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El cineasta colombiano Luis Ospina estuvo de paso por París en abril
pasado para presentar su más reciente documental, Todo comenzó por el fin, que hizo parte de la retrospectiva que este
año le dedicó el festival Edoc. Ospina habló de las zonas de luz y de sombra
por las que ha recorrido en más de cuatro décadas de carrera.
1971 fue un año agitado para Cali. Fue cuando se realizaron
allí los sextos Juegos Panamericanos y, para darles realce, las autoridades
resolvieron cambiarle el rostro a la ciudad. Bajo el eslogan Cali, ciudad de América se buscó, acaso forzadamente,
transformar su atmósfera apacible y provinciana por una moderna y pujante. Gran
parte de su patrimonio arquitectónico fue destruido para hacer espacio a
avenidas amplias y edificios ostentosos. Al tiempo que eso ocurría, la onda
expansiva de lo que fue mayo del 68 llegaba con el retraso propio de la época,
y en una parte de la juventud emergía una cierta rebeldía más introspectiva que
militante. En ese contexto surgió un colectivo de artistas que recibió el
nombre de Grupo de Cali, o, por el efecto de un chiste que duró para siempre, Caliwood.
Los fundadores fueron Luis Ospina, Carlos Mayolo y Andrés
Caicedo, jóvenes de clase media-alta que apenas superaban los veinte años,
cultivados, con acceso a los productos culturales que venían de Europa y
Estados Unidos y que vivían obsesionados con la idea de una vida hecha de
películas, rumba y vértigo. A su alrededor se juntaron progresivamente
profesionales del cine, artistas plásticos, fotógrafos y actores de teatro,
muchos de los cuales desarrollaron carreras exitosas.
El mismo año en que surgió el Grupo de Cali, el fotógrafo
Hernando Guerrero fundó Ciudad Solar, el primer centro cultural autogestionado
de Colombia. Instalada en una casona que pertenecía a la familia de Guerrero y
que quedaba en el casco colonial de Cali, Ciudad Solar tenía salas para
exposiciones y espectáculos, un estudio de fotografía, un taller de serigrafía
y la sala de proyecciones donde funcionó el célebre Cineclub de Cali creado por
Andrés Caicedo. Ciudad Solar fue un epicentro de creación con alma de comuna
hippie, una isla ardiente en medio de un Cali desdibujado. Fue también un sueño
tan placentero como breve. En 1973, la familia de Guerrero retomó la casa y el
centro cultural se deshizo, pero el Grupo de Cali ya estaba montado en lo que
serían 20 años de producción desenfrenada, impulsada tanto por una creatividad
inagotable como por el empujón que daba la cocaína. “No distinguíamos cuando
estábamos trabajando y cuando estábamos de rumba”, dirán más tarde varios de
sus miembros.
El grupo se disolvió en 1991, cuando sus miembros habían
emigrado a Bogotá para trabajar en televisión, el Estado había dejado de
otorgar fondos a la producción cinematográfica y el narcotráfico había permeado
todos los sectores de la sociedad. Tras dos décadas de trabajo vertiginoso
quedaron 38 películas con la firma del grupo. Luis Ospina y Carlos Mayolo,
individualmente y como dupla, se convirtieron en referentes del cine
colombiano, y varias de sus obras alcanzaron notoriedad alrededor del mundo.
Andrés Caicedo se volvió un mito.
El 4 de marzo de 1977, a los 25 años, sumido en la depresión
e intoxicado con una sobredosis de sedantes, se suicidó. No logró cumplir su
sueño de hacer cine (Angelita y Miguel
Ángel, el largometraje de ficción que empezó a filmar en 1971 en
codirección con Mayolo y que habría sido el primero en Colombia acerca de la
juventud, tema que lo obsesionaba, quedó inconcluso por diferencias entre los
dos realizadores), pero sofocó sus últimos años escribiendo teatro, literatura
y guiones. El mismo día que se mató recibió por correo el primer ejemplar de su
novela ¡Que viva la música!, hoy
convertida en una obra de culto.
Treinta años más tarde, corroído por los efectos de las
drogas y el alcohol, murió también Carlos Mayolo. De los fundadores del Grupo
de Cali quedó solamente Ospina. En 2013, el sobreviviente se propuso hacer un
documental sobre la historia del Grupo de Cali. Debía ser una película
retrospectiva orientada a las figuras de Mayolo y Caicedo, pero a poco de
empezar a rodarla, Ospina supo que estaba enfermo de un cáncer gastrointestinal
y entonces el enfoque tuvo que cambiar. El resultado fue una portentosa obra de
tres horas y media de duración en la que Ospina hace el esfuerzo, tan doloroso
como liberador, de recorrer su obra, su vida y lo que pudo haber sido su
muerte. Habiendo ido en reversa desde ese presente angustiado, terminó llamando
a la película Todo comenzó por el fin.
Luis Ospina, de 66 años, me recibió una fría mañana de abril
(de 2016) en su hotel en la zona de Saint-Germain-de-Prés. Estuvo de paso por
París para presentar su documental en el marco de un programa artístico llamado
Caliwood, organizado por la Fondation
Cartier pour l´art contemporain. Había tenido varios compromisos en los últimos
días y lucía agotado, el hablar parsimonioso, la mirada débil, un aspecto que
parecía reflejar no solamente el efecto de las circunstancias sino el de una
salud -como relata en su película- afectada desde la infancia por una serie de
dolencias que le sembraron su temor a la muerte. Al hablar del Grupo de Cali,
Ospina revive todo, los fantasmas y las zonas de luz.
Usted ha dicho que
hace cine para intentar ver el mundo a través de los ojos de sus personajes. Todo comenzó por el fin lo tiene a usted
mismo como personaje. ¿Qué pudo ver a través de aquel Luis Ospina del Grupo de
Cali?
En un momento en que estaba haciendo esa película, que
podría decir es de proporciones épicas por su duración y por el amplio espectro
de temas que cubre, llegué a pensar que toda mi obra anterior era como un work in progress, un material en bruto
necesario para poder hacerla. Esta película junta prácticamente todos los temas
que yo he tocado en los más de 30 filmes que he realizado, y el hecho de ser la
más autobiográfica me puso a pensar más en el ayer y en el hoy, en la vida y en
mi obsesión por la muerte, en la autodestrucción; pero al mismo tiempo es una
película que exalta mucho la amistad y, desde luego, la cinefilia.
¿Le permitió dominar
su obsesión por la muerte?
Sí, creo que esta película cumple un proceso catártico por
varias razones: es una película sobre el duelo por la muerte súbita de uno de
mis amigos, Andrés Caicedo, y por la muerte que podría llamar por suicidio a
largo plazo, a causa de las drogas y el alcohol, de Carlos Mayolo. Yo me
consideraba el sobreviviente de ese grupo, y ya al estar en peligro sentí que
no era tanto un sobreviviente sino un moribundo. En ese sentido, la película se
volvió testamentaria, porque llegué a pensar que era la última película que iba
a realizar, incluso pensé que yo no la iba a terminar y que mis amigos iban a
tener que hacerlo.
Esta película
constituye entonces el cierre del duelo por sus dos amigos.
Sí, con esto cierro ese tema, que ya lo había tocado en la
película Unos pocos buenos amigos,
sobre Andrés Caicedo, y en otras acerca de la destrucción de Cali.
¿Se animaría a pensar
en lo que podría estar haciendo Andrés Caicedo en este momento, en cuáles
serían sus temas de interés?
No, porque nunca podría imaginarme a Andrés Caicedo vivo.
