El buen comportamiento del Rock en Seine

jueves, septiembre 26, 2013


Día 1. Viernes 23 de agosto. Son las últimas horas del verano, las chicas siguen vistiendo ligero y hacia las siete de la tarde en el parque Saint Cloud, en las afueras de París, hay unas 30 mil personas enfiestadas -con cordura-. El lugar fue concebido en el siglo XVII por el paisajista de Luis XIV y está clasificado como monumento histórico por la belleza de su vegetación, quizás por eso la fiesta mantiene una compostura soberana.

En el escenario principal, Tame Impala está en la mitad de su show. Hay mil capas de sonidos etéreos condensadas en la única canción que puedo escuchar. El sonido, nítido, alcanza como para un estadio. La introducción, que parece no acabará nunca, salta de pronto a un traqueteo dance y, entre el público, lo que era un mausoleo contemplativo se convierte en una pista de baile. Los comentarios dirán más tarde que a los muchachos les queda bien la etiqueta de nuevos prodigios de la psicodelia.

Hay que moverse, en la tarima llamada La Cascade, Alt-J está por empezar. Para llegar allí hay que atravesar 500 metros de puestos de cerveza, kioskos de comidas del mundo, jardines de descanso, salas de atracciones: un campamento vacacional para hipsters.


A las 19h45 aparece el grupo, manos arriba el teclista para formar con índice y pulgar el triángulo de su logo. El concierto empieza como el disco, con los tres primeros temas: Intro, Interlude y Tessellate. El público, compuesto mayoritariamente por jóvenes que apenas superan los veinte años, desata el entusiasmo desde el primer acorde, pero el entusiasmo se estanca hacia el quinto tema porque a pesar de no haber continuado con el orden del disco –el haberlo hecho hubiera condenado el concierto al sopor-, el sonido permanece tan limpio y calculado como si saliera de un reproductor. Las armonías vocales son perfectas; la batería, sin un solo platillo, lleva el beat con la caja y alterna con una campana y una pandereta. Los dos toms suenan enormes, el bombo se siente en el estómago. Todo bien, salvo que si no fuera porque el teclista ensaya para el público un par de frases en francés y porque el bajista, con su copete casi albino y sus estirones culebreros, recuerda a un Thom Yorke juvenil, aquello parecería un concierto de cámara.

En vivo se esperan versiones distintas, arreglos variados, medleys, remixes, aullidos, pero los ingleses, a pesar de que ellos también apenas superan los veinte, se esfuerzan por mantenerse austeros. Pero el público aguanta, el público no exige. Y por ahí no faltará la bandera de México. Montado en los hombros de otro, el güey sacude su tricolor intentando sacarle una sonrisa al cantante, pero éste, adusto y ensimismado, ganado unos años con su barba colorada de dos meses, ni lo regresa a ver y sigue, eso sí, templado con su magnífica voz constipada. Alt-J toca perfecto, pero la perfección le anula el feeling.

En el escenario principal, desde las 20h45, cuando la noche ha caído y las luces ya son escenografía, está Franz Ferdinand. Han revivido. Sus riffs pueden sonar gastados, pero suenan duro. Una hora y veinte minutos de concierto, hit tras hit, alargando los finales para alargar el deleite. Si Joe Newman, el pelirrojo inglés cantante de Alt-J se mantuvo en su burbuja, el pelirrojo escocés de Franz Ferdinand juega al borde de la demagogia. This is fire, Take me out, The dark of the matinée y más éxitos, uno tras otro en un popurrí sin cortes, sirven para manejar al público a su antojo, haciéndolo corear –eeeo, eeeo- y explotar cuando las luces y las distorsiones de la guitarra de Nick McCarthy también explotan. Franz Ferdinand maneja un show de 220 voltios, puro rock and roll en la cancha. Al final, sobre Outsiders, los cuatro miembros, baquetas en mano, le atacan a la batería como en una pieza de stomp demente. Se merecen la ovación.

Al escenario llamado Industrie, intermedio en tamaño y en potencia de sonido entre el principal y el de la Cascade, el decorado del entorno le da un garbo ceremonial: hay estatuas renacentistas y una pileta majestuosa con caídas de agua que alguna vez sirvieron para el disfrute de los reyes. Sobre la tarima, Hanni El Khatib, con sus tatuajes californianos y su penacho rockabilly, pone el contraste sin saberlo. Su ascendencia palestina y filipina le han dado buena prensa, así como la buena recepción de su reciente disco Head and the dirt, producido por Dan Auerbach de los Black Keys: carrasposo y denso, puro rock and roll y garage. El Khatib está en el epicentro de lo movida. Sus canciones se usan en publicidades de grandes empresas y antes de dedicarse por entero a la música era el director artístico de HUF, marca de ropa venerada por skaters. En vivo, sin embargo, donde se da la cara, su sonido es pequeño, su guitarra, su voz y su banda suenan genéricas, anodinas. La música no supera la propaganda. La buena actitud no parece suficiente.

