Bouquinista del Sena

lunes, mayo 23, 2016



François vende libros en uno de esos kioskos que adornan los bordes del río parisino, pero en realidad su oficio consiste en ver el tiempo pasar. Lleva 22 años como librero y se da cuatro más antes de marcharse. Ojalá, dice, que cuando llegue ese momento alguien le compre el negocio completo, de lo contrario tendrá que vender solo la estructura de madera y cargar consigo su colección de “no sé cuantos” libros y revistas. Lo suyo son, principalmente, las revistas clásicas, de lo infantil al porno, del cine a las historietas de aventuras: Playboy, Penthouse, Lui, Premiere, Corto Maltés, Mickey Parade.  
Es posible, sin embargo, que nadie quiera comprarle ni siquiera la madera porque dentro de cuatro años los libreros del Sena podrían ser tan solo la imagen de una postal. Los primeros comerciantes de libros usados y ediciones antiguas  empezaron a recorrer los bordes del río en el siglo XVI. Luego, a mediados del XVII, algunos se instalaron en la ribera izquierda del muelle con cajones que armaban y desarmaban cada día. Se les dio el nombre de bouquinistes de la Seine, término derivado de bouquin, palabra con la que entonces se designaba específicamente a un libro viejo y usado, y que ahora se utiliza en argot como sinónimo de libro. En 1891 se les autorizó a los libreros montar kioskos estacionarios, “cajas”, como se las llama hasta hoy, que se uniformizaron en su diseño, en sus dimensiones, en su color verde wagon que es el mismo de todo el mobiliario público de la ciudad, y en su modesto mecanismo de seguridad con dos o tres candados.
Según los registros, actualmente existen alrededor de 900 cajas y 220 libreros instalados a lo largo de tres kilómetros al filo del Sena, pero cada vez son menos los que atienden con regularidad. Frente a la Cité des Arts, en el Quai de Celestins, donde François tiene su kiosko, de los 15 existentes solo el suyo y tres más permanecen abiertos. “La culpa es de Internet”, dice el librero. Si el negocio de las librerías tradicionales se ha debilitado desde la irrupción en el mercado de empresas virtuales como Amazon, más todavía el de los viejos kioskos de libros usados. Su público es un nicho particular compuesto por buscadores de rarezas y ediciones descatalogadas, por nostálgicos de alguna revista desaparecida, por uno que otro coleccionista y algún turista entusiasmado. Frente a ellos, por apuntar a otro nicho, llevan una cierta ventaja los kioskeros que ofrecen acuarelas, timbres postales, fotos antiguas o baratijas relativas a los grandes monumentos de la ciudad.
No es difícil convertirse en un librero del Sena, lo complicado es sobrevivir del oficio. Basta un dossier con documentos personales y una carta de motivación para obtener el permiso de la administración correspondiente, y si no se le compra la estructura a un comerciante que va de salida, se encuentra un espacio libre en el muelle y se instala un kiosko nuevo. Los libreros no pagan impuestos ni alquiler por el espacio utilizado. Salvo que el clima lo impida, deben atender al menos cuatro días a la semana a partir de las 11 y media de la mañana. François trabaja de 12h00 a 17h00 y sus revistas tienen un precio promedio de 4 euros. Apenas tres personas se acercaron a curiosear durante la media hora que conversamos. Nadie compró nada. “No es un negocio muy fácil. No siempre es fácil llegar al final del mes”, reconoce.
Solamente cuando llueve demasiado, cuando hay nieve o cuando el pronóstico anuncia temperaturas bajo cero, François no sale a trabajar, pero si el invierno es clemente como el de este año, ve pasar las horas sentado en un taburete de plástico bajo el angosto techo de su kiosko, o ve pasar los barcos por las aguas del Sena desde la banca pública que tiene frente a él sobre la acera. François ya ni siquiera lee en sus horas de trabajo. “Me estorba el ruido de los automóviles”, dice. Solo cuando está en su casa vuelve a ser el lector constante que se considera. Prefiere la literatura fantástica y la ciencia ficción.
Hace mucho que François no ha visto al vendedor del kiosko que está a su izquierda. Ni al que le sigue. Ni al de más allá. “Cada vez somos menos”, explica sin lamentarse. Algún día, dentro de cuatro años si para ese momento el oficio todavía existe, a él también dejarán de verlo y quizá nadie sepa qué pasó con él. Ni él mismo lo sabe. Cree, no obstante, que entre sus colegas dejará algún recuerdo, porque dice que fue el primero, hace 22 años, que forró sus libros y revistas con papel celofán para que resistieran el paso del tiempo.

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