Filmar el museo*

lunes, febrero 02, 2015


Entre la literalidad y la crítica se suele perder de vista la dimensión emocional de los museos. El lugar donde se conservan y se exhiben objetos artísticos; un símbolo hegemónico que mantiene viva la –discutible- brecha entre la llamada alta cultura y la cultura popular. Pero habría que ser más sentimentales: el museo puede ser también el contenedor de las pasiones más urgentes.

Frederick Wiseman, el veterano documentalista “de las instituciones y los sitios emblemáticos ” (State Legislature, sobre el edificio de la legislatura en Idaho; La Danse, sobre el Ballet de l´Opéra National de Paris; At Berkeley, sobre la famosa universidad californiana; el Central Park, el zoológico de Miami, el Metropolitan Hospital en Harlem, entre sus más de cuarenta películas), penetra en la National Gallery, el principal museo de pintura de Londres, no solo para develarlo en su funcionamiento interno sino para absorber su pulso vital. National Gallery, con sus casi tres horas de duración, es mucho más que un behind the scenes exhaustivo y algo muy distinto a un documental institucional de promoción.


En los años setenta, los sociólogos franceses Daniele Garaudy y Henri Bouilhet plantearon un esquema básico con los pilares constitutivos de un museo: continente (edificio), contenidos (colecciones), personal interno (administrativos, especialistas, técnicos, etc.) y personal externo (público). Es irrelevante saber si Wiseman lo tomó en cuenta o no, lo cierto es que son esos elementos los que aborda para trazar un retrato humanizado –sensibilizado por las pasiones- de una entidad que pareciera tener el alma adusta.


El edificio es presentado en planos fijos con su ubicación imponente sobre una explanada al costado norte de Trafalgar Square. Se le concede un aura de majestuosidad y se realza su presencia solemne, pero también se lo exhibe inerme ante la transgresión, expuesto al sacrilegio, cuando un comando de Greenpeace interviene su fachada con un telón que lleva un mensaje ambientalista; o cuando, ante la expectativa por la apertura de una exposición de Leonardo da Vinci, el público se toma el exterior arrumado en bolsas de dormir y tiendas de campaña. Puertas adentro, en una reunión administrativa, el personal debate sobre el peso simbólico que el museo tiene para la ciudad y sobre la necesidad de involucrarlo en campañas benéficas o en eventos de la cultura popular para alivianarle su representación elitista. El documentalista estadounidense deja en evidencia que en la noción de poder inherente a las instituciones reside una ineluctable naturaleza dialéctica.


La colección permanente de la National Gallery consta de más de 2300 obras de entre mediados del siglo trece e inicios del veinte. Decir pasión es decir poco para lo que ponen en juego los expertos que descifran los significados de varias de ellas, que relatan los pormenores de su creación, que comparten las dudas que todavía dejan planteadas a pesar de lo tanto que han sido auscultadas. Cuadros de Rembrandt, Rubens, Titien, Turner, da Vinci son explicados por curadores, artistas contemporáneos, restauradores, historiadores del arte, investigadores. En el caso de la National Gallery, lo que entendemos como guías de museo no puede llamarse menos que maestros de conferencias. Su trabajo no se limita a traducir con destreza los símbolos inmersos en las imágenes, sino a ofrecerle al público reflexiones casi radicales que interpelan las certezas: “El arte no es en sí la fotografía, la pintura, la música -dice una experta-. La belleza del arte está en que contiene todo”. “Lo que me gusta del arte en relación a las matemáticas –dice otro, ante un grupo de niños fascinados-, es que en el arte hay más de una forma para explicar que algo es bueno”. “Los cuadros cambian, se expresan de distinta forma con el paso del tiempo”, dice una tercera, y eso sirve no sólo como una síntesis del carácter casi biológico con el que nos es presentado el museo, sino también, en un plano menos metafórico, como una vía para apreciar el rol determinante de los expertos en restauración, que con pericia de forense y aplomo de arqueólogo penetran en la genealogía gastada de los cuadros para, periódicamente, devolverlos a la vida. El lugar que a estos maestros se les otorga en la película es una merecida celebración de la técnica, la artesanía y la tradición.


Por la reverencia con que se refieren a las obras, por la liturgia desplegada en el acto de transmitir sus conocimientos, los expertos se revelan no como meros canales comunicantes sino como médiums iluminados. Wiseman se interesa por la forma en que circulan las ideas, por la manera en que una institución pública las pone al servicio de la sociedad. La sociedad, es decir el público que año tras año rompe las expectativas de asistencia a las exposiciones, mantiene un papel más bien pasivo, contemplativo, asimilador; pero para otorgarle su lugar de todas formas importante, el director pone la cámara muy cerca de los rostros absortos, como para que seamos testigos del momento en que entre el arte y el público se hace la comunión.


Pero los recursos cinematográficos de Wiseman también resultan médiums para nuestra forma de apreciar la pintura. Las obras de los maestros –cuadros en sí- se vuelven también cuadros –frames- del filme de Weisman. Sus encuadres, sus recortes, sus acercamientos; los discursos que recoge en estilo directo –no entrevistas, no declaraciones preparadas- y el montaje con el que resuelve las 160 horas de filmación logradas durante tres meses del año 2012, constituyen una forma de traducción. Con Wiseman de por medio, el arte pictórico de la National Gallery trasciende la relación con su público habitual y se ofrece desentrañado a los espectadores en la sala de cine.


En su película Boxing Gym (2011), gente diversa de Austin, Texas, se reúne a entrenar en un pequeño gimnasio de barrio. En lugar del imaginario agresivo y machista asociado al boxeo, lo que se descubre es un ambiente de camaradería y disfrute; un microcosmos que se autorregula armoniosamente con base en el respeto, la solidaridad y la disciplina: una isla modélica como antítesis del exterior. Ahí también Wiseman, con sus más de ochenta años a cuestas, busca una bocanada de oxígeno.


Habría que ser entonces no solo más sentimentales sino también voluntariamente ilusos. Tal como lo transmite Wiseman, el arte, el arte contenido en un museo, cuenta como una opción para distraernos del desastre. Mientras el mundo nos enseña día tras día que no hay otro destino que la desesperanza, quedan espacios para la evasión. Con lo restrictivo que puede ser, el arte, aun dentro de un sistema de jerarquías, bien puede significar una forma de la utopía.


*Publicado en la revista Qué pasa.


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