Quito corazón

sábado, diciembre 06, 2008


Confieso que soy un hincha de esos esporádicos, de los que al Deportivo Quito le atribuyen por montones, los que están ahí, agazapados y sin hacer mayor alharaca, pero siempre presentes, de pensamiento, palabra, obra y omisión.
La verdad es que, en general, no soy muy fanático del campeonato nacional (eso no tiene nada que ver con el fútbol en sí, como deporte, espectáculo y hasta empresa), de hecho, me parece bastante mediocre, si no, imaginemos (solo imaginemos, será suficiente) un partido… Espoli versus Deportivo Cuenca, o uno tipo Técnico Universitario contra Emelec: somníferos animados. Con esto no quiero decir, sin embargo, que uno Nacional versus Deportivo Quito o uno entre Barcelona y Liga necesariamente sean intensos y por ende entretenidos, debido -y como consecuencia directa de eso-, a su historia deportiva, a los recursos económicos con que cuentan y a las contundentes hinchadas que los apoyan. Entre todos los equipos se dan cotejos para el olvido, y lo peor, con mucha frecuencia. Es más, estoy seguro de que la mayoría de partidos del campeonato local de cada año, sin que importen los contendientes, tranquilamente podrían ser archivados en el fichero del “no va más”. Esto sumado al contexto estructural del fútbol, es decir, a las presencias y ausencias de personas, fuerzas y códigos, o sea, a la labor de -entre otros- la prensa deportiva, la dirigencia de los equipos y las reglamentaciones que establecen un marco disciplinario maniobrable a gusto y discreción de los poderes, hace que muy personalmente sienta antipatía por una manifestación cultural-lúdico-competitiva que más bien debería entretenerme.
No obstante, para resarcir esa tibieza del espectáculo hay, por un lado, las etapas finales de cada campeonato, con lo que el costado netamente futbolístico se salva de vivir sucumbido en la inapetencia y, por otro, existen las maneras de encontrarle entradas interesantes a las debilidades apenas nombradas. Por ejemplo, a través de una mirada analítica del habitus cuasi mafioso de cierta dirigencia, o también por medio de la apreciación burlesca de los recursos triviales con los que el periodismo deportivo alcanza a hacer un programa diario por demás básico: las estadísticas Diners; los recuentos de la temporada con tomas de archivo; los dimes y diretes entre técnicos y jugadores; las patéticas frases trilladas de Roberto Omar Machado.
En fin, como dije, afortunadamente existe la recta final de los campeonatos y su carga emotiva que reúne a la hinchada extendida. En esta edición participé yo, entre los miles de esporádicos que reactivaron su cariño por la institución, sin que eso signifique, desde ningún punto de vista, que a última hora “me subí a la camioneta” de la euforia, pues desde pequeño he sido hincha del Quito e incluso fui parte de las divisiones menores, allá por el año 86, cuando la camiseta oficial del equipo se confeccionaba cosiendo una tira de tela azul a una roja y así sucesivamente, y la Q blanca sobre el corazón era una pieza troquelada con fino pulso y pegada a la prenda a manera de parche: época de Aguinaga, De Lima, el “dardo” Pérez y el “colorado” Barreto; época en la que me otorgaron un diploma -que hasta ahora guardo- cuando salí de la Escuela de Fútbol, así como un vinilo de 45” con dos cánticos de tribuna, uno a cada lado, que está instalado en la rockola que tienen mis papás en su casa, y que de vez en cuando hago sonar para recordar las letras que de pequeño aprendí de memoria:

Y dale, dale, y dale Quito, dale, dale
Y dale que es el delirio de la afición
Tienes una defensa que causa miedo
Con una línea media que es sensación
Sus cuatro delanteros escurridizos
Van hilando jugadas con corazón


