Moros y cubanos

lunes, septiembre 11, 2017

 
Para la gran mayoría de cubanos alimentarse adecuadamente implica una batalla diaria contra la escasez y los altos precios del mercado negro. Las causas principales del desabastecimiento y la producción irregular tienen que ver con el bloqueo norteamericano, pero también con la corrupción local.
Barak Obama y Raúl Castro anunciron el restablecimiento de relaciones entre sus países hace más de un año, el 17 de diciembre de 2014. En Cuba se comprendió que el embargo económico impuesto por Estados Unidos en 1962 seguiría vigente, pero el anticipo de que en ambos países las respectivas embajadas volverían a abrir sus puertas, de que sería más sencillo viajar a la isla y, sobre todo, de que el monto de las remesas enviadas desde Estados Unidos aumentaría, inyectó entusiasmo en el ambiente. No era, sin embargo, un entusiasmo desbordado. “Es lo mejor que le puede pasar a Cuba, pero hay que estar alerta”. “Veamos lo que pasa, no hay que bajar la guardia”. “Ha sido una buena noticia, pero la vida sigue”, eran las frases que siguieron a la noticia en las calles de La Habana, donde la rutina continuó absorbida por la preocupación más elemental: ¿qué vamos a comer hoy?
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Durante los últimos días de 2014, el Gobierno cubano ordenó que se montaran ferias agropecuarias en distintos pun- tos de la ciudad. Más de veinte camiones se instalaron sobre la calle 17 para vender frutas, legumbres y cárnicos a precios con descuento. Una libra de cerdo, el plato in- signe de la mesa cubana, el principal sustento proteico de un país donde diversificar la dieta es una suerte de pocos, costaba veinte pesos —80 centavos de dólar— la mitad de lo que puede costar normalmente en una carnicería. El 30 de diciembre, las cosas transcurrían con ambiente de feria bajo el sol machacante del invierno tropical: dos orquestas de salsa tocando alternadamente en las esquinas del par- que John Lennon, en el barrio El Vedado. La gente bailando en las filas. Hasta que se acabó el cerdo.
Los vendedores cerraron las compuertas de sus camiones y anunciaron que no venderían más. “¡Vamos a llamar al encargado del Partido!”, gritó Juan, un flaco de 60 y tantos que fumaba cigarrillos Popular, los más comunes y baratos de la isla, pensando que un delegado del oficialismo podría resolver el caso de desabastecimiento súbito. Según dijeron él y otros afectados, reclamaban porque los veinte lechones que creían haber visto apilados en uno de los camiones, bajo una lona verde, seguramente iban a ser vendidos a un precio mayor en otro sitio. Varios hombres que esperaban en la fila y que también se amotinaron por la causa se apresuraron a tomar a tres policías que rondaban la zona como testigos del hecho.
Los policías convocaron a uno de los vendedores, a unos cuantos clientes y, después de discutir brevemente en un rincón del parque, el vendedor anunció que ofrecería “siete lechones, ni uno más”. Los cerdos fueron despachándose tras ser pe- sados en la balanza: 32 libras, 640 pesos; 34 libras, 680 pesos (24, 26 dólares). En un país donde el salario promedio mensual equivale a 18 dólares, una compra de esas cifras constituye una proeza. “Los cerdos que quedan son para nosotros. Los trabajadores también tenemos derecho a comer”, dijo uno de los vendedores.
Los primeros siete clientes que esperaban en la fila guardaron sus lechones en canastos, los llevaron a cuestas tomándolos por las patas o los acomodaron boca abajo en sus bicicletas. Quienes no pudieron conseguir un lechón se resignaron a comer en fin de año lo mismo que comen casi todos los días: arroz con frijoles.
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En casa de los Fonseca los preparativos para la última cena del año empezaron temprano. Dulce, madre y abuela de la familia, puso a ablandar los frijoles por la mañana y cocinó el arroz enseguida. Pasado el medio día los mezcló y tuvo lista una olla des- bordante de moros y cristianos, también llamado “congrí”. A la una de la tarde metió el cerdo al horno. Mientras se horneaba la carne, cocinó la yuca y preparó las torrejas para el postre: rodajas de pan pasadas por leche y huevo batido, fritas en aceite y ser- vidas con un almíbar de agua con azúcar. Al cabo de tres horas la pierna de cerdo quedó tostada por fuera y tierna por dentro.
Cuando cayó la noche empezó a sonar el house desaforado y estridente del DJ estadounidense Steve Aoki. Este no es el tipo de música que se acostumbra en esa casa, pero dada la ocasión, Armandito, un amigo de la familia, llevó unos cuantos CD para alterar las costumbres. Afuera, al pie de la vereda, bajo la turbia luz anaranjada del alumbrado público, los vecinos asaban un lechón entero en una parrilla armada con un tonel de aceite. Junto a la parrilla tenían dos parlantes de los que salía un reguetón pesado que hacía vibrar las ventanas de los Fonseca. En esa zona del barrio popular El Cerro, al sur de La Habana, el ambiente se sentía sofoca- do por esa maraña de ritmos, pero a nadie parecía molestarle.
A eso de las diez, los cuatro adultos de la familia y los cinco invitados, yo entre ellos, cenamos y brindamos con una botella de sidra española, una de Havana Club y una de un vodka nacional que no goza de buena fama. La cena fue completa gracias a un esfuerzo planificado. “Nosotros aseguramos el puerco porque lo compramos a tiempo y a buen precio —dijo Dulce—, y porque todos pusimos dinero para poder comprarlo”. La pierna de 19 kilos costó 400 pesos (16 dólares). Cada adulto aportó 100 pesos.
La economía de los Fonseca reposa en el trabajo de los varones de la casa. Rafael hijo, que bordea los 40 años, se ocupa del mantenimiento técnico de los equipos electrónicos en una escuela primaria y gana 300 pesos (12 dólares) mensuales. “Somos una familia humilde, pero de alguna forma nos mantenemos; hay gente que vive peor —dice—. El problema es que todo lo que ganamos se va en la comida. A no ser que te manden remesas del exterior o que trabajes en el turismo, la principal preocupación de cualquier cubano es saber qué va a poner al siguiente día en la mesa”.
Rafael padre es pensionado, se jubiló en 2012 como obrero del Estado en el sector de la construcción, pero como su pensión de 12 dólares mensuales no le alcanza para cubrir las necesidades del mes, a sus 70 años tuvo que volver a su origen campesino y se puso a trabajar la tierra con arado de bue- yes. Es el jefe de una finca agrícola particular, uno de los tantos negocios por cuenta propia posibles desde que, a mediados de los años noventa, Raúl Castro apoyara una reforma del sistema económico. Hoy Rafael Fonseca padre gana el equivalente a 38 dólares mensuales.
En 1993, durante el llamado “período especial en tiempos de paz” (la crisis eco- nómica tras el colapso de la Unión Soviética), el entonces ministro de defensa Raúl Castro hizo una declaración al periódico El Sol de México que se volvió legendaria: “los frijoles son más importantes que los cañones”. Se refería a que las tropas debían producir los alimentos para sus propias unidades, creando un modelo de autoabastecimiento para contrarrestar el hambre. Con el mismo propósito, el modelo tuvo una adaptación un año más tarde, cuando la construcción, pero como su pensión de 12 dólares mensuales no le alcanza para cubrir las necesidades del mes, a sus 70 años tuvo que volver a su origen campesino y se puso a trabajar la tierra con arado de bue- yes. Es el jefe de una finca agrícola particular, uno de los tantos negocios por cuenta propia posibles desde que, a mediados de los años noventa, Raúl Castro apoyara una reforma del sistema económico. Hoy Rafael Fonseca padre gana el equivalente a 38 dólares mensuales.
En 1993, durante el llamado “período especial en tiempos de paz” (la crisis eco- nómica tras el colapso de la Unión Soviética), el entonces ministro de defensa Raúl Castro hizo una declaración al periódico El Sol de México que se volvió legendaria: “los frijoles son más importantes que los cañones”. Se refería a que las tropas debían producir los alimentos para sus propias unidades, creando un modelo de autoabastecimiento para contrarrestar el hambre. Con el mismo propósito, el modelo tuvo una adaptación un año más tarde, cuando se autorizó el funcionamiento de mercados agropecuarios libres, donde los agricultores podían vender, a precios liberados, el excedente de alimentos después de las entregas obligatorias al Estado.