Andrés Caicedo fue lo que fue e hizo lo que hizo como él lo tenía planeado. Él
estaba obsesionado con morir antes de los 25 años, y por eso, en su carrera
como escritor, dramaturgo, crítico de cine, que fue de más de una década, fue
muy prolífico. Él creía que había que morir joven y dejar obra, y eso es lo que
hizo, lo que pasa es que cuando murió, él era un autor prácticamente inédito,
había publicado solamente un relato, El atravesado, con plata de la mamá, y el
día que se suicidó fue el día que recibió el primer ejemplar de ¡Qué viva la música! Toda la obra
inédita de él la hemos ido publicando Sandro Romero (escritor y dramaturgo que también
perteneció al Grupo de Cali) y yo. Sacamos algunos libros, pero ahora son las
hermanas y agentes literarios los que se ocupan
de eso.
Usted ayudó a crear
el mito sobre Andrés Caicedo al realizar la primera película sobre él (Unos pocos buenos amigos, 1987). ¿En
algún momento le resultó incómodo cargar la sombra de ese mito?
Sí. Lo que pasa es que al principio la gente pensó que
Andrés Caicedo era una invención mía y de Sandro Romero, tal vez porque
nosotros fuimos los encargados de publicar la obra. Por otro lado, Andrés
Caicedo es ese personaje típico que muere joven y bello, y el suicidio ayuda a
darle mito al personaje, así como pasó con las muertes de Kurt Cobain o de
James Dean. Caicedo se volvió un ícono para el resto de la juventud, y ese mito
se malinterpretó y casi se vulgarizó, hasta el punto que veías a personas que
eran como clones de él, o que se hacían tatuar su cara en el brazo. Y eso no
solo pasó con Caicedo sino también con Mayolo, y conmigo en menor grado. El año
pasado me mostraron unas billeteras que tenían mi figura, que las estaban
vendiendo en la calle unos artesanos. Pero hablando de Andrés, su obra ya pasó
la prueba del tiempo, ya no es un mito que creamos unos pocos buenos amigos
sino que es una obra que, casi treinta años después, está siendo publicada en
varios idiomas, y él es un escritor que nunca se ha dejado de leer. ¡Qué viva la música! es una novela de
iniciación equiparable a El guardián
entre el centeno de J. D. Salinger. Son novelas que nunca pasan de moda.
Le traslado una
pregunta que en la película usted le hace a la última pareja de Carlos Mayolo.
¿Qué es lo que más extraña de él?
De Carlos Mayolo extraño muchísimas cosas. Creo que él fue
la persona con la que tuve la amistad más larga en mi vida, más de 50 años. Yo
conocí a Mayolo más tiempo de lo que pude conocer a mis padres. Me hace falta
su genialidad, su chispa, su buen humor, su manera muy atrevida de llevar la
vida, su irreverencia, sus juegos de palabras. Él era una persona brillante.
Yo, desde muy joven, tuve la suerte de conocer gente muy talentosa: Andrés
Caicedo, que desde que lo conocí era un genio, y Mayolo, que si no fue un
genio, por lo menos fue genial. Eso me ayudó mucho a crecer como artista y a
plantearme ciertos retos, porque en los tres había una gran precocidad, todos
comenzamos muy jóvenes. Éramos muy cercanos, y como éramos unos chicos del
norte de la ciudad, de cierta clase social, los tres nos “desclasamos” para
encontrar otras alternativas de vida y formar otros tipos de vínculos que no
fueran la familia tradicional, aunque de alguna forma éramos una familia
alrededor de la cual gravitaban los otros miembros del Grupo de Cali. Nosotros
éramos las cabezas visibles, pero no éramos los únicos, había gente que hacía
montaje, dirección artística, dirección de fotografía, escenografía, utilería.
Éramos prácticamente un grupo autosuficiente y dejamos una obra muy prolífica,
entre 1971 y 1991 no paramos de trabajar.
En sus películas
usted intenta no solo contar historias sino reflexionar sobre el oficio mismo
del cine y sobre su sentido. Todo comenzó
por el fin hace pensar que para usted el cine es, ante todo, una cuestión
de amigos, una vía para la diversión perpetua. ¿Es así?
