Cabezazo monumental

lunes, marzo 18, 2013




El tamaño de la obra es apenas proporcional a la magnitud del acto.

Minuto 110. Final de la Copa del Mundo Alemania 2006. Zinedine Zidane y Marco Materazzi refriegan: las artimañas verbales del fútbol. El encontrón va calentándose. La pelota rueda por otro lado, pero una cámara lo capta. El capitán de la selección francesa arranca el trote para dejar atrás al defensa italiano, como quien no quiere la bronca. Pero sí. Once pasos para adelante y el doce para atrás. Cabezazo al pecho. Materazzi cae. El planeta se detiene, como el balón. Zidane sale expulsado. Entrega el brazalete de capitán a Sagnol, ese brazalete que durante el partido se le venía aflojando del brazo, revelando que su usual circunspección estaba descompuesta. Al irse al camerino, la cabeza abajo, pasa junto al trofeo de oro posado sobre un podio al borde del campo, sin querer mirarlo. Son los últimos segundos de su carrera. El fotógrafo Peter Schols le pone al instante un encuadre lapidario y gana un World Press Photo. Italia gana el Mundial en ronda de penales. Los franceses quieren morirse.

De haber triunfado Francia -dijo Juan Villoro-, habría sido una épica deportiva. Zidane saliendo derrotado al mundo de los mortales por darle un cabezazo a un contrincante, eso es literatura. Seis años más tarde, el acto se volvió arte. Pero antes ocurrió mucho. Todas las conjeturas morales y existenciales fueron ensayadas para buscarle salidas al misterio. ¿Qué fue necesario para que la leyenda sucumbiera y averiara el mito?

El honor.

Se dijo que el símbolo de la Francia multiétnica había sido golpeado en la honra de sus raíces argelinas y que su familia había sido ofendida en lo insoportable. Materazzi no dejaba de tirarle de la camiseta. Según él mismo, el capitán francés le provocó diciéndole que si tanto la quería podía regalársela al final del partido, pero él dijo que no, que prefería a su hermana. El italiano reconoció esa parte, pero nunca aceptó haberle lanzado insultos racistas. La incógnita sirvió para templar la filuda cuerda por la que han caminado, hasta hoy, la comprensión y la condena de aquel cabezaso mundial. Lo que pudo haber dicho Materazzi, lo que pudo haberse convertido en una razón para Zidane –eso- quedará patente como una condición de posibilidad.

Esa tarde, la trayectoria del capitán francés por la cima del fútbol mundial recorría en la mente de los aficionados como un videoclip acelerado. La última toma podía haber sido: A. Él levantando el trofeo del mundo. B. Una amarga medalla de plata pegada a su pecho. Cualquiera de ellas según las solemnes maneras del fair play. Ningún astrólogo habría imaginado jamás la opción C.

En el minuto 110, el impulsivo Zidane perdió -involuntaria, forzosamente- su frac de modelo de juventudes y con el ardor de las circunstancias en el inconsciente volvió a sus mañanas en el subvurbio marsellés, sensible y marginal, donde creció. Plantado ahí, resolvió la reyerta según los códigos del fútbol de la calle. En la calle juega el honor.

El escritor francés Jean-Philippe Toussaint estuvo en los graderíos esa tarde de 2006. Dejó enfriar la calentura y cuatro meses después publicó La melancolía de Zidane, un fino relato de 17 páginas en el que habla de dos corrientes que podrían haber arrastrado al futbolista hasta ese gesto. La primera –dice-, incontenible, venía de la melancolía pura y de la percepción dolorosa del paso del tiempo. Zidane, que varias veces antes había anunciado su retiro, pero que no podía concretarlo porque en ello se le iba la vida, sabía que esa tarde sería la última. Y no lo aceptaba.

La amargura del final.

Pero terminar ataviado con su normal elegancia no habría sido terminar sino clausurar la leyenda, dice el escritor francés. Levantar la Copa del Mundo habría sido aceptar la muerte. Acaso Zidane pensó que al tomar otra salida podía irse dejando la puerta abierta. Acostumbrado a la magia sobre el campo, quizás hasta pensó que la inminente sanción podía llegar, de pronto, a desvanecerse de la voluntad del árbitro.