El cierre. Llevando al extremo su alemanismo, Paul Kalkbrenner empieza antes de la hora señalada. En el escenario principal hay 20 mil personas con el ánimo agotado. El Dj tiene el beat seguro, pero es siempre el mismo: 125 bpm (+-) en un tecno sin mayores sorpresas. En las pantallas hay cohetes, lluvia de estrellas, una galaxia de luces pixeladass, pero será quizás la hora de la noche o que la gente está sobria, pero la fiesta no cuaja. El espíritu de Berlin calling no emociona en París. Paul Kalkbrenner, sin embargo, camiseta del Bayern Munich con el 10 y su apellido en la espalda, está hecho una fiesta. 

La primera jornada del Rock en Seine 2013 termina sin convencer del todo, pero la locación, las comodidades del festival y la vibra veraniega que se goza hacen que el desenlace se sienta bien. La gente camina con orden y disciplina hacia el tren. Parece que saliera del teatro.




Día 2. 25 de agosto. El pronóstico del tiempo no se equivocó. En este final de temporada, el único día en que llovió fue aquel domingo. Lo que durante las 48 horas previas había sido un parque con el pasto vital, en una mañana se volvió un lodazal. Pero hacia la media tarde la lluvia paró y finalmente pareció que el mal clima no ahuyentó a nadie. Nadie quiere quedarse en casa con una entrada de 50 euros en el bolsillo.

Hay un grupo francés, llamado Skip the use, que canta en inglés y encontró su nicho entre lo que no es ni punk ni es tan pop: rock énergique le dicen ellos a eso de tener guitarras distorsionadas que andan rápido y a un cantante escuálido que brinca desenfrenado de una esquina a otra de la tarima. Tiene la voz entre Brian Johnson y Steven Tyler y las revoluciones más subidas que las de un chinche. Es insoportable. Pero así como Francia tiene ofertas culturales de todo tipo, tiene público para todo, por eso Skip the use se lleva aplausos que resuenan a lo lejos. No hay nada que perderse en esa zona. Como dice el nombre del grupo, mejor saltarse su uso.



En el escenario central hay unas ocho mil personas esperando a uno de los nombres intermedios del cartel. Los italianos The Bloody Beetroots, que suelen presentarse en un formato de dos Dj, ahora vienen, además, con un baterista: The Bloody Beetroots Live. Los tres llevan máscaras de Venom, el villano de Spiderman. Al menos queda claro que no lo hacen para salvaguardar su anonimato, lo suyo es un manifiesto intento por llamar la atención. El cantante, ultra slim y fashion de cabeza a pies, tiene para él un piano de cola, un bajo Fender y un micrófono vintage que no le suena ni aunque estira los gritos. Cuando toma el bajo apenas hace dos notas para doblar lo que sale del computador. Cuando se sienta al piano, las melodías suenan como las de un pianista en el lobby de un hotel, pero aceleradas al tempo de un dance que como mucho provoca el cabeceo (manteniendo las manos en los bolsillos). El dance punk que define a la banda no se deja querer. Será que el repertorio está armado con bajones repentinos que no permiten el despegue, o será que la lluvia, en el fondo, sí aguó la fiesta. Todo lo que suena duro, lo que suena más, sale de una computadora y un sintetizador. Podría bastar con el hombre que maneja los aparatos. Pero si así fuera, nadie habría para pegar brincos ensayados ni para hacerse el pavo real en esa escena. Y eso pega con el público. Digno de su engreimiento, el cantante se llama Sir Bob Cornelius Rifo, y debe haber sido suya la idea de invitarle a la tarima al cantante de Skip the use. Se quedaron saltando entre ellos.

Hubo un error en el programa de mano o decidieron adelantar su turno sin que muchos nos enteráramos, pero el concierto de Major Lazer empezó una hora antes de lo señalado. El escenario es como un parque infantil con juegos inflables de tamaño residencial. A los costados, una M y una L gigantes. Delante de ellas dos muñeco guerreros de los de ese universo intergaláctico creado para la banda por el artista indonesio Ferry Gouw. En el centro, un boombox enorme que hace de kiosko para los DJ. Se apagan las luces y, en las pantallas, comandos con boinas luchan contra zombies y vampiros. El colorido es el de un carnaval alucinógeno. Diplo, encorbatado, sale a repartir lo que parecen gomas fluorescentes o lombrices de gelatina. Las lanza al público tomándolas con una pinza mientras un bajo sincopado amenaza con estallar. La tropa entera aparece, caminando por encima del boombox, que es kiosko y es pasarela. Jillionaire va en los controles, Black Chiney en el micrófono, las chicas al centro de la tarima para desbaratarse bailando y Diplo da vueltas agitando una bandera como conquistador del territorio.

Los hits de Free the Universe se alternan con los de Major Lazer strikes back; se cortan repentinamente, se rebobinan, se mezclan sin ningún empacho con bombas como Smells like teen spirit: dancehall y grunge nunca habían bailado juntos y hasta abajo.


Hace rato que la gente perdió la cordura y se entregó entera a esta demencia. Los lazers, los flashes, las imágenes, cada beat de la electrónica, todo es tan rápido y tan poderoso que marea; todo es tan hedonista y descontrolado que es muy probable que se pase por alto que también está siendo vulgar y grotesco; que esas bailarinas, acróbatas del perreo, sacerdotizas del twerk, se están dejando ver como objetos de la arrechera que sudan los machos de la banda.

