El anillo de oro

domingo, febrero 15, 2009


Imagen tomada de http://www.joyacord.com/images/leyes.jpg
Me anima a escribir este artículo la incontenible curiosidad de saber por qué.
Según la National Geographic, en toda la historia sólo se han obtenido 161 mil toneladas de oro, apenas lo suficiente para llenar dos piscinas olímpicas. A ello se han abocado empresas explotadoras que trajeron a la contemporaneidad la valoración casi mítica que en la antigüedad le dieron al metal, por ejemplo, los faraones. Por eso revientan suelos y acaban con los ecosistemas, generalmente de países en vías de desarrollo, en una arremetida que va desde Mongolia hasta Perú. En esto también intervienen millones de mineros artesanales que producen el 25% del oro del mundo y que, si bien sostienen a sus familias con la remuneración de la minería, más es lo que pierden que lo que alcanzan a acumular tras pasar la mitad de sus vidas inmersos en los tuétanos de la tierra. Los orificios descomunales de las excavaciones, se dice, se alcanzan a ver desde el espacio por medio de satélites. El mercurio, que se utiliza para separar el oro de la roca, se disemina en el ambiente en forma de gas y líquido, y ya se sabe de sus crueldades tras el mínimo contacto con el organismo humano. De modo que alrededor de la explotación de oro, como de muchos otros metales y minerales arrancados del suelo sin las adecuadas medidas de reducción de impactos y remediación ambiental, yace una profunda problemática social y ecológica de alcance planetario. Cacho viejo, podría decirse.
Ocurre que el Comité de Empresa de la Corporación Nacional de Telecomunicaciones (CNT) presentó al Conatel un pliego de beneficios laborales que demandan sus 24 mil empleados. Entre las exigencias están un bono mensual de 100 dólares por concepto de “comisariato” para cada empleado; otro de 150 dólares para los trabajadores que cumplan 15 años de labores, mientras que para quienes alcancen las bodas de plata con la institución se exige uno de 250 dólares y, como adicional, nada menos que un anillo de oro de 18 quilates. Ahí la curiosidad.
La exigencia de beneficios monetarios por antigüedad y bienestar familiar sorprende menos. Sobre lo otro, ¿qué le lleva a un funcionario a anhelar que se le otorgue un distintivo valorado por convenciones del mercado y la cultura? De esto podría desprenderse una reflexión sobre los sentidos que conducen el desempeño de funciones en el sector público, el habitus burocrático, diría Bourdieu, y sobre la manera en que están construidas las valoraciones de sanción y recompensa del ejercicio laboral. En más, para responder a mi curiosidad podría atreverme a ensayar lo siguiente: en el tejido burocrático las lógicas de distinción se basan más en la acumulación de capital simbólico que en el relucir de las propias competencias profesionales. No por nada ha sido tradición, a manera de “estímulo honorífico”, entrarle en algunas dependencias a eso de las chapitas, los botones y las escarapelas. Puro dispositivo maquinador de prestigio, de anhelada diferenciación de clase. Obtener una onza de oro, cantidad necesaria para confeccionar, por ejemplo, un anillo de matrimonio (¡las bodas de plata!), obliga a extraer más de 250 toneladas de roca y mineral.
La acumulación de capital simbólico más allá del bien y del mal.

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