Volviendo al presente, estuve en el partido que el Quito, con un juego débil y mucha de la suerte que sus rivales le recriminan (es cierto, tiene buena leche), le ganó a El Nacional por 1 a 0. Luego me perdí el partido de la temporada -la gloria encarnada en 90 minutos de empuje masivo- en el que la AKD le ganó 2 a 0 a la Liga, porque tras un concierto que tuve con mi banda, en Guayaquil, el día previo, vino el festejo, la amanecida respectiva y la consecuente pérdida del vuelo. Me quedé con el ticket para Preferencia en la mano y tuve que conformarme con ver tan solo el primer tiempo por televisión, tumbado y deshidratado en un sofá del hotel boutique Manso, frente al Malecón 2000 atestado de guardias privados, porque luego tuve que ir al aeropuerto a ver qué otro vuelo pescaba para más tarde llegar a Quito a empaparme de los detalles de la faena. Mi familia entera había asistido y de ella mi padre y mi hermano, en un desfogue que considero curioso para sus personalidades, habían dejado escapar lágrimas de emoción y lanzado cerveza al aire teñido de una humareda azul grana (la vez anterior que vi a mi padre aflojar lágrimas de ese calibre fue cuando ganó las elecciones presidenciales el candidato de la revolución ciudadana. Y también me pareció curioso. Sobre mi hermano no tengo registros semejantes).
Sé también que, en un hecho histórico, ese domingo se registraron más hinchas del Quito que de la Liga, y que hasta algunos adscritos a la Muerte Blanca reconocieron que el ganador se mereció de largo el triunfo. Solo algunos, no los que provocaron los desmanes que provoca el fanático resentido.
Estando así, a un paso del campeonato, llegó el día de viajar a Latacunga. Tras aproximadamente una hora y media de espera en la fila de las boleterías, salí con cuatro generales para el estadio de La Cocha. Mi hermano, mi hermana, dos amigos y yo salimos de Quito la tarde del miércoles 3 a eso de las 5 pm. Llegamos con las justas, esquivando un tráfico que, a pesar de los pronósticos, tampoco estuvo excesivamente pesado. Yo tenía intenciones de acceder a la cancha para poder hacer fotografías a ras de césped, así que le encomendé a un amigo que está haciendo un documental sobre “los 40 años” desde la mirada de los hinchas, que me incluyera en la lista de personas que tendrían acceso al campo.


Logré entrar más o menos al minuto 10 de empezado el partido, tras convencer a doña Bety, la encargada de permitir el acceso a la prensa, de que no iba a hacer daño a nadie. La comitiva con la que viajé alcanzó a entrar a Tribuna a pesar de que sus boletos eran para General, porque para el momento en que llegamos el estadio estaba casi repleto. Incluso tuvieron que implementar tácticas del más civilizado puertazo, o sea, no darse duro contra la puerta de acceso sino entrar al estadio trepando el muro exterior. Así me desconecté de ellos.
Solito encontré un sitio junto al resto de fotógrafos, acreditados y con sus respectivos chalecos identificatorios color verde manzana, de las manzanas transgénicas de Monsanto, y ahí planté el trípode chigchigua que luego me robaron. Calcé a la cámara el lente 70-300 mm que tengo y empecé a disparar experimentando con las aperturas de diafragma y con las opciones manuales y automáticas de la Canon 30D. Era mi primera experiencia en fotografía de fútbol profesional al filo de la cancha. Mi equipo fotográfico, al lado de los de los colegas fotorreporteros de los diarios, era modesto y lucía en apariencia pequeño, el tipo de detalles que en los menesteres que involucran aparatos de tecnología pueden hacerle al menos provisto achicopalar frente a quienes poseen calibres mayores. Un asunto de dotación de artillería que en apariencia determina de entrada el ganador de las competencias, pero, nada, ya sabemos quién ganó en Vietnam y quién va perdiendo en Irak. Así que ahí le di al disparador sin ahuevarme, y más bien aproveché para entablar dialogo con los fotógrafos recorridos y preguntarles sobre los tips claves en ese tipo de fotografía. “Hay que estar concentrado y siempre siguiendo la jugada”, me dijo un moreno bajito que trabaja para el HOY, mientras echaba una calada a su cigarrillo y los colegas que tenía al lado le extendían una media de Zhumir durazno. Concentrado y siguiendo la jugada logré captar varias imágenes del juego que en verdad me dejaron satisfecho, entre ellas tres precisas y cargadas de acción, las de los tres goles del Quito: los dos que inflaron el marcador y el de Mamita Calderón que terminó anulado.


(Primer gol)


(Segundo gol)


(Gol anulado)

Terminado el primer tiempo di la vuelta olímpica antes de hora para captar tomas de las hinchadas: la culta barra bajo esa tribuna de Eternit, varias de la mismísima Mafia Azul Grana con sus insignes miembros y padrinos, una que otra del campo de juego y algunas del salto del equipo para el segundo tiempo.


Macará arrancó enchufado. Sus dos delanteros menuditos (no más de un metro sesenta centímetros de estatura cada uno, -claro, ni modo que los dos juntos-) se pasearon de arriba abajo doblegando en varias ocasiones a la defensa quiteña que, no obstante, bien ganado tiene el reconocimiento de la muralla más recia del campeonato (aunque propiamente lo de “Muralla” se le ha atribuido a la persona de Isaac Mina, antes y después de sus trenzas aerodinámicas, el mismo al que hoy también se le conoce como “La vecinita”, según él debido a la inventiva vacilona de Édison Méndez). Y así llegó el gol –de cabeza- de uno de esos pequeños crack-. Y así parecía que se nos aguaba la fiesta, porque, dejémonos de cosas, iba a ser turro que quedáramos campeones con un empate frente al Macará. Todos los que viajamos a Latacunga lo hicimos esperanzados en que la hazaña se completara redonda, o sea, con otro triunfo y, de ser posible, con buen juego y hasta con sus chichecitos de confianza como para cantar el ¡ole! en los segundos finales. Se completó lo primero, ganamos con un gol de diferencia gracias a una falla ¡garrafal! del arquero macareño (¿?) (para mí que se jaló al querer agarrar entero un balón que, para no hacerse líos, debió haber sido desviado de un puñetazo hacia arriba), un gol nada más y nada menos que de ¡Edwin Tenorio! (¿cuántos goles habrá marcado el esmeraldeño en su vida, tres, cuatro?). Pero a pesar del triunfo, tampoco esta vez el Quito mostró gran fútbol, es más, el segundo tiempo fue entero para el Macará, y más todavía, la misma hinchada del Quito, cuando pudo salir del sobresalto, comentó que hubiera sido justo que el Macará se llevara al menos el empate.
De todas formas, ganamos, y apenas Tenorio anotó su gol el equipo tras bastidores del Quito saltó entero al filo de la cancha, justo detrás del arco que resguardaba el Macará, y empezó a repartir a los jugadores juveniles camisetas alusivas al campeonato. El encargado de surtirlos era Carlos Enríquez, el antiguo arquero que hoy se dedica al negocio de la ropa deportiva y mantiene en Cotocollao una de esas tiendas que ofrecen todas las camisetas falsetas de los equipos europeos.

(En el centro, el ex arquero Carlos Enríquez alistando las camisetas)



La gallada entera empezó a saltar de emoción ya con las camisetas puestas, y con ella algunos de los fotógrafos que estábamos cerca y que resultamos ser hinchas del equipo. Por ahí aparecieron algunos suplentes, entre ellos Ebelio Ordóñez con una sonrisa apenas estirada, como que sin sentir lo mismo que el resto al no haber jugado ese partido (al menos esa fue mi impresión). De pronto se vino el pitazo final cuando yo estaba disparando el flash alrededor de lo que pasaba a boca de camerino. Entonces todos salimos corriendo en dirección desconocida pero como que en búsqueda de las figuras de la temporada y, por un reflejo de carácter gravitatorio, intuyo que también en dirección del centro de la cancha. Me pregunto si el resto de fotógrafos planearon anticipadamente sus movimientos tras el último pitido y decidieron a quién salir a buscar, o si arrancaron despavoridos como yo, trincados in fraganti por la turbamulta enardecida, para ver a quién encontraban en el camino.
Al primero que encontré fue al técnico Carlos Sevilla, hundido en la más majestuosa seriedad, con sus ojos casi cerrados, acorralado por dos chicas que se le colgaban del cuello y le gritaban ¡somos campeones, tío, somos campeones!


