Luis Ospina: "Cada vez le tengo menos apego a la vida”

domingo, abril 02, 2017

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El cineasta colombiano Luis Ospina estuvo de paso por París en abril pasado para presentar su más reciente documental, Todo comenzó por el fin, que hizo parte de la retrospectiva que este año le dedicó el festival Edoc. Ospina habló de las zonas de luz y de sombra por las que ha recorrido en más de cuatro décadas de carrera.

1971 fue un año agitado para Cali. Fue cuando se realizaron allí los sextos Juegos Panamericanos y, para darles realce, las autoridades resolvieron cambiarle el rostro a la ciudad. Bajo el eslogan Cali, ciudad de América se buscó, acaso forzadamente, transformar su atmósfera apacible y provinciana por una moderna y pujante. Gran parte de su patrimonio arquitectónico fue destruido para hacer espacio a avenidas amplias y edificios ostentosos. Al tiempo que eso ocurría, la onda expansiva de lo que fue mayo del 68 llegaba con el retraso propio de la época, y en una parte de la juventud emergía una cierta rebeldía más introspectiva que militante. En ese contexto surgió un colectivo de artistas que recibió el nombre de Grupo de Cali, o, por el efecto de un chiste que duró para siempre, Caliwood.
Los fundadores fueron Luis Ospina, Carlos Mayolo y Andrés Caicedo, jóvenes de clase media-alta que apenas superaban los veinte años, cultivados, con acceso a los productos culturales que venían de Europa y Estados Unidos y que vivían obsesionados con la idea de una vida hecha de películas, rumba y vértigo. A su alrededor se juntaron progresivamente profesionales del cine, artistas plásticos, fotógrafos y actores de teatro, muchos de los cuales desarrollaron carreras exitosas.
El mismo año en que surgió el Grupo de Cali, el fotógrafo Hernando Guerrero fundó Ciudad Solar, el primer centro cultural autogestionado de Colombia. Instalada en una casona que pertenecía a la familia de Guerrero y que quedaba en el casco colonial de Cali, Ciudad Solar tenía salas para exposiciones y espectáculos, un estudio de fotografía, un taller de serigrafía y la sala de proyecciones donde funcionó el célebre Cineclub de Cali creado por Andrés Caicedo. Ciudad Solar fue un epicentro de creación con alma de comuna hippie, una isla ardiente en medio de un Cali desdibujado. Fue también un sueño tan placentero como breve. En 1973, la familia de Guerrero retomó la casa y el centro cultural se deshizo, pero el Grupo de Cali ya estaba montado en lo que serían 20 años de producción desenfrenada, impulsada tanto por una creatividad inagotable como por el empujón que daba la cocaína. “No distinguíamos cuando estábamos trabajando y cuando estábamos de rumba”, dirán más tarde varios de sus miembros.
El grupo se disolvió en 1991, cuando sus miembros habían emigrado a Bogotá para trabajar en televisión, el Estado había dejado de otorgar fondos a la producción cinematográfica y el narcotráfico había permeado todos los sectores de la sociedad. Tras dos décadas de trabajo vertiginoso quedaron 38 películas con la firma del grupo. Luis Ospina y Carlos Mayolo, individualmente y como dupla, se convirtieron en referentes del cine colombiano, y varias de sus obras alcanzaron notoriedad alrededor del mundo.
Andrés Caicedo se volvió un mito.
El 4 de marzo de 1977, a los 25 años, sumido en la depresión e intoxicado con una sobredosis de sedantes, se suicidó. No logró cumplir su sueño de hacer cine (Angelita y Miguel Ángel, el largometraje de ficción que empezó a filmar en 1971 en codirección con Mayolo y que habría sido el primero en Colombia acerca de la juventud, tema que lo obsesionaba, quedó inconcluso por diferencias entre los dos realizadores), pero sofocó sus últimos años escribiendo teatro, literatura y guiones. El mismo día que se mató recibió por correo el primer ejemplar de su novela ¡Que viva la música!, hoy convertida en una obra de culto.
Treinta años más tarde, corroído por los efectos de las drogas y el alcohol, murió también Carlos Mayolo. De los fundadores del Grupo de Cali quedó solamente Ospina. En 2013, el sobreviviente se propuso hacer un documental sobre la historia del Grupo de Cali. Debía ser una película retrospectiva orientada a las figuras de Mayolo y Caicedo, pero a poco de empezar a rodarla, Ospina supo que estaba enfermo de un cáncer gastrointestinal y entonces el enfoque tuvo que cambiar. El resultado fue una portentosa obra de tres horas y media de duración en la que Ospina hace el esfuerzo, tan doloroso como liberador, de recorrer su obra, su vida y lo que pudo haber sido su muerte. Habiendo ido en reversa desde ese presente angustiado, terminó llamando a la película Todo comenzó por el fin.