Y el calor subió aún más cuando Major Lazer invitó al escenario a Stromae. El belga, en el pico de la popularidad en Francia gracias a la buena recepción que tuvo su nuevo disco Racine carrée, cantó el tema Papaoutai acompañado por una pista que doblaba en potencia a la suya propia. A la parte cantada con la ere acuosa a lo Jaques Brel le siguió un desfogue de baile que parecía una purga espiritual: sacudía sus brazos deshilachados como limpiándose los demonios. Con su 1,95 de hueso y pellejo, Stromae no parece el saltador, parece la misma garrocha: se retuerce como azuzado por corrientazos, se arquea y se endereza ardido como si le estuviera atacando el vudú.

Major Lazer jugó todas las cartas de la demagogia escénica: se sacaron las camisetas y las sacudieron en el aire, subieron a veinte chicas a que se menearan y luego invitaron a un varón para que sus bailarinas lo trataran como a un esclavo y de paso le hicieran un masaje de cara con sus pubis. Sólo faltó que se pusieran a la espalda una bandera de Francia, pero ellos tenían sus banderas propias.

Major Lazer es en gran parte Diplo y Diplo es un gringo que sabe el nivel de calentura que hay en el gueto y en las favelas, y el grado de efectividad que eso tiene en asociación con bajos con el poder de un obús y pistas frenéticas que empujan a la maldad. Y ahora Major Lazer, en este parque aristocrático y ante una juventud más bien burguesa, está metiendo la fiesta más sucia y libidinosa del verano; guarra, desmadrada y gogotera como una noche bien jodida en Atacames.

Y mientras tanto, en el escenario principal, System of a Down ataca. Gracias a ellos las entradas para el último día del festival se agotaron pronto. Tienen una hinchada verdadera: gorras, parches, camisetas con el logo. Son el último concierto en la tarima más grande, por eso hay treinta mil personas cabeceando. Quedan tres canciones para que terminen, tres canciones que recuerdan que su rock suena sólo a ellos. En el fondo de su potencia metal hay una capa melodiosa de sonidos asiáticos. Hay guitarras que suenan a mandolinas o a cítaras, y la voz de Serj Tankian parece por momentos entonar cantos rituales. La voz, sin embargo, parece haber perdido el temple. Cuando la nota debe alargarse muy arriba, prefiere acortarla para no patinar. Pero la música está intacta, y en la guitarra Daron Malakian es prodigioso. Ha dejado de lado la cara de loco y el torso desnudo. Ahora viste casi como el Zorro, y con esa elegancia, para acercarse al final, canta la balada intensa Lost in Hollywood y se extiende en un solo que deja a todos conmovidos.

El final está en el escenario pequeño, Pression Live. El sonido es contenido y hay menos de dos mil personas, lo que podría decirse un encuentro íntimo. Poca luz sobre el escenario, apenas un rayo azulado que apunta al medio. Ahí está Tricky, de espaldas al público, botando hacia arriba serpentinas de humo. Además de él, su banda tiene cinco miembros. En el bajo, el teclado y en la otra voz hay chicas, chicas con el pelo largo y lizo y vestidos ceñidos que dejan ver sus perfiles perfectos. Tricky lleva a la banda como un director. Casi siempre frente ellos, hace con los brazos movimientos ligeros apuntando abajo y a los costados de acuerdo a qué instrumento quiere que se sobreponga. Improvisa según va sintiendo, a veces bruscamente. Cuando arranca un zapateo con el pie derecho y agita su cabeza de lado a lado haciendo que bailen sus pedazos de trenzas, es probable que vaya a darse la vuelta y quiera cantar. Entonces podría incluso interponerse a la cantante, que está enganchada en su parte. Tricky tiene metido algún diablo. Toma el micrófono con la derecha y con la izquierda hace como si lanzara un jab furioso, lo mismo en algo pop, como Nothing Matters, o en algo puñalero como el grandioso cover de Do you love me now? de The Breeders.

Lo improbable, ocurre. Ese hosco y agresivo Tricky, que hacía poco parecía no querer dar la cara al público, hace que la banda suba el tempo y el hondo trip hop que llevaba se convierte en un punk para saltar. Invita a subir a la gente de las primeras filas, hombres y mujeres desaforados que se avalanzan a la tarima y en poco dejan invisibles a los músicos. Alguien toca la conección de un cable y eso eso suelta un chirrido insoportable. Los técnicos de tarima se desesperan y no encuentran la fuente del ruido. Los agentes de seguridad se acercan para controlar al público y a uno de ellos, grande y fuerte y con el corte de militar, Tricky lo empuja afuera y él no tiene más que aguantar los empujones y tragarse la humillación. Antes había hecho lo mismo con un camarógrafo que lo captaba de frente. El público comienza a irse y entre los que se quedan se confunde el asombro y la reprobación. Alguien por ahí dice que algo de desorden le hacía falta a este festival.

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