Un par de fotos ahí y luego a meterse en el torbellino de gente que quería un pedazo de Saritama. En el intento, muertos y heridos (es una exageración, claro). Querían arrebatarle la camiseta negra de la buena suerte y él no quería aflojarla. En los forcejeos él se molesta y casi reparte puñetes para defenderse de las decenas de personas que lo acorralaban (esto no es una exageración). Ahí mismo, quienes querían treparlo en los hombros para que viera la gloria desde arriba, por acomodarle le iban metiendo cabezazos en el mentón que le turbaban aún más.


Y él con la mirada perdida, en silencio, se sobaba los golpes y se defendía con los brazos debilitados como un pulpo agónico. Hasta que no pudo más y se desvaneció. Se dejó caer y se puso en cuclillas y se masajeó los ojos para enfocar de nuevo, o tal vez se tiró boca abajo sobre el césped o quizás fue boca arriba para tratar de agarrar aunque sea el aire enrarecido que le rodeaba, la cosa es que yo ya no pude verlo aunque estirando el brazo disparé y disparé por encima del tumulto. La gente se desesperó como él y empezó a empujar hacia atrás para darle aire, pero los avezados que no se percataron del incidente todavía querían su pedazo de Saritama y siguieron empujando para adelante. Era el mismo caos.


En eso, los ladrones que pululaban por la cancha hicieron su festín. Sentí que me sacaron la billetera del bolsillo trasero (sí, grave error tenerla ahí) y la desesperación me hundió completo, pero en ese mismo instante un comedido hincha y celebrador me señaló a quien me la había robado: un tipo de camisa blanca. Me metí tres metros entre la gente y lo agarré de la espalda, le pedí mi billetera viéndole a los ojos, ojos quemados, viscosos, lacras viejas sobre las mejillas, un bigotito maltrecho y un labio hinchado, lo que maliciosamente se dice carechoro, malísimo y con un currículum añejo que se le notaba en las cicatrices.
Recuperé mi billetera y tras el atracador se vinieron tres hinchas que a quiños lo sacaron de entre el tumulto, pero en el mismo embrollo perdí el trípode de mi cámara, alguien me lo arranchó y nunca supe quién fue. En serio, se vivía un festejo que se tornaba en desmán. Y por ahí, en medio de esas, se levantó Sari, algo recuperado, lanzándose la melena hacia atrás y tratando de esclarecerse los ojos. Alguien logró subirle a sus hombros pero no le acomodó bien y Sari volvió al piso (al menos tenía una pierna contra el césped, la otra parecía abrazar el cuello del comedido).



Otro huracán de gente venía por la derecha a colapsar con el primero, en el ojo estaba Mandra, el argentino, que corría para intentar meterse entre la gente y salvar a Saritama, pero no lo logró, pues parte de la multitud que aclamaba al número 10 se lanzó más bien a atosigarle a él, y ahí se quedó estancado, ahorcado por quienes, por detrás, le tiraban de la camiseta como queriendo doblegarle el cuello para luego arrancarle la número 7.


Ya eran dos los avasallados por fuerzas de choque que no medían las posibles consecuencias. Saritama ya se había desmayado. Habían intentado robarme la billetera. Me robaron el trípode de la cámara. Algo de imágenes había logrado captar. Era mejor salir de ahí.

Luego, de un lado a otro, gatillando y gatillando fotos, con Ibarra corazón, con Andrizzi, con Mamita, con Isaac y su cara de piedra (raro, pues de él se conoce más su lado gozador), con un Checa, el defensa, también perturbado por el alboroto de la hinchada.



En eso fui a dar con los amigos con los que había ido, cuando ya se habían abalanzado ellos también a la cancha y festejaban con los brazos arriba frente a la Mafia Azul Grana que tuvo que permanecer tras las mallas del graderío. El cuerpo más organizado de la hinchada no pudo invadir el campo. De sus gladiadores les separaba una fosa, un cerco de alambre y tal vez la estrategia expresa de ubicarlos ahí para evitar que en la cancha hubiera aún más gente in extremis alboroto.