A pesar de que Fidel Castro era reacio a la flexibilización del sistema para evitar comprometer la utopía igualitarista, entre 1993 y 1994 se aprobaron alrededor de 150 licencias para trabajos particulares: fue el inicio del llamado cuentapropismo. El período especial terminó de manera progresiva entre 1995 y 1997, y en 1999, cuando Hugo Chávez alcanzó la presidencia de Venezuela, hubo un giro determinante al establecer una alianza económica con Cuba. Aquel inicio del cuentapropismo fue el antecedente de un sistema que hoy cuenta con 201 licencias autorizadas (las más populares son la venta de alimentos preparados, el transporte de carga y de pasajeros, y el alojamiento en casas particulares) y la fundación del proceso de reformas que, a partir de 2007, convertido ya en mandatario y con el aval de concebir una forma de gobierno más pragmática, Raúl Castro impulsó para buscar “la actualización del modelo económico”. En 2008 se aprobó la entrega en usufructo de tierras ociosas para que las trabajasen particulares, con el objetivo de incentivar la producción de un país que gasta anualmente dos mil millones de dólares en importar el 80% de sus alimentos, y con la condición de que una parte de las cosechas fueran vendidas al Estado para abastecer a los mercados.
Bajo ese esquema trabaja Rafael Fonseca padre, cultivando yuca, boniato, col china y plátano en una finca de una hectárea. Aunque su salario es muy superior al que recibía como empleado estatal, la alimentación de su familia sigue siendo la angustia de sus días. “Esperamos que eso sea lo primero que mejore con el acuerdo con Estados Unidos”, dice.
Desde el año 2000, gracias a una enmienda al embargo realizada durante el Gobierno de Bill Clinton, Cuba puede importar medicinas, alimentos y productos agrícolas desde Estados Unidos. Sin embargo, la enmienda no incluyó el otorga- miento de créditos, por lo que Cuba debe pagar al contado antes de que partan los embarques. Debido a eso, gran parte de sus importaciones provienen de lugares donde sí le otorgan créditos (China, Europa, Canadá), pero que al ser más lejanos implican mayores gastos. Estados Unidos es un mercado cerrado para las exportaciones de ron, colas de langosta y camarones, productos que generarían ingresos importantes para la isla. Estados Unidos ha vetado el acceso a tecnología norteamericana —o de terceros países con componentes norteamericanos— para mejorar la producción avícola. Estados Unidos ha impedido que el Grupo Agroindustrial de Granos renueve su maquinaria de producción arrocera, que posee tecnología de ese país y tiene más de 50 años de uso.
Tras las promesas diplomáticas recientes, Estados Unidos, la bestia, empieza a ser el vecino. Y ahora, con Marc Anthony sonando a todo volumen en la casa de la familia Fonseca, se ofrece un brindis por eso.
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Los informes acerca del impacto del embargo estadounidense que Cuba presenta anualmente a la ONU recalcan que, “por su naturaleza, el de la alimentación es uno de los sectores más afectados”. De manera más general señalan, además, que el bloqueo es el “sistema de sanciones unilaterales más injusto, abarcador, severo y prolongado que se ha aplicado contra país alguno en el mundo”; “el principal obstáculo para que Cuba desarrolle a plenitud sus potencialidades económicas y sociales”; “el genocidio más largo de la historia”.
Una investigación de 2011 del Centro de Estudios de la Economía Cubana (CEEC), adscrito a la Universidad de La Habana, señala que para una familia urbana de tres miembros el gasto en alimentación representa entre el 60 y el 75% del total de sus ingresos. Países como Costa Rica y España, añade la investigación, dedican solo 33% y 26%, respectivamente, a ese rubro. Un estudio más reciente, realizado en 2012 por el Instituto Cubano de Economistas Independientes, muestra datos semejantes: “dos tercios de la población cubana destinan más de las dos terceras partes de sus ingresos para mal alimentarse, algo que internacionalmente se considera como deficiente”.
