Marley y los dilemas*

jueves, septiembre 13, 2012


 
El hombre que quería one love para el mundo pensaba que a sus hijos no les hacía falta amigos, que eran suficientes como para convivir y divertirse entre ellos. Hope Rode 56. Kingston. Le llamaban la Island house, era una mansión sin el estrépito del cemento y con la elegante sobriedad que dan los postigos de madera siempre abiertos a la brisa. Cuando su carrera empezó a disfrutar del bienestar, Bob Marley le compró la casa a Chris Blackwell, fundador del sello Island Records, con el que Marley y The Wailers grabaron en 1973 el álbum Catch a fire, el que les prodigó el estrellato mundial y le dio al reggae su debut internacional. La casa era grande y bien ventilada, y constituía el epicentro cultural donde se cocía lo más interesante que por entonces se hacía en Jamaica. Había espacio para toda la comunidad rasta, para los admiradores que pasaban a saludarlo y para los indigentes a los que Marley regalaba porciones de dinero para que mitigaran la miseria, pero sus hijos no vivían ahí sino en otra casa a unos cuantos kilómetros. Hope Rode 56 era una zona franca para adultos, una suerte de santuario para los camaradas de la misma estirpe, y el mundo de Marley era ese, con el universo infantil de sus hijos mantenía su distancia. Island house quedaba en un barrio exclusivo, lejos de las chavolas de Trenchtown, donde había crecido. Vecinas de ella eran las residencias del Primer Ministro y del Gobernador. 

- Cómo puedes ir a vivir allí - le preguntó una mujer a Marley. 
- Hermana –le respondió él-. Estoy trayendo el gueto a la zona residencial.
El hombre detrás de la leyenda vivió cargado de paradojas, el mesianismo impoluto que se le atribuye no estuvo exento de incoherencias en la vida íntima y en los preceptos que perseguía, y por eso, finalmente, el hombre fue tan humano. Marley, el documental de Kevin Macdonald (2012), desmitifica al rey. Lo logra porque se valió de los archivos hasta ahora custodiados celosamente por la familia, y porque recuