Performando la liturgia

martes, marzo 25, 2008

Este año salí nuevamente a tomar fotografías en la procesión de Viernes Santo. Lo hice desde temprano en el Colegio San Andrés, donde los devotos se preparan para participar en el evento. La intención, aparte de tomar fotografías, era otorgarle una determinada mirada a todo el proceso para poder llegar a ensayar una particular lectura correspondiente. El enfoque de la mirada no lo había preparado con anticipación, solamente, a medida que pasaba el tiempo en ese patio cuadrado, pude ir acercándome con cierto rumbo a lo que iba tomando cuerpo en volumen y en representaciones.
La oportunidad de participar de los momentos preparativos me permitió involucrarme de manera distinta a como hubiera sido si tan solo observaba (bueno, tomaba fotos también) la procesión parado ahí, sobre alguna vereda vieja del circuito fervoroso. Y entonces, cuando agrandé los ojos para fijarme en aquella fase de preproducción majestuosa, empecé a notar cómo funcionaba todo.
Yo que ando desde hace algunos años haciendo fotografía de la fiesta popular en Píllaro, provincia del Tungurahua, tierra de mi familia materna, pronto pude asemejar la procesión y sus preparativos a estas otras formas de expresión de la cultura popular festiva, de esa que había podido observar de cerca en contextos bastante más paganos. Y enseguida, porque no hubo necesidad de retorcer demasiado la idea, cotejé lo que experimentaba en esos momentos con lo que ha venido siendo objeto de mi interpretación desde la fotografía y ahora desde la antropología: la diablada pillareña.
No intento, evidentemente, decir que se trataba de lo mismo. Trato de reflexionar sobre cómo estas expresiones de la cultura popular tienen sus mecanismos de funcionamiento basados en estructuras de organización que bien pueden ser aplicables tanto a las manifestaciones de lo religioso-espiritual como a lo de lo mundano-material. Los contextos, los personajes, los discursos y las representaciones varían –aunque a veces no tanto-, pero se mantiene el entramado estamental donde todo está fríamente calculado para que la expresividad festiva se represente ante la opinión pública como una maquinita de producir discursos y de provocar algarabía. De la dolorida y de la de algazara, pero algarabía masiva y adscrita a un determinado discurso motivador, al fin.
Durante los preparativos, el sacerdote oficiaba como una especie de prioste dando indicaciones de cómo manejar el recorrido en la comparsa. A los músicos de la banda de Chillogallo se les encomendaba llevar el paso a gemido de plegaria dolida, pero ellos, que van años en el oficio, no necesitaron recorderis alguno. Para todo esto, los cucuruchos y las verónicas, los jesuses y sus cruces, los hombres serpenteados con alambre de púas y la tropa de justicieros romanos se guarecían en alguna sombra a la espera de la orden para salir y, ante la plaza pública, poner en ejercicio el performance que habían estado planificando.
Eso, performance es el término y la concepción detrás de todo esto. Una puesta en escena donde cada individuo cumple su rol. Donde las conciencias se entregan al ejercicio de asumir una determinada representación en nombre de un concepto superior que aglutina eso justamente: individuos y conciencias. El tomar prestado un personaje llegado el día indicado del año para, mediante su identidad, realizar catarsis y deshacerse de aquello que hace peso sobre la espalda y la memoria.
Por ahí llegaba a dilucidar una veta reflexiva que no había planificado otorgar al evento. Sabía que no estaba descubriendo nada extraño, pero me regocijaba con asumir que, como fruto de parar los ojos saltones, fui comprendiendo la aclamada procesión de Viernes Santo como una construcción basada en códigos específicos y relaciones particulares tal como puede desenvolverse un desfile cívico o un desate dansístico de diablos pillareños. Claro, ellos también esperan la semana indicada del año, se atavían como demonios y asaltan el pueblo en comparsas coloridas mientras la banda les dispone los sanjuanes. Ellos también, como los cucuruchos y las verónicas, tienen su puesto en las comparsas y hacen parte de una cuadrilla dirigida para que el espectáculo no se salga de los carriles. Ni de los espaciales ni de los culturales, al contrario, están bien inscritos en un contorno físico y representativo donde cada pieza funciona bien, como una maquinita de montar funciones, con guiones, actores y tramoyistas, todo bien encajado en una lógica preformativa para lograr el deleite del público. De los feligreses asistentes al acto donde se representa el vía crucis como la megaproducción de mayor presupuesto dentro de las posibilidades preformativas de la cultura popular.

Fotos tomadas durante los momentos previos a la procesión, en el Colegio Franciscano San Andrés








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