y Robi: un versus de media semana

viernes, octubre 22, 2010

Si no es que se trata de alguno de los pocos festivales que existen en Quito, no es usual que se den dos buenos conciertos a día seguido, y menos que, siquiera uno de ellos, sea gratuito. Bien por esta semana de noches frías. Bien para aplacar la momentánea clausura del QuitoFest (que ya regresa).


Kevin Johansen / Martes 19 de octubre de 2010, Plaza del Teatro, Quito.

Ese humor Cholomachine



La joda y el lenguaje popular con dobles sentidos ("Gracias por estar aquí…The Nada..." –refiriéndose a su banda-), los estereotipos que en la clase media alta latinoamericana se juntan en una simbiosis culposa entre lo intelectual y la cholería, entre lo gamín y lo fresón, eso tan actual en el grueso del público que lo sigue; ese síntoma de que "no me gusta el reguetón, pero lo bailo hasta abajo y con malcriadez cuando la fiesta está arriba y los tragos adentro"; eso y el rejuntar, medio en broma medio en serio, estampas de folclor latino con cromos de pop anglo en varias mezcolanzas perfectas de exaltación a las culturas populares (Atahualpa, you funky!, McGuevara o Che Donald´s, las geniales versiones de Hotel California y Take on me tocadas a dos charangos); eso y algunas otras claves de amiguismo público bien manejadas conforman el compilado de herramientas con las que Kevin Johansen, nacido en Alaska, escolarizado en San Diego y musicalizado en Buenos Aires, convence a bastantes.

Las bromas de insinuación gay y las de afinación queer (“Daysi, qué travesaño…” –mientras a sus espaldas se proyectan imágenes de algún desfile de orgullo trans en el que él participa como veedor y jugueteante); los sufrimientos del corazón llevados a la ironía y a un contraataque bien macho (“…desde que te perdí me dicen el Hugh Hefner aragonés…”) y los derroches de demagogia que para este punto son patrimonio comunal de las artes del espectáculo (una guitarra rosada con estampe de Hello Kitty anticipando una “canción de protesta” que más bien es una burla de eso), podrían resultar fastidiosos por la cursilería y lo trillado si encima, como puesta en escena, la plasticidad de los cuerpos los exacerbara en plan vacilón, pero debido a que el show es bastante recatado, parco por momentos, cualquier insinuación o puyazo de graciosismo quedan en el discurso. El discurso pone el show. El show es ese discurso bien modelado y expuesto con autoridad de cantautor. Pero es eso y, por supuesto, es la música, que en el caso de la inmensa banda The Nada se va por encima del bien y del mal. Su carácter “desgenerado”, como le llaman a la apertura de sus fronteras entre géneros, hace que se paseen con alta solvencia, con una maestría y un sonido bastante particulares y forjados en las horas y horas de prácticas, entre una cumbia andina con clave de son y un funk semi eléctrico y de eso a un bolero bien templado y adulón. La capacidad de multiinstrumentistas de varios de sus ocho miembros, su soltura para manejar baquetas o rasgar cuerdas cuando hace falta, y la entrega honesta de cada uno para plantarse en un escenario a trabajar, a hilvanar buena música, hacen que los artilugios del verbo y las fórmulas predecibles para encantar con facilidad no opaquen al paquete entero.   

Johansen es un zorro caminado, es dúctil y maleable con la música, la lírica y el mercadeo, se las sabe varias y ha podido sacarle una vuelta a su proyecto que todavía no agota la prescripción.





Robi Draco / Miércoles 20 de octubre de 2010, Discoteca La Juliana, Quito.

En su avatar oscuro





A Robi Draco le encanta su papel de vagabundo por el mundo. Cuando se presenta en vivo, su mundo es el escenario y su guión es deambular en unos cuantos metros cuadrados, interactuar inquieto con sus amplificadores, su guitarra y sus pedales de efectos, cruzar señales programadas o improvisadas con sus músicos y hacer sentir que ese otro mundo, el del público que lo aclama, le importa menos.

Un miembro de su equipo no le quita la mirada de encima desde su posición junto a la consola de monitoreo. Mantiene un sonrisa apagada y cabecea arriba abajo en la misma frecuencia que el cantante. Le lleva el pulso, le cuida a la distancia, pero es como que estuviera esperando algo.

