Los príncipes también lloran (no se supo porqué)

jueves, marzo 19, 2009




Esto va por la pura gana de engordar el anecdotario.
Carlos y Camila caminaron desde el Palacio de Gobierno hasta la Iglesia de La Compañía. Antes de eso, adentro del Palacio, le habían ofrecido al vicepresidente Lenin Moreno interceder para que las Islas Galápagos reciban la debida remediación a sus dolencias ambientales y así pueda salir de la lista de patrimonios naturales en peligro. De paso, Moreno había abogado para que el Príncipe interviniera ante la comunidad internacional y así de una vez por todas se decida a apoyar el proyecto ITT (Ishpingo – Tambococha - Tiputini), es decir, para que done la suficiente cantidad de dinero y entonces no nos veamos obligados a explotar los recursos petrolíferos que yacen bajo su territorio.
Carlos y Camila pasaron el arco de honor que les dibujaron con sus sables los Granaderos de Tarqui. Bajaron las gradas laterales del callejón del Palacio en dirección sur de la calle García Moreno, y en ese instante las cámaras fotográficas empezaron su frenético ametrallamiento en pos de una, tan solo una buena toma de la pareja con Carondelet de trasfondo. Pero no faltaron los camarógrafos de televisión y los agentes de seguridad que se cruzaron ante los lentes y arruinaron los primeros disparos. La seguridad de la embajada británica nos había advertido, muy detalladamente, que apenas la pareja asentara sus lustrosos zapatos sobre la última grada (mirándolo desde arriba), nosotros, los fotógrafos, debíamos replegarnos brevemente cerca de la cruz de piedra que está frente a La Compañía, pero nadie lo hizo de inmediato sino que acompañamos, caminando de espaldas, los pasitos que el matrimonio real fue dando hacia el frente sobre la calzada de la García Moreno ese domingo nublado.
Carlos y Camila caminaban de a poquito en medio de un cordón de seguridad compuesto por rubios de terno gris y mestizos de prendas camuflaje. A pesar de la fuerte custodia los fotógrafos pudimos acercarnos de cuando en cuando hacia la pareja para disparar con el modo en ráfaga a ver si por ahí se colaba alguna toma decente. Y eso precisamente ocasionó un leve caos. La seguridad, al no ponerse demasiado rigurosa –lo cual siempre será preferible a una represiva e intransigente- permitió que al mínimo espacio encontrado nos abalanzáramos para tratar de obtener el mejor plano. Pero a eso nos abocamos decenas de fotógrafos al mismo tiempo, entre tropezones, choques de lentes (en un momento, tras un golpe con otra Canon, la mía terminó apagada sin que me diera cuenta) y forcejeos cuerpo a cuerpo como disputando un balón, pero entre colegas que se tienen consideración.
Mientras andábamos en esas lo que se vivía en los andariveles laterales de la calle era casi una fiesta. Una personera de la embajada británica se había asegurado de repartir entre toda la gente que esperó al menos dos horas bajo ese sol hipócrita de las tardes encapotadas, unas banderitas de Gran Bretaña para que las agitaran a manera de saludo cordial cuando pasaran el príncipe y la condesa frente a ellos (raro, mientras en Brasil los saludaron con la verde amarela, aquí repartieron la británica en lugar de la tricolor).





Mientras yo caminaba de espaldas y mantenía mi índice derecho en presión, escuchaba que desde los costados se avivaba con confianza ¡Carlos!, ¡Camila!, ¡Bravo, bravo!, y se aplaudía y se agitaba más y más las banderitas del Reino Unido. Los rubios de traje gris pedían en espanglish que siguiéramos caminando hacia atrás y los soldados de esta patria hacían los mismo, con calma y añadiendo al final de la frase el refinado “señor”, o sea, más o menos, “siga para atrás, señor”. Continuaban los forcejeos entre colegas y uno que otro con la seguridad, a la que una de las más respetadas fotoreporteras del país empezó a punzarles con sus perspicaces argucias para que le dejaran el panorama limpio: “Deje tomar una fotito, vea, amigo, no sea así, solo unita” , pero nada que le hicieron concesiones.
En medio de ese trajín, con el ruido a los costados y las banderitas agitándose en el aire y provocando una especie de parpadeo colorido, como el del aleteo de los colibríes, pero sin ese glamour; ante las vivas que continuaban: ¡Camila!, ¡Camila!, alguien, con voz de varón (juro que lo imaginé mestizo, de estatura media, con bigote, gorra de sol, lentes y ropa deportiva… tal vez por haber sido domingo de ciclopaseo) gritó ¡viva Diana, carajo!, y en ese instante posé mi atención en la pareja por si reaccionaba ante la arenga, pero, no, ellos estaban en otra, sobrecogidos ante la recepción de la gente, aún caminando quedito y un poco encorvados y sin poder centrar su vista en un solo punto, rompiendo las filas de seguridad –rompiendo protocolo, gustó decir después en los medios- y dando la mano a los noveleros que también rompieron el perímetro de los policías y se abalanzaron a extender sus saludos. Y, por sobre eso, los príncipes estaban llorando. Los dos.



Mientras agitaba su mano izquierda o la estiraba para apretar alguna, con la derecha Camila se secaba las lágrimas, se tapaba la boca como ahogando el asombro o disimulando una risa nerviosa y salida de control ante la emoción. Carlos no saludaba, solo se restregaba los ojos mientras mantenía una media sonrisa igualmente inquieta y dejaba que la piel se le coloreara aún más (vaya que don Carlos lleva el cutis rosáceo bastante hirviente. Y ahora sabemos que cuando llora se le pone, lo que se dice, camarón).



No creo que la arenga por Diana los haya quebrado en llanto, seguramente no la escucharon, y aunque a mí eso me pareció lo más interesante de la tarde (es decir, se debe ser bien fanático de Diana para salir a ver a los príncipes caminar y entonces soltarles semejante declaración de principios, a la manera de: “Diana es la propia, ustedes no”), la explicación-curiosidad-anécdota sobre el lloriqueo, según yo, radica en la emoción que les explotó al ver tanto novelero saludándoles y clamando sus nombres. Las chispeantes banderitas de su reino seguramente ayudaron, si no, no encuentro otra explicación. En Brasil Carlos bailó con una india amazona e hizo trekking en la selva, pero no lloró.
Llegaron a la Iglesia de la Compañía y desparecieron de las cámaras y de los adulones. Mientras esperábamos a que salieran para hacer las últimas tomas junto al alcalde (esas imágenes indispensables for the record), una señora, llorando también, hablaba por su celular y le contaba a alguien que había logrado entregarle una carta en las manos a Camila -y, por supuesto, que las había tocado-, y que estaba muy emocionada por eso. Lloraba. Pero sin ser eso suficiente, su plan era dirigirse ese instante a la base aérea para ver si podía despedirse de la pareja antes de que partiera para Galápagos. Lo estaba planificando bien. Con la persona con la que hablaba por teléfono estaba evaluando la mejor ruta para evitar el tráfico. Lo hacía en serio mientras se secaba las lágrimas emocionadas.
Pasaron más de 30 minutos y la pareja se aprestaba a salir de La Compañía. Los fotógrafos retomamos posiciones y en la vereda del frente se empezaron a escuchar de nuevo los murmullos: “Ya salen, ya salen”.
Los policías pedían espacio y acomodaban a la gente, luchaban por mantener la calma. Había un Jaguar verde esperando al pie de la iglesia. Los policías le hacían guardia para que nadie lo estropeara. Estaba reluciente. Aún así, algunos entusiastas agarraron a sus hijos pequeños y se hincaron frente a él para que sus esposas los inmortalizaran con una foto frente al Jaguar del Príncipe.
La pareja real iba saliendo mientras se despedía del Canciller del Ecuador, del Alcalde de Quito y del Vicepresidente. Camila empezó otra vez a mirar al frente y a agitar su brazo a medias extendido. Los policías habrían campo, replegaban a la gente y a los fotógrafos hacia los costados armando un callejón para que el matrimonio llegara a salvo hasta el Jaguar. “Para atrás, señores, para atrás, por favor” , pedían los policías razos. “A ver, señores, para atrás, por favor, y nada de lanzar zapatos”, dijo un jefe.

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3 comentarios

  1. jajajaja eso de "nada de lanzar zapatos" no te lo creo jajaja pero como anécdota está buenísima

    hasta ahora entiendo el llanto de los príncipes... ¿los conmovió el saludo tercermundista a su realeza?, ¿las banderitas?...

    igual divertidísimo estar ahí no?

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  2. Sí, loco, te juro que es verdad. Yo me cagué de risa, pero claro que al personal de seguridad de la embajada no le causó gracia la bromita.
    Y, sí, fue divertido darse cuenta de que ese veterano se revolcaba con Diana.

    Saludos.

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  3. te pasaste con esas fotos.

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