Luis Ospina, de 66 años, me recibió una fría mañana de abril (de 2016) en su hotel en la zona de Saint-Germain-de-Prés. Estuvo de paso por París para presentar su documental en el marco de un programa artístico llamado Caliwood, organizado por la Fondation Cartier pour l´art contemporain. Había tenido varios compromisos en los últimos días y lucía agotado, el hablar parsimonioso, la mirada débil, un aspecto que parecía reflejar no solamente el efecto de las circunstancias sino el de una salud -como relata en su película- afectada desde la infancia por una serie de dolencias que le sembraron su temor a la muerte. Al hablar del Grupo de Cali, Ospina revive todo, los fantasmas y las zonas de luz.
Usted ha dicho que hace cine para intentar ver el mundo a través de los ojos de sus personajes. Todo comenzó por el fin lo tiene a usted mismo como personaje. ¿Qué pudo ver a través de aquel Luis Ospina del Grupo de Cali?
En un momento en que estaba haciendo esa película, que podría decir es de proporciones épicas por su duración y por el amplio espectro de temas que cubre, llegué a pensar que toda mi obra anterior era como un work in progress, un material en bruto necesario para poder hacerla. Esta película junta prácticamente todos los temas que yo he tocado en los más de 30 filmes que he realizado, y el hecho de ser la más autobiográfica me puso a pensar más en el ayer y en el hoy, en la vida y en mi obsesión por la muerte, en la autodestrucción; pero al mismo tiempo es una película que exalta mucho la amistad y, desde luego, la cinefilia. 
¿Le permitió dominar su obsesión por la muerte?
Sí, creo que esta película cumple un proceso catártico por varias razones: es una película sobre el duelo por la muerte súbita de uno de mis amigos, Andrés Caicedo, y por la muerte que podría llamar por suicidio a largo plazo, a causa de las drogas y el alcohol, de Carlos Mayolo. Yo me consideraba el sobreviviente de ese grupo, y ya al estar en peligro sentí que no era tanto un sobreviviente sino un moribundo. En ese sentido, la película se volvió testamentaria, porque llegué a pensar que era la última película que iba a realizar, incluso pensé que yo no la iba a terminar y que mis amigos iban a tener que hacerlo.
Esta película constituye entonces el cierre del duelo por sus dos amigos.
Sí, con esto cierro ese tema, que ya lo había tocado en la película Unos pocos buenos amigos, sobre Andrés Caicedo, y en otras acerca de la destrucción de Cali.
¿Se animaría a pensar en lo que podría estar haciendo Andrés Caicedo en este momento, en cuáles serían sus temas de interés?
No, porque nunca podría imaginarme a Andrés Caicedo vivo. Andrés Caicedo fue lo que fue e hizo lo que hizo como él lo tenía planeado. Él estaba obsesionado con morir antes de los 25 años, y por eso, en su carrera como escritor, dramaturgo, crítico de cine, que fue de más de una década, fue muy prolífico. Él creía que había que morir joven y dejar obra, y eso es lo que hizo, lo que pasa es que cuando murió, él era un autor prácticamente inédito, había publicado solamente un relato, El atravesado, con plata de la mamá, y el día que se suicidó fue el día que recibió el primer ejemplar de ¡Qué viva la música! Toda la obra inédita de él la hemos ido publicando Sandro Romero (escritor y dramaturgo que también perteneció al Grupo de Cali) y yo. Sacamos algunos libros, pero ahora son las hermanas y agentes literarios los que se ocupan  de eso.
Usted ayudó a crear el mito sobre Andrés Caicedo al realizar la primera película sobre él (Unos pocos buenos amigos, 1987). ¿En algún momento le resultó incómodo cargar la sombra de ese mito?
Sí. Lo que pasa es que al principio la gente pensó que Andrés Caicedo era una invención mía y de Sandro Romero, tal vez porque nosotros fuimos los encargados de publicar la obra. Por otro lado, Andrés Caicedo es ese personaje típico que muere joven y bello, y el suicidio ayuda a darle mito al personaje, así como pasó con las muertes de Kurt Cobain o de James Dean. Caicedo se volvió un ícono para el resto de la juventud, y ese mito se malinterpretó y casi se vulgarizó, hasta el punto que veías a personas que eran como clones de él, o que se hacían tatuar su cara en el brazo. Y eso no solo pasó con Caicedo sino también con Mayolo, y conmigo en menor grado. El año pasado me mostraron unas billeteras que tenían mi figura, que las estaban vendiendo en la calle unos artesanos. Pero hablando de Andrés, su obra ya pasó la prueba del tiempo, ya no es un mito que creamos unos pocos buenos amigos sino que es una obra que, casi treinta años después, está siendo publicada en varios idiomas, y él es un escritor que nunca se ha dejado de leer. ¡Qué viva la música! es una novela de iniciación equiparable a El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Son novelas que nunca pasan de moda.