El resto fue, como suele ser, repasar los acontecimientos aportando cada uno los detalles desde su mirada; regodearse de lo logrado haciendo hincapié en lo majestuoso que resulta el número 40 de los años transcurridos sin corona, número entero, no un 32 o un 37, sino un 40, enterito; y congraciarse de que el Barcelona se haya quedado en el camino por sapos, por maniobreros extrafútbol, por armar barullo para distraer con anuncios de contrataciones anticipadas a jugadores de sus rivales actuales, y por haberle querido marear al Quito pintándole su camerino en el Monumental justo antes de que saltara al campo para empatarle y empezar a dejarle hundido.
Lo final fue de gula. Una vuelta a la Plaza del Teatro para ver qué pasaba y continuar alentando, aún a pesar de saber que en ese tipo de actos nada pasa realmente, salvo ver de frente, de lado o desde atrás, apretado entre la gente y a punto de caer encima de una olla de canelazo, una tarima a punto de destartalarse con jugadores que no saben qué mismo hacer encima de ella.



Mala decisión. La billetera que en el estadio pude recuperar en la Plaza me la robaron definitivamente, con algo de plata y todos los documentos que me identificaban como un ciudadano decente. Ya ves, por hincha novelero, me dijo un amigo.
De ese último momento, funesto y excesivo (a mi amigo JJ también le robaron el celular), solo me queda el alegre recuerdo del perfil voluptuoso, generoso y atrevido, de la esposa de Martín Mandra, subida en la tarima cantando Quito corazón, Quito corazón, y agitando el brazo en el aire, ella sí, con ese dejo exportable de los argentinos futboleros.

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7 comentarios

  1. muy muy bacán... desde las gradas y con la gente petrificada y en mute por el shock, mi crónica de la final 08 es igual y diferente, ya la contaré también.
    Que pena lo de la billetera, pero cuando algo no es de uno, no es de uno. hace 8 meses yo perdí la mía en houston y la recuperé en portland (bien al norte del norte).

    no conseguí hoy el teléfono de la veci, pero asumo que mañana estaré con mina y le pediré directamente su número y le comentaré de tu crónica. cierto, méndez lo bautizó así, por una cuarentona (o cincuentona) vecina que quiso pasarse de sapa y conseguir tajada en la muralla cuando todavía estaba en el equipo de los toreros... sobran los casos extrafútbol que ligan a ese equipo con figuras que se quedan en el camino y que son recuperadas casi siempre por el fútbol de la serranía.
    nos hablamos zucko suerte!
    abrazo
    Sylvia

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  2. Buena,pana, por el Quito y por tu regreso al blog. Yo recuerdo el equipo que jugó la Copa contra los brasileños: kiko delgado, adalberto angulo, fausto carrera, galo ocampo y alfredo encalada; en la media: panchi, columbo mendoza y aguinaga; arriba, dardo pérez, de lima y gabriel yépez: en la banca: flaco álvarez, colorina barreto, pavón, maradona ordoñez.
    yo era de ir al estadio siempre, pero por el trabajo ya no lo he podido hacer, pero siempre sigo al equipo; como tú dices, no con fanatismo, más bien con un cariño especial porque de pequeño también jugué fútbol y estaba bastante ligado al equipo.
    buena la crónica, saludos.

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  3. Vaya, recuento de aquella alineación, Juan, yo también soy de esa época pero ya se me habían escapado de la memoria algunos nombres.
    Gracias por visitar el blog.
    Suerte y buena semana.

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  4. Saludos. Quito Corazón!!! muy bakana tu reseña bro. estaré por aquí mas seguido. www.realmenteestoyharto.blogspot.com

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  5. Fito, gracias por darte una vuelta por aquí y por el blog de la banda. Gracias también por las felicitaciones.
    Bienvenido siempre.

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  6. Me fascina estar entre la gente viendo un partido de futbol, es un deporte sano y soy uno de tantos fanaticos adictos a este deporte, que viva el futbol :-)

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  7. CHAO COLEGA
    DE LA AKD POR TUS ANEGDOTAS
    TE IMBITO AMI BLOG
    http://quitocampeon.blogspot.com/

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