Sí, yo soy de esa generación para la que, como dijo
Truffaut, el cine era más importante que la vida. Mi vida ha gravitado
alrededor del cine y me ha alejado de cosas como la política o la ecología,
esos temas que hay ahora para salvar el planeta. Yo no creo en esas causas,
para mí, mi causa es el cine, pero no lo veo como una herramienta para provocar
un cambio social o algo así. Yo no creo que el cine sea bueno para esos
propósitos. Creo que los cineastas, sobre todo los documentalistas, somos más
bien testigos del mundo, y mi función como testigo es la de mostrarle al
público que no vivimos en el mejor de los mundos, por eso mis películas son muy
pesimistas. Me identifico con personajes pesimistas como el escritor Fernando
Vallejo. Yo no veo que el hombre haya sido una cosa buena para el planeta; al
contrario, hemos destruido todo. Somos, como raza, un fracaso.
“Nosotros de rumba y
el mundo se derrumba” es un lema con el que se identificaba el Grupo de Cali y
que, podría decirse, definía su actitud ante la vida. ¿Lo asume como un
arrebato de juventud o como una postura todavía necesaria para resistir día a
día?
Yo diría que, sobre todo los que pasamos por la experiencia
de las drogas, lo hicimos para poder aguantarnos el mundo. Las drogas son para
quitar el dolor, a veces le ayudan a uno a vivir lo insoportable, en lo mental
y lo físico. Hacen más llevables la vida, la cotidianidad, el aburrimiento, y
en nuestro caso la cocaína, en los años ochenta, constituía una fuente
increíble de energía. Podíamos rodar 24 horas sin cansarnos, podíamos estar de
fiesta tres días seguidos, pero claro que eso tiene su precio, así como la
precocidad. Hay algunas personas que no han podido manejar las drogas y se les
han salido de las manos.
¿Cuál es su actual
estrategia para evadir el peso de la vida?
Transmitir ese punto de vista tan negativo sobre el ser
humano, aunque también destaco ciertas cosas como la amistad, el humor, la
cinefilia, pero en el fondo encuentro que la vida es muy invivible. Yo cada vez
le tengo menos apego.
Usted considera que el
cine documental es un arte biográfico, y que hacer un retrato es un trabajo de
memoria, pero también sostiene que el cine, ya sea documental o ficción, es
manipulación. ¿De qué manera concilia esas dos ideas?
Muy temprano me di cuenta de que el cine documental no era
lo que se decía de él. Se le daba mucho valor como poseedor de la verdad y la
objetividad, pero cuando vi El hombre de
la cámara, de Dziga Vértov, que quizá es el primer documental reflexivo
sobre el cine y donde se ven los poderes de la imagen, donde se ve cómo el cine
se puede manipular, entendí que no era así. Nunca estuve de acuerdo con esos
remoquetes de “cine verdad”, “cinéma
vérité francés”, “free cinema”.
Si tuviera que definir lo que es el cine documental volvería a la definición
fundacional que dio John Grierson en 1937 cuando vio la película Moana, de Robert Flaherty. Grierson dijo
que el documental era la interpretación creativa de la realidad. Allí está
implícita la no objetividad del cine, porque es el cineasta el que hace la
interpretación, el que tiene un punto de vista. Yo me he interesado por mostrar
esa manipulación que está presente en el documental, desde Agarrando pueblo en 1978 hasta Un
tigre de papel en el 2007, y trato de probar que los mismos dispositivos
que se pueden utilizar para contar la verdad se pueden utilizar para contar la
mentira.
¿El falso documental,
subgénero bastante abordado por usted, le ha servido para liberarse e incluso
burlarse de la obsesión por la búsqueda de la verdad, o más bien ha sido un
recurso para, de manera ficticia, llenar vacíos de la realidad?