Le traslado una pregunta que en la película usted le hace a la última pareja de Carlos Mayolo. ¿Qué es lo que más extraña de él?
De Carlos Mayolo extraño muchísimas cosas. Creo que él fue la persona con la que tuve la amistad más larga en mi vida, más de 50 años. Yo conocí a Mayolo más tiempo de lo que pude conocer a mis padres. Me hace falta su genialidad, su chispa, su buen humor, su manera muy atrevida de llevar la vida, su irreverencia, sus juegos de palabras. Él era una persona brillante. Yo, desde muy joven, tuve la suerte de conocer gente muy talentosa: Andrés Caicedo, que desde que lo conocí era un genio, y Mayolo, que si no fue un genio, por lo menos fue genial. Eso me ayudó mucho a crecer como artista y a plantearme ciertos retos, porque en los tres había una gran precocidad, todos comenzamos muy jóvenes. Éramos muy cercanos, y como éramos unos chicos del norte de la ciudad, de cierta clase social, los tres nos “desclasamos” para encontrar otras alternativas de vida y formar otros tipos de vínculos que no fueran la familia tradicional, aunque de alguna forma éramos una familia alrededor de la cual gravitaban los otros miembros del Grupo de Cali. Nosotros éramos las cabezas visibles, pero no éramos los únicos, había gente que hacía montaje, dirección artística, dirección de fotografía, escenografía, utilería. Éramos prácticamente un grupo autosuficiente y dejamos una obra muy prolífica, entre 1971 y 1991 no paramos de trabajar.
En sus películas usted intenta no solo contar historias sino reflexionar sobre el oficio mismo del cine y sobre su sentido. Todo comenzó por el fin hace pensar que para usted el cine es, ante todo, una cuestión de amigos, una vía para la diversión perpetua. ¿Es así?
Sí, yo soy de esa generación para la que, como dijo Truffaut, el cine era más importante que la vida. Mi vida ha gravitado alrededor del cine y me ha alejado de cosas como la política o la ecología, esos temas que hay ahora para salvar el planeta. Yo no creo en esas causas, para mí, mi causa es el cine, pero no lo veo como una herramienta para provocar un cambio social o algo así. Yo no creo que el cine sea bueno para esos propósitos. Creo que los cineastas, sobre todo los documentalistas, somos más bien testigos del mundo, y mi función como testigo es la de mostrarle al público que no vivimos en el mejor de los mundos, por eso mis películas son muy pesimistas. Me identifico con personajes pesimistas como el escritor Fernando Vallejo. Yo no veo que el hombre haya sido una cosa buena para el planeta; al contrario, hemos destruido todo. Somos, como raza, un fracaso.
“Nosotros de rumba y el mundo se derrumba” es un lema con el que se identificaba el Grupo de Cali y que, podría decirse, definía su actitud ante la vida. ¿Lo asume como un arrebato de juventud o como una postura todavía necesaria para resistir día a día?
Yo diría que, sobre todo los que pasamos por la experiencia de las drogas, lo hicimos para poder aguantarnos el mundo. Las drogas son para quitar el dolor, a veces le ayudan a uno a vivir lo insoportable, en lo mental y lo físico. Hacen más llevables la vida, la cotidianidad, el aburrimiento, y en nuestro caso la cocaína, en los años ochenta, constituía una fuente increíble de energía. Podíamos rodar 24 horas sin cansarnos, podíamos estar de fiesta tres días seguidos, pero claro que eso tiene su precio, así como la precocidad. Hay algunas personas que no han podido manejar las drogas y se les han salido de las manos.
¿Cuál es su actual estrategia para evadir el peso de la vida?
Transmitir ese punto de vista tan negativo sobre el ser humano, aunque también destaco ciertas cosas como la amistad, el humor, la cinefilia, pero en el fondo encuentro que la vida es muy invivible. Yo cada vez le tengo menos apego.
Usted considera que el cine documental es un arte biográfico, y que hacer un retrato es un trabajo de memoria, pero también sostiene que el cine, ya sea documental o ficción, es manipulación. ¿De qué manera concilia esas dos ideas?
