El crucifijo de Vizuete

domingo, octubre 18, 2009



(Imagen tomada de www.dolfistore.com)



Por bronca y voluntad me había preparado para escribir sobre el Vizuete ganador, el estratega (y también la gran persona) que en más de un partido demostró saber de su oficio, a pesar de los reproches desmedidos que a ratos soltaron algunos periodistas y sobre todo tantos hinchas de a pie. Sobre ese Vizuete, aquel del que la prensa dice que es falto de carácter, liderazgo, pantalones y roce, y del que los hinchas dicen que es sobrado de longués, cholés y runés, es que me disponía a escribir. Sobre él y sobre quienes seguramente iban a empezar a reconocerle méritos técnicos tras la victoria contra Uruguay, a pesar de antes haberle longueado hijueputeadamente porque por esas casualidades de la vida no se carga la pinta de Luis Fernando Suárez, y mariconeado porque dizque se deja mangonear del Bam Bam y del Quinito. Sobre ese Vizuete y, con algo de rabia, sobre esos periodistas y esos hinchas racistas e irrespetuosos es que me proponía a escribir. Lamentablemente hoy no puedo hacerlo, y no porque no le hayamos ganado a Uruguay ni porque deje de considerar como desatinadas ciertas opiniones que pública y privadamente se han vertido sobre Sixto Vizuete, sino porque, para este momento, existe otro factor que me llama la atención por encima, inclusive, de la misma eliminación de Sudáfrica y lo que esto implica: es el Vizuete fanático de los poderes divinos, el que hace sudar en su mano derecha un crucifijo de madera durante 90 minutos y el que puertas adentro de la concentración contagia de palabras celestiales a los muchachos, como esperando –y posiblemente creyéndolo- que el de arriba de metiendo el balón.

Antes del partido contra Uruguay leí en El Comercio una nota que hablaba de cómo Vizuete motiva a los jugadores con pasajes del evangelio y cómo éstos se han tomado las paredes de los pasillos del complejo de Parcayacu, inscritos en carteles alegóricos de esos que uno ha visto colgados cuando por cualquier azar le ha tocado visitar la primaria del colegio Spellman de señoritas (mi hermana estudió ahí unos cuantos represores años, por eso lo digo).

Se conoce de la estrecha relación que los deportistas mantienen con sus hábitos religiosos y de cómo los vinculan en su cotidianidad profesional: se salta a la cancha persignándose, abriendo los brazos para entregarse al cielo mientras se lo mira con ofrenda; los goles se cantan mirando arriba e igualmente se sale del campo agradeciendo con una señal de cruz que se dibuja en los pechos transpirados.

Allá cada uno con su fe y sus costumbres, podríamos decir, allá los hábitos de cada quien y las creencias que cada uno mantenga para sostenerse espiritualmente fuerte, pero ya sabemos lo que en el mundo han causado la fe y el fanatismo cuando han tomado forma de aparatos colectivos, de ejércitos de fieles, de dogma, de doctrina y de precepto. De estructura de conciencia, de matriz de emociones y de brújula de acciones.

Evidentemente ni de lejos comparo la táctica de incentivo espiritual de Vizuete con las directrices disciplinarias de una secta, pero sí reparo en la forma en que al interior de la Selección la encomienda a los poderes divinos parece haberse convertido en razón de empresa, una empresa en la que, evidentemente también, cuenta más, por no decir solamente, lo que con táctica, técnica, talento, orden, disciplina, potencia y, sobre todo pragmatismo y nada de entelequias, se pueda hacer durante 90 minutos.

Jugué por algunos años en la selección de fútbol del colegio católico donde estudié, y más allá de las alabanzas que el entrenador o los jugadores pudieron haber exteriorizado antes de cualquier partido a manera de grito de guerra a la vez que de energizante espiritual, y a pesar de que la que en esas circunstancias se disponía a competir era una institución religiosa, nunca sentí que parte de la táctica de juego planificada o del proceso de maduración y fortalecimiento como equipo de fútbol fuera una entrega devota y enfebrecida a una imagen divina o a sus imaginados poderes ulteriores. En otras palabras, en ese equipo de fútbol la encomienda a alguna supremacía religiosa jamás llegó a convertirse en dogma o en estrategia de juego. Si algún dogma había era el mismo fútbol y las estrategias no pasaban de las buenas o malas directrices que podía demarcar el profesor de educación física. Lo que cada uno creyera por dentro y las individuales invocaciones que uno hiciera se quedaban en ello, en la circunspección libre y personal. Jamás se convirtió en política de estadio, por lo tanto, jamás pesó en lo que dentro de la cancha los 11 jugadores y desde la banca el resto del equipo pudiéramos hacer con nuestros cuerpos y nuestras mentes.


(www.hoy.com.ec)


(www.futboladicto.com)


Pero me parece que en la Selección ecuatoriana durante la era Vizuete bastante peso tuvo el componente de la cábala, la alabanza y el sortilegio orquestados desde la dirección técnica. Tengo la sensación de que la banderita, la bufanda y el crucifijo nunca fueron meros accesorios de patriotismo (¿demagógico?) y que la enorme significación simbólica que se les atribuyó desde su voluntario albedrío no quedó como simple resguardo de un plano de reconforte anímico, sino que de ser abstracción pasó a encarnarse (“hacerse carne”) en el chip de fortalezas con el que los muchachos saltaron a la cancha y con el que el técnico guardó posición en su área mientras apretaba el crucifijo. Un chip de aquellos que se incorporan en la conciencia y que le llevan al fanático, una vez ya sumergido en las movedizas arenas de la fe, a emprender cualquier acción anticipando y anticipándose a sí mismo un inexorable “que sea lo que Dios quiera”. Y cuando eso llega a darse es cuando ya deja de contar -o ya no solamente cuenta- el capital acumulado de táctica, técnica, talento, orden, disciplina, potencia y, sobre todo, pragmatismo y nada de entelequias que, según yo, es lo único que sigue siendo capaz de determinar lo que pase o deje de pasar durante 90 minutos de vértigo.

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