Robi Draco y su banda están ante no más de 400 personas. Muchas de ellas, especialmente de ellas, lo fueron a ver a él, quizás a corear Más y más o “qué lejos tú, qué lejos yo…”, pero les interesa más la efigie, el hombre, y se lo gritan: ¡Papito!, ¡Robi, te amo! Robi apenas ha saludado tras la tercera canción y permanece sentado en un taburete de baterista que gira según su vuelo. Para atrás, para encontrarse con el Marshal que adora y acercarle seductoramente su Gibson con tapa de destellos plateados. Para adelante de nuevo, para aplastar con la punta de sus zapatos de tacón mediano algún terminal del amasijo de perillas que tiene a sus pies. Para los lados, para mirar a ninguna parte. Para girar otra vez, de vuelta a su centro.

¡Robi, te amo!, y Robi levanta la mirada de los pedales que está acariciando, gira la cabeza hacia su derecha, sonríe por primera vez y devuelve un ¡Te amo, mi amol!

Ha pasado la mitad del concierto y Robi ha permanecido sentado, queriendo explotar a ratos, pero conteniendo sobre su asiento el traqueteo del motor que le da vueltas en la cabeza. Sobre el escenario no hay otra parafernalia que el telón de terciopelo vino que cuelga desde el techo y llega a rozar la tarima. Las luces espectaculares han permanecido quietas y apenas hay dos reflectores rojos que refuerzan aún más esa sensación de ataúd. Muchos, estoy seguro, estamos pensando en Kurt Cobain y en el monumental concierto unplugged para Mtv. La diferencia es que, a pesar de llevar una curvatura de espalda similar a la de Cobain, Draco y su banda esta noche van con el galope bien enchufado. Es una banda de grunge, por momentos es de metal y la efigie que dirige el acto se siente a gusto con el poder de las estridencias. Vive con placer en ese mundo y sus músicos de campeonato le dan con todo a sus instrumentos. Lo complacen. Y él devuelve cabeceos más duros y un apretujón de dientes con mueca de éxtasis.

Se suelta para hablar por primera vez. Dice que ha visto varias chicas lindas esa noche, que ha comido mucho y muy bien, y que se tomó ocho tazas de té de coca luego de que el primero le sentó bien. Siempre agradece públicamente cuando alguna sustancia que se le proveyó le ha hecho buen efecto. Cuando lo vi en 2005 en el cierre del Rock al Parque, salió al escenario con un morral cruzado al pecho, con los ojos adormecidos y la voz oscura. De pronto, tras un repique de ese baile en el que quiebra los pies en zigzag y serpentea la cadera en una amalgama entre los contorneos de Mick Jagger y los de Axl Rose, pero con pólvora de otro calibre, agradeció a los colombianos por haberle regalado esa “bolsa de alegría”. Pocos saben lo que contenía esa “bolsa de alegría”, pero las 80 mil personas que lo escuchaban ovacionaron el gesto. Por acá, de igual manera, el público explotó en júbilo al saber que lo que fuera que haya sido ese tesito de coca, le hizo bien. 

Es la tercera parte final del concierto, Draco sigue sentado y el miembro de su staff no le ha despegado la mirada. Sigue traqueteando la cabeza a su ritmo, pero esta vez acompaña con una air guitar que manipula con ganas a la altura de su vientre, el riff de la guitarra líder de la banda. El ánimo ha subido en todos, el cabeceo es más duro y cuando la explosión es incontenible Robi empieza a levantarse y su asistente, que esperaba que eso al fin ocurriera esa noche, eleva su mano como acompañando la incorporación del cantante, y cuando se pone de pie y empieza sus serpenteos de rock, aprieta el puño y pega un golpe en el aire: “esa es, broder, vamos ahí”.

Parece que nadie sabe los giros que puede tomar un concierto de Draco.

Al final, apenas una hora y cinco minutos de concierto. Mucho rock, mucha pesadez. Corto y conciso. Directo al pecho. Pero es comprensible que por 41 dólares mucha gente se haya quedado con ganas de más. Y más.


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