Muy temprano me di cuenta de que el cine documental no era lo que se decía de él. Se le daba mucho valor como poseedor de la verdad y la objetividad, pero cuando vi El hombre de la cámara, de Dziga Vértov, que quizá es el primer documental reflexivo sobre el cine y donde se ven los poderes de la imagen, donde se ve cómo el cine se puede manipular, entendí que no era así. Nunca estuve de acuerdo con esos remoquetes de “cine verdad”, “cinéma vérité francés”, “free cinema”. Si tuviera que definir lo que es el cine documental volvería a la definición fundacional que dio John Grierson en 1937 cuando vio la película Moana, de Robert Flaherty. Grierson dijo que el documental era la interpretación creativa de la realidad. Allí está implícita la no objetividad del cine, porque es el cineasta el que hace la interpretación, el que tiene un punto de vista. Yo me he interesado por mostrar esa manipulación que está presente en el documental, desde Agarrando pueblo en 1978 hasta Un tigre de papel en el 2007, y trato de probar que los mismos dispositivos que se pueden utilizar para contar la verdad se pueden utilizar para contar la mentira.  
¿El falso documental, subgénero bastante abordado por usted, le ha servido para liberarse e incluso burlarse de la obsesión por la búsqueda de la verdad, o más bien ha sido un recurso para, de manera ficticia, llenar vacíos de la realidad?
Por un lado, hacer falsos documentales es muy divertido. Uno siempre está pensando en el espectador respecto a cuál es el límite entre lo creíble y lo no creíble, cuáles dispositivos son más creíbles que otros. También es un cine muy reflexivo, cada decisión estética y técnica que se toma cuestiona al mismo cine. Es una forma muy divertida de abordar la realidad sin darle demasiada importancia a la política, las causas sociales y ese tipo de cosas. Como dije, no creo en ninguna causa, nunca en mi vida he votado, nunca he tenido un hijo, sigo consecuente con los ideales que tenía en los años setenta.
Todo comenzó por el fin es también un retrato de lo que fue Cali en los años 70 y 80. Al abordar esas décadas no se puede dejar de lado el tráfico de drogas, la violencia y la pobreza, elementos que hacen parte de la noción de pornomiseria, sobre la cual usted ha reflexionado bastante y cuyo término, incluso, es probable que lo haya inventado. ¿Qué premisas se planteó para abordar estos temas en esta última película?
Esta película no se interesa mucho por la pornomiseria, pero sí la toca porque fue un tema muy importante en aquella época. La pornomiseria no ha pasado de moda, y se ha extendido más allá del mundo del cine. En las artes plásticas ahora se habla mucho del miserabilismo y la pornomiseria, de la visión neocolonial que desde afuera se puede tener de nuestros países. Pero si habláramos de Agarrando pueblo (falso documental realizado en codirección con Carlos Mayolo en 1978, en el que se explota intencionalmente la imagen de la pobreza en Cali para criticar el enfoque miserabilista de cierto cine latinoamericano en la época), veríamos que es una película que ha tenido un renacimiento increíble: de ser vilipendiada en el momento en que salió pasó a ser parte del pénsum de la mayoría de escuelas de cine, o de la carrera de estudios culturales.
Si los años 70 y 80 fueron los de la pornomiseria para una buena parte del cine latinoamericano, ¿cuáles son los temas estereotipados en este momento?
No sabría decirlo. Yo me quedé en un cierto tipo de cine, tengo un gusto un poco reaccionario. Del cine moderno, son pocos los directores a los que les sigo la trayectoria completa, cosa que no me pasaba cuando les seguía a los grandes maestros que estaban vivos cuando yo era joven. Yo veía todo lo de Antonioni, de Bergman, de Fellini, de John Ford, de Buñuel. Ahora yo veo que los directores se endiosan demasiado rápido y a veces solo hacen una buena película, y también existen las modas que imponen los festivales y los fondos para financiamiento de películas: un año se pone de moda el cine filipino, otro año el cine tailandés, luego el cine iraní, y también cosas como el slow cinema, esas películas donde no pasa nada, donde solo se ve gente de espaldas caminar y caminar, un cine aburrido. Yo prefiero a veces ver una película que ya he visto a ver una nueva que me puede parecer insoportable.
¿Va al cine?
Trato de ir, pero la oferta de la cartelera cada vez es menor.
¿En Colombia?
Sí, y en todo el mundo. Incluso en París ya no hay la oferta que había en los años 70, cuando yo vivía aquí. Pero me gusta ir a la sala, me gusta la experiencia de ver una película en grande. Sin embargo, el cine, con el fenómeno de las salas multiplex, se desacralizó mucho. Cuando yo crecí los cines eran unos templos, tenían una arquitectura muy interesante, la proyección era un ritual, se abrían las cortinas, cambiaban los colores, se oscurecía la pantalla, y esa experiencia comunitaria que tenía el cine se ha perdido mucho porque ahora le gente puede ver películas acostada en la cama, con un dvd, o verlas en un teléfono, pero no es lo mismo ver una comedia de Billy Wilder en pantalla grande y en una sala llena que verla uno solo en el teléfono.

Publicado en Mundo Diners en agosto de 2016.

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