La otra corriente –continúa Toussaint-, paralela y contradictoria, vino empujada
por el deseo de terminar lo antes posible con todo, porque el hastío, la fatiga, el hombro que dolía, la frustración del gol que no llegaba, todo pesaba en ese mundo que estaba por apagársele. Sintiéndose rendido, fue vulnerable. El acto de violencia lo liberó. 

Los franceses querían morirse. Y ese sentimiento fatal tomó en adelante los tonos de la frustración, del reproche, de la posibilidad –de nuevo- de dejar el gesto congelado en un paréntesis y guardar para el orgullo nacional los otros cabezazos del marsellés, el que en el 98 sirvió para lograr el campeonato del mundo, por ejemplo; o revivir el formidable penal a lo Panenka –travesaño, adentro- que esa misma tarde marcó en Berlín para hacer pensar en la épica deportiva.

Contenida en un paréntesis, la herida respiró seis años más tarde convertida en monumento. Qué otro nombre tendría sino Cabezazo.

Al artista argelino Adel Abdessemed le obsesiona la ocupación del espacio. Dice que prefiere atravesarlo como con un puñal antes que solo ocuparlo. Instalar en el exterior del Centro Pompidou, en París, una escultura monumental del momento justo en el que la cabeza rebota del pecho, fue para él una forma de clavar la daga en ese escenario colosal, sagrado, del arte y el encuentro público. Cinco metros de masa sólida bañada en negro mate, toneladas de tensión en la pieza y en la representación: el puñal hinca el espacio, el cabezazo desafía a la memoria colectiva.


Sobre ese golpe de testa de Zidane nunca se escribió la voluntad final, pero no hizo falta porque se supo pasar la página. Hace unos meses, una encuesta demostraba que “Zizou” sigue siendo el deportista preferido de los franceses. Sirvió que en más de una ocasión dijera que nunca se sintió orgulloso de lo que hizo. Sobre el Cabezaso de Abdessemed el mundo del arte resalta su voluntad para oponerse a la tradición que crea estatuas en honor a las victorias, y lo valoran a contracorriente como una oda a la derrota. Menos adeptos a las posibilidades de la hermenéutica, más urgidos por el protocolo y la etiqueta, mediante una carta pública varios presidentes distritales del fútbol francés invitaron a Zidane a que pidiera el retiro de la escultura. Le dijeron que la pieza ponía en escena el gesto más reprochable de su carrera y que ocultaba todo su talento y las emociones positivas que supo compartir con su país. Le recordaron que la obra no pone en valor sus cabezazos victoriosos.

Abdessemed deja a un costado la historia de la hermana de Zidane y prefiere la posibilidad de la ofensa racista. Con ella tiende un puente que une sus raíces y que le sirve para cargarle a la escultura el discurso reivindicativo que atraviesa su obra. El artista considera que aquél es un cabezazo victorioso porque constituye una forma de despertar las conciencias sobre el racismo y la injusticia. Una representación monumental de ese gesto violento, asentado en el corazón de esta capital multicultural en tensión, es la daga que incomoda. El cabezazo de Zidane fue una explosión de violencia, la escultura del cabezaso de Zidane es la estetización de un acto violento.

- Somos seres arcaicos y trágicos, la violencia hace parte de la vida que llevamos -dice Abdessemed-. A través de la pantalla recibí el gesto violento de Zidane en la cara. Con la escultura quise mostrar el lado oscuro del héroe, el sabor de su destino ineluctable.

El trabajo de Abdessemed se ha expuesto en los espacios consagrados de las principales capitales del mundo, y lleva el soporte del famoso galerista de Nueva York David Zwirner. Él posee la primera versión del Cabezazo, una pieza con la talla similar a la de los protagonistas y que, guardada en su galería, servía de poco. Por eso, creyéndolo oportuno en un contexto de crisis, como el francés, donde los rebrotes segregacionistas vienen de la extrema derecha y de los fundamentalismos religiosos, Abdessemed la reprodujo en dimensiones coherentes con la magnitud del acto. Un acto que, a su juicio, libera.

 *Publicado en Mundo Diners, en la edición de enero 2013.

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