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A finales de 2014 el periódico habanero Tribuna publicó una noticia que nadie esperaba: “Pescado congelado, 1 libra con cabeza y cola para todos los consumidores”. Aunque no se sabía hasta cuándo iba a durar, el pescado regresaba a la libreta de abastecimiento de alimentos que posee cada familia cubana. “Después de más de dos años”, le parecía a Yanier Díaz, un estudiante de Medicina; “al menos siete años”, recordaba José Peñate, dueño de una casa de hospedaje en La Habana. Nadie recordaba con certeza cuándo fue la última vez que lo tuvieron, pero sabían que había pasado demasiado tiempo.
Creada en 1963 para afrontar la escasez y garantizar una distribución equitativa ante los efectos del embargo estadounidense, la libreta constituye una canasta básica mensual que se vende a precios simbólicos. Gracias a que el Estado asume el 88% de los costos, los cubanos pagan por la canasta básica completa apenas 25 pesos, es decir, un dólar. De manera mensual, cada ciudadano recibe 5 libras de arroz (una porción corriente es de 100 gramos, de modo que habría para más o menos 20 porciones), 1⁄2 libra de frijoles, 5 huevos, 3 libras de azúcar blanca, 1 libra de azúcar morena, 1⁄2 libra de aceite, 1⁄4 libra de café mezclado con chícharos, 1 caja de fósforos y, cada dos meses, 2 libras de sal. Los niños reciben leche en polvo hasta los 7 años; para los menores de 3 años hay compotas de frutas y, para los que tienen entre 7 y 13 años, yogur de soya. Las mujeres de hasta 55 años reciben un paquete de toallas sanitarias, y el único alimento que se distribuye a diario es un panecillo de 80 gramos por persona. Todos esos productos se entregan de manera regular, menos los cárnicos. La carne de res salió de la libreta en los sesenta, y lo que hoy se distribuye es 1⁄2 libra de algún tipo de carne molida mezclada con soya (llamada picadillo enriquecido), que puede contener cerdo, pavo, res, pescado o “algo que es mejor no saber”, según me dijo el cliente de una carnicería en la calle Aguacate, en La Habana Vieja. A veces la libreta incluye un embutido, generalmente mortadela, y la dosis más sólida de proteína está en la libra de pollo y en los 3⁄4 de libra de “pollo por pescado”, eufemismo aplicado a la ración extra de ave que se tuvo que añadir cuando el pescado empezó a escasear.
A lo largo de los años, la libreta, que ha funcionado como un termómetro del bienestar en Cuba, ha ido adelgazando: las raciones de los alimentos se han reducido y varios productos han salido de la dotación, entre ellos la carne de res, los chícharos, las papas, la pasta de dientes y los cigarrillos. El problema no es el costo de la libreta sino que las raciones de alimentos son insuficientes. “Ahora la libreta dura diez días”, dice Idalmys, una vendedora de dulces que vive en Santa Marta, junto a la playa de Varadero. “Diez, doce días”, dice Wilfredo, propietario de una casa de hospedaje en Cienfuegos, y en La Habana lo confirman José Peñate y Yanier Díaz.
Para cubrir el resto del mes, lo usual es adquirir los mismos productos por la li- bre, es decir, a precios sin subvención, y lo menos frecuente es procurarse otros en la red de tiendas y mercados estatales y privados, donde muchos artículos se venden a precios inalcanzables para la mayoría y en pesos convertibles, la moneda paralela al peso nacional. Una libra de arroz, por ejemplo, que por la libreta cuesta veinticinco centavos de peso cubano, por la libre cuesta cinco pesos.
El regreso del pescado a la libreta de abastecimiento generó un regocijo pasajero que reveló los efectos de su escasez. La flota pesquera de la isla ha sucumbido al deterioro y la obsolescencia, y las importaciones han decrecido debido a la subida de precios en los mercados internacionales. A eso se suma la sobreexplotación del litoral cuba- no, los efectos de los fenómenos naturales en el ecosistema marino y la mala fortuna, porque la zona en la que se puede pescar “no es pródiga en peces”, según le dijo al periódico Granma Juan José Menas Lorenzo, director de la Plataforma Pesquera de Cuba.
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Con la idea de conservar la base ganadera para aprovecharla en el futuro, Fidel Castro anunció, en un discurso del 17 de mayo de 1962, que la matanza de ganado sería reglamentada y la faena libre prohibida. La violación de la consigna sería considerada un crimen: el sacrificio para la venta de ganado sin autorización estatal —incluyendo en eso a los campesinos dueños de los animales— es castigado hasta la actualidad con penas de entre cuatro y diez años de cárcel por animal. “Aquí, matar una vaca es peor que matar una persona”, me dijo Toni, empleado de una carnicería en La Habana Vie- ja. Hoy, la mayoría de carne de res se destina para la venta en el sector turístico, y lo que se vende libremente es sobre todo el “picadillo enriquecido”. La producción de carne se redujo al 30% y la cantidad de ganado a menos de la mitad en comparación con la década del sesenta, según citó en 2014 el periódico oficial Juventud Rebelde.
En 2013 la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) señaló que Cuba alcanzó la primera meta de los Objetivos de Desarrollo del Milenio: reducir a la mitad el porcentaje de personas que se mueren de hambre. José Graziano da Silva, director de la FAO, recalcó que eso fue posible gracias a que “el Gobierno fue capaz de garantizar la seguridad alimentaria de la población”. Lo que no dijo es que lo que garantiza la alimentación de los cubanos es, más bien, la batalla que em- prenden para conseguir comida por la libre.
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Raquel Accioli, la protagonista de la telenovela brasileña Vale todo, interpretada por Regina Duarte, es una heroína en Cuba. Es el año 1993, el corazón mismo del período especial. Debido a que la energía eléctrica se restringe con un cronograma por sectores, la gente se traslada a los hogares de conocidos donde el horario permite seguir la novela. Es la única fuente de catarsis colectiva en medio del ambiente desolador que envuelve a la isla. Raquel Accioli, madre soltera, llega forzada a la devoradora Río de Janeiro y, tras muchas lágrimas y mucho sudor, logra montar una cadena de cafeterías a la que nombra Paladar. La transmisión de la telenovela —la hazaña de Raquel Accioli— coincide con la autorización oficial para instalar negocios por cuenta propia. Los comedores caseros que funcionaban de manera clandestina empiezan a legalizarse y la gente los llama paladares.
Los paladares se convierten en un símbolo de independencia económica y en el paliativo lógico a la carencia principal de la isla. Con el tiempo, a la vez que el régimen afina las políticas de funcionamiento, estos se transforman. Ya no son solamente modestos salones hogareños sino que se acondicionan y operan con las características comunes de un restaurante. Los menús incluyen la partitura criolla de la cocina cubana: arroz, frijoles, vianda (yuca, boniato, malanga) y casi siempre cerdo o pollo; otros suman una muy local y rudimentaria adaptación de pizzas y espaguetis, y los demás, a los que tienen acceso solo los turistas, proponen opciones de comida internacional.
Ramón López tiene 34 años, es el chef de El Cocinero, uno de los “aproximada- mente diez” restaurantes donde, dice, se practica lo que de vanguardia culinaria es posible en La Habana. Una chimenea de ladrillo de 60 metros de altura encumbra la espectacular terraza del restaurante, en la que se ofrece un menú con acentos españoles, indios e italianos. En el elegante salón de la primera planta, una carta más estilizada ensaya la aventura gourmet con productos como salmón, queso azul y rúcula. “Si tuviera que definir nuestro concepto culinario, diría que aquí se hace lo que se puede —dice López—. Si no tienes creatividad, en este país no llegas a ninguna parte. Ahora tenemos acceso a más productos, el problema es que un día los puedes ver y luego desaparecen por tres meses. Pero bueno, eso pasa hasta con el papel higiénico”.
Tras cumplirse un año del acercamiento con Estados Unidos, la isla sigue sobreviviendo entre restricciones de todo tipo. Los anuncios hechos en diciembre de 2014 se han cumplido, pero la vida no ha cambiado. Durante 2015 los más beneficiados fueron los dueños de negocios —casas de hospedaje, restaurantes y transportes particulares— que ya formaban parte del engranaje turístico, particularmente gracias a la llegada de más de 100 mil viajeros estadounidenses, según cifras oficiales. El resto de la población, los que no son dueños de nada, todavía se preguntan qué pasará.

Publicado en Mundo Diners.

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