La arbitraria analogía doméstica de la guerra

lunes, marzo 24, 2008



El asunto vuelve a ponerse tenso. Y esta vez aún más. No tanto por el hecho de que a estas alturas esté confirmado que un ecuatoriano fue asesinado en el ataque del ejercito colombiano al campamento de las FARC, lo cual es de por sí lamentable, indignante y motivo suficiente para volver a emprender un reclamo por las vías diplomáticas, jurídicas y políticas necesarias para lograr sanciones contra los responsables. En este caso, como en todo esto, el ejército colombiano y las políticas represivas, cínicas e inescrupulosas del gobierno de Álvaro Uribe. Eso también se sabe.
El problema mayor está en cómo el gobierno colombiano está justificando su arremetida armamentista, es decir, en las razones políticas y jurídicas que sostiene para respaldar como argumentadas sus acciones.
Las últimas declaraciones del Ministro de Defensa colombiano (hermano del director del periódico El Tiempo, el mismo que se lanzó la bufonada –más mal intencionada que fruto de un desatino profesional, habría que pensarlo- de confundir al ministro Gustavo Larrea con el ciudadano argentino que aparecía en una fotografía junto a Raúl Reyes; y a la vez primo del Vicepresidente de Colombia) ha dicho afrentosamente que “ a las autoridades de Quito les corresponde decir quiénes eran las personas que estaban en el campamento bombardeado por las FF.AA. colombianas. Que no nos vengan ahora algunos a querer señalar como asesinatos o como masacres lo que son actos legítimos de guerra, actos legítimos de defensa de la democracia”.
“Actos legítimos de guerra” , así lo justifica el Ministro. Entonces cabe preguntarse desde qué postura política y desde qué cuerpo jurídico considera él que lo que hizo su ejército es un acto legítimo de guerra. Legítimo desde qué punto de vista y desde qué planteamientos de intereses. Este argumento seguramente le provocaría a Michael Walzer, uno de los teóricos norteamericanos que más ha estudiado las temáticas vinculadas a la declaración, desarrollo y cese de las guerras, aparte de una úlcera por lo liviano de su planteamiento, motivo suficiente de reflexión y reacción. Prolífico como es, seguramente ya estará trabajando sobre este tema.
Walzer recuerda en su libro Guerras justas e injustas que Bismark se quejaba de que la experiencia de la guerra se relacionara con la vida cotidiana, se quejaba de que la opinión pública estuviera dispuesta a considerar las relaciones políticas (entre ellas la guerra) a la luz de los casos que contempla el derecho civil y las personas privadas. Para Bismark esto significaba una profunda incomprensión de los asuntos políticos. Sin embargo, como afirma Walzer, parece que el paralelismo, la analogía doméstica, como él lo llama, es crucial no sólo para la teoría de la agresión sino que centra el problema de la guerra en el significado moral de matar y ser muerto. La analogía doméstica plantea los problemas que los seres humanos comunes no podemos evitar. Este autor alcanza a poner de relieve la fuerza y la importancia de la analogía que se utiliza para justificar la guerra, analogía que se consolida históricamente, como lo refiere la autora Teresa Santiago, con las ideas de nación y nacionalismo desde el siglo XVII al XIX. La injusticia que supone la agresión gratuita, obliga a las naciones agredidas a responder en el mismo tenor. Las naciones tienen derecho a defenderse cuando ven en peligro su soberanía, esto es, su existencia como naciones independientes. Igual que los individuos las naciones tienen derecho a defender su existencia. (Cfr. Juan Antonio Cruz Parcero, La causa justa y los problemas de la legítima defensa. Comentarios a Justificar la guerra de Teresa Santiago).


Dicho todo esto en otras palabras, el problema está, según lo explica Walzer, en argumentar el ataque bélico, o sea, el emprendimiento de la guerra, a partir de postulados que sostienen una eventual justificación de la agresión cuando lo que está en juego es la vida particular del individuo. A esto llama Walzer la analogía doméstica: el transpolar un “razonamiento” que involucra la soberanía de los individuos a un plano donde lo que se pone en confrontación es la soberanía de los países, por ende, de los Estados y los pueblos. Pero si a esta analogía se la quiere extender dentro de parámetros pertinentes –y siempre discutibles, por supuesto- como es posible hacer con los enunciados teóricos, podríamos complejizarla dentro del caso que nos compete. Así, alargaríamos esa relación para determinar que Colombia, al tener un conflicto doméstico y sobre él haber resuelto aplicar las formas de ataque, control y represión que la postura política de su gobierno le dicta, lo que pretende, imbuida como está dentro de esa posición imperialista y abusiva, aupada por semejantes actuaciones de parte de los Estados Unidos, su patrocinador estelar en esta lucha indiscriminada, es prolongar esa analogía de justificación de la guerra a los territorios vecinos, donde su conflicto doméstico ha podido posar sus tentáculos. Y eso, como puede colegirse, no es ni política ni jurídicamente legítimo. Tiene que ver con la economía moral de la política que se practica desde Bogotá. Que para el caso, desborda en desatinos aplicados a conciencia pues tiene el soporte de la primera potencia bélica del planeta, la misma que hasta ahora no termina de encontrarle salida a esta otra guerra que construyó. Me refiero a Irak y al cuento de las armas de destrucción masiva.
Por lo tanto, ante esta agresión deliberada sería de esperar que las leyes y los tratados internacionales que sí fueron creados por los organismos pertinentes, se apliquen conforme dictan sus parámetros. La OEA ya participó en la distención del “impasse inicial”, por decirlo de alguna forma, pero ahora que se ha confirmado (o está por confirmarse) que un ecuatoriano ha sido abatido en el ataque del 1 de marzo, el organismo tendrá que ponerse a trabajar de nuevo y aplicar las funciones para las cuales tiene su razón de existir.
Tenemos que apelar a eso, no nos queda otra. Como he afirmado en alguna otra ocasión, el Ecuador posee como valor político el ejercicio de la paz y eso nos llevará a exigir que se agoten los recursos diplomáticos para que, mediante el diálogo y la aplicación de las normas internacionales, se sancione los actos que han atentado contra la dignidad y la soberanía de nuestra nación y nuestros compatriotas , así como para que se indemnice, de darse el caso, a los perjudicados en esta prolongación temeraria de la analogía doméstica de la fuerza bélica.



Por otro lado, vale referirse a otra declaración del Ministro de Defensa de Colombia que también permite practicar una digresión teórica que se mantiene vigente desde que Estados Unidos resolvió inventarse una guerra inescrupulosa. Y con ello arrastrar a los aliados en aquello de la lucha contra el terrorismo como máxima apuesta de la agenda política de sus gobiernos.
El ministro ha dicho que el ataque del 1 de marzo se ejecutó sobre “un sitio de terroristas que actuaban contra el derecho a la seguridad del pueblo colombiano”. Basta. Así, a secas. El Ministro lo ha dicho bien y no ha dejado lugar a dudas. Para él, el campamento de las FARC ubicado en la provincia de Sucumbíos no era parte del territorio ecuatoriano y por ende sujeto al derecho soberano de nuestro país. Para él y su gobierno eso no era más que un sitio de terroristas, de ahí que, ante la orfandad jurídica y política que conciben sus declaraciones, cualquier ataque podría justificarse y hasta argumentarse como lícito. Esto, visto desde la perspectiva de Giorgio Agamben, podría considerarse como otra aplicación deliberada del estado de excepción.
Y para no volver denso el asunto, ensayaré una reflexión breve al respecto.
Agamben considera espacios de excepción (donde se aplica el estado de excpeción), aquellas zonas de suspensión absoluta de la ley, zonas donde –como dice Hannah Arendt (1951)- “todo era posible” justamente porque la ley estaba suspendida.
Agamben hace un recorrido histórico para plantear estos postulados y toma como punto de partida de los espacios de excepción a los campos de concentración nazis, lugares donde todo cuerpo jurídico y político eran aniquilados y donde los individuos apresados en ellos podían ser objeto de cualquier atentado pues, ante la ausencia de leyes, ellos mismos eran despojados de todo derecho civil, político y humano. Se encontraban, entonces, esos cuerpos, atacados por lo más sórdido de la biopolítica, en estado de nuda vida, de vida desnuda, ausente de todo derecho, como he dicho. Por lo tanto, el exterminio ya no era la excepción, se volvía la regla, y para que ello ocurriera era suficiente un designio del superior, en ese caso, del Führer.
En otras palabras, la ausencia absoluta de un cuerpo jurídico que pesara sobre el tratamiento de los casos de detención, volvía a los procesos de exterminio objetos de una sencilla resolución determinada por la autoridad principal y exentos de cualquier objeción de tipo legal, ya que, ante la ausencia de leyes, las nudas vidas podían ser exterminadas sin que los asesinatos constituyeran delitos. Esto dentro del espacio de excepción y como parte de un estado “especial” de excepción.
Luego, Agamben traslada esta discusión al panorama contemporáneo y plantea el mismo tratamiento teórico para los casos en los que la lucha contra el terrorismo como discurso imperialista se ha vuelto la nueva forma de exterminio indiscriminado. Los casos más conocidos como espacios de excepción o como “nuevos campos de concentración”, como él mismo los llama, vendrían a ser las cárceles de Abu Grahib y la de Guantánamo (recordemos las fotografías sobre los abusos que se practicaban en la primera y la sentencia a pena de muerte que apenas hace un mes se resolvió en la segunda, contra los supuestos cerebros de los atentados del 11 de septiembre de 2001).
De ahí que me anime a ubicar dentro de esta discusión la declaración que sobre el ataque del 1 de marzo a territorio ecuatoriano hace el Ministro de Defensa colombiano. Para él, un “sitio de terroristas”, independientemente de la jurisdicción donde se encuentre, representa (aunque tal vez no lo sepa asimilar desde esta perspectiva teórica, lo cual implicaría un grave desconocimiento de la teoría política y por ende del manejo de situaciones como ésta dentro del panorama del derecho internacional) un espacio de excepción libre de encuadres políticos y jurídicos. Un lugar despojado de derecho y donde los individuos en él adscritos son proclives a cualquier tipo de exterminio sin que éstos representen delitos. Tierra de nadie donde, en nombre de un “acto legítimo de guerra” puede y debe ser ejecutado cualquier “delincuente” sin que éste tenga acceso a plantear su caso dentro de un marco de justicia penal o civil ordinaria. Y ante lo cual tampoco caben los reclamos en nombre de la soberanía territorial e individual pues sobre cualquier conjunto de normas siempre pretenderá imponerse el carácter justo y justificatorio que en nombre de la guerra contra el terrorismo aplican a mansalva el imperio y sus aliados.
Habrá que exigir a los organismos internacionales que ellos sí apliquen las leyes universales pertinentes porque no estamos dispuestos a permitir que al territorio soberano se lo trate como un desnudo sitio de terroristas donde las vidas pueden ser aniquiladas sin que el exterminio represente delito.

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