LA VIDA DE LOS OTROS: La mujer acolchonada
viernes, noviembre 28, 2014
Mientras que la densidad poblacional del área urbana de Londres
es de 85 habitantes por hectárea y la de Berlín de 103, la de París es de 202
habitantes por hectárea. En esas condiciones, la cercanía entre las personas resulta
más un imperativo que un gesto de buena voluntad. Vivir entre el gentío, sin
embargo, puede ser provechoso: las multitudes estimulan el espíritu espía que
tenemos más o menos disimulado.
Un ensayo de la fotógrafa Gail Albert Halaban, que hace poco
circuló en Internet y fue entusiastamente comentado, reveló esa fantasía. Apostada
en ventanas de edificios parisinos, Albert hizo tomas de los departamentos de
alrededor para captar instantes de intimidad. No usó un teleobjetivo y mantuvo
una distancia prudente para no caer en la ilegalidad o en el morbo. Sus
fotografías no muestran escenas extraordinarias y por eso se parecen a las que podemos
observar en cualquier momento cuando al frente las cortinas están abiertas. Aunque pudoroso, su trabajo no deja de ser voyeurista, tal como puede ser
nuestro corriente hábito de espiar en el vecindario.
El ímpetu del intruso puede ejercitarse a diversas
distancias focales. A menos que el mal aliento, la caspa o la bromhidrosis lo
impidan, mientras más grave es el hacinamiento más intenso es el deseo de entrometerse.
El contexto idóneo lo pone cualquier vagón de metro en hora pico.
De observar las portadas de los libros para saber por puro
antojo lo qua va leyendo la gente, hace unos días pasé a un nivel superior de fisgoneo.
Diría que ese paso fue una reacción natural ante la limitación de posibilidades:
lo que la mayoría de la gente hoy lleva entre las manos es un aparato
electrónico o su ancestro en papel. Nadie lleva, por ejemplo, un yoyo o un cuaderno
de dibujo, y nadie por acá se pasea haciendo ruido con dos medias conchas o con
dos pepas de durazno.
Ayer iba en el metro leyendo un libro de Barthes. Quien
tuviera una afición similar a la mía habría advertido el elegante Citroën DS
que decora la portada. Estaba sumergido en una disertación acerca del steak con
papas fritas cuando una mujer voluminosa se sentó a mi lado y con su cadera me
tumbó el brazo con el que sostenía el libro. No recuperé la posición de lectura
porque me distraje con el tamaño de sus botas. Era un corpulento par del tipo
esquimal de caña media, con el exterior en gamuza y el interior afelpado.
Siempre pensé que ese modelo se comercializó para otorgar a las usuarias la sensación
de mantenerse en casa con las pantuflas puestas. Suelen tener una fea vejez
–las botas-, a menudo se deforman en la zona de los talones y al ser de
esqueleto endeble hacen que los pasos se vean también gualingos. Con
frecuencia, la felpa que sobresale por encima de la caña se percude, lo cual
hace que, efectivamente, uno las imagine mejor puertas adentro.
Al observar el resto de su atuendo supuse que la mujer no
solo buscaba sentirse dentro de casa sino debajo de las cobijas. Llevaba un
pantalón gris de deporte y una chompa celeste acolchonada con un penacho sintético
en el borde de la capucha. Frente a nosotros iba una rubia que escuchaba música con
audífonos y mantenía la correcta postura con la espalda erguida. La mujer a mi
lado, con el semblante acongojado y los hombros caídos, era su antítesis.
Ambas tenían las manos ocupadas. La rubia sostenía
relajadamente un iPhone del que salía un ritmo downtempo que la hacía cabecear despacito. La mujer de las botas peludas
tecleaba en su Galaxy gran formato con el cansancio de un notario.
Ver de reojo es una destreza que ejercito con intención lúdica, pero que originalmente heredé como
instinto de conservación. Cuando era
pequeño y paseaba con mis padres por zonas de cuidado, era frecuente que mi
madre, sin que nada en el entorno lo hiciera evidente, nos advirtiera en voz
baja que alguien nos había “puesto el ojo” y que debíamos tener cuidado para no
dejarnos robar. La que “ponía el ojo” era ella. Como los gatos, ni siquiera tenía
que girar el cuello; su pericia residía en el ágil bamboleo del globo ocular.
Con la misma habilidad espié a la mujer a mi lado y entonces
entendí por qué su aura parecía escondida bajo una almohada. Lo que alcancé a
leer del mensaje de texto que escribía decía esto: tú sabes que yo sigo creyendo con todas mis fuerzas en nosotros a pesar
de todo lo que he sufrido…
Un frenazo del metro me hizo perder el enfoque. Cuando pude
volver a mirar, había llegado el mensaje de respuesta: tú sabes que yo también te amo. El remitente estaba anotado con su
nombre y al lado tenía la palabra Amor.
Curiosear de reojo en los libros que la gente lee puede dar
una idea racional de su universo cultural. Espiar los contenidos de los teléfonos
celulares, si no es la NSA la que ejecuta la operación, puede sumergirnos en un viaje de pasiones, y eso a ningún trayecto en metro le viene mal.
En tiempos de mega espionaje, o todos somos víctimas o todos
podemos ser infractores. Para quitarme cualquier sentimiento de culpa recordé que Juan Villoro dijo que a los que se nos da por escribir se
nos da por interesarnos en la vida de los otros. Y también recordé que dijo que
los mensajes de texto son ahora lo que antes eran los silbidos para comunicarse
y cortejar. Imaginé los mensajes del metro como unos soplidos lánguidos o como
unos gemidos de ahogo.
La mujer de las botas afelpadas sabía de pasiones. Tras
recibir su mensaje de respuesta arrancó una partida de Candy Crush.
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