Por un lado, hacer falsos documentales es muy divertido. Uno
siempre está pensando en el espectador respecto a cuál es el límite entre lo
creíble y lo no creíble, cuáles dispositivos son más creíbles que otros.
También es un cine muy reflexivo, cada decisión estética y técnica que se toma
cuestiona al mismo cine. Es una forma muy divertida de abordar la realidad sin
darle demasiada importancia a la política, las causas sociales y ese tipo de
cosas. Como dije, no creo en ninguna causa, nunca en mi vida he votado, nunca
he tenido un hijo, sigo consecuente con los ideales que tenía en los años
setenta.
Todo comenzó por el fin es también un retrato de lo que fue Cali en
los años 70 y 80. Al abordar esas décadas no se puede dejar de lado el tráfico
de drogas, la violencia y la pobreza, elementos que hacen parte de la noción de pornomiseria, sobre la cual usted ha
reflexionado bastante y cuyo término, incluso, es probable que lo haya
inventado. ¿Qué premisas se planteó para abordar estos temas en esta última
película?
Esta película no se interesa mucho por la pornomiseria, pero sí la toca porque fue
un tema muy importante en aquella época. La pornomiseria
no ha pasado de moda, y se ha extendido más allá del mundo del cine. En las
artes plásticas ahora se habla mucho del miserabilismo
y la pornomiseria, de la visión
neocolonial que desde afuera se puede tener de nuestros países. Pero si
habláramos de Agarrando pueblo (falso
documental realizado en codirección con Carlos Mayolo en 1978, en el que se
explota intencionalmente la imagen de la pobreza en Cali para criticar el
enfoque miserabilista de cierto cine latinoamericano en la época), veríamos que
es una película que ha tenido un renacimiento increíble: de ser vilipendiada en
el momento en que salió pasó a ser parte del pénsum de la mayoría de escuelas
de cine, o de la carrera de estudios culturales.
Si los años 70 y 80
fueron los de la pornomiseria para
una buena parte del cine latinoamericano, ¿cuáles son los temas estereotipados
en este momento?
No sabría decirlo. Yo me quedé en un cierto tipo de cine,
tengo un gusto un poco reaccionario. Del cine moderno, son pocos los directores
a los que les sigo la trayectoria completa, cosa que no me pasaba cuando les
seguía a los grandes maestros que estaban vivos cuando yo era joven. Yo veía
todo lo de Antonioni, de Bergman, de Fellini, de John Ford, de Buñuel. Ahora yo
veo que los directores se endiosan demasiado rápido y a veces solo hacen una
buena película, y también existen las modas que imponen los festivales y los
fondos para financiamiento de películas: un año se pone de moda el cine
filipino, otro año el cine tailandés, luego el cine iraní, y también cosas como
el slow cinema, esas películas donde
no pasa nada, donde solo se ve gente de espaldas caminar y caminar, un cine
aburrido. Yo prefiero a veces ver una película que ya he visto a ver una nueva
que me puede parecer insoportable.
¿Va al cine?
Trato de ir, pero la oferta de la cartelera cada vez es
menor.
¿En Colombia?
Sí, y en todo el mundo. Incluso en París ya no hay la oferta
que había en los años 70, cuando yo vivía aquí. Pero me gusta ir a la sala, me
gusta la experiencia de ver una película en grande. Sin embargo, el cine, con
el fenómeno de las salas multiplex, se desacralizó mucho. Cuando yo crecí los
cines eran unos templos, tenían una arquitectura muy interesante, la proyección
era un ritual, se abrían las cortinas, cambiaban los colores, se oscurecía la
pantalla, y esa experiencia comunitaria que tenía el cine se ha perdido mucho
porque ahora le gente puede ver películas acostada en la cama, con un dvd, o
verlas en un teléfono, pero no es lo mismo ver una comedia de Billy Wilder en
pantalla grande y en una sala llena que verla uno solo en el teléfono.
Publicado en Mundo Diners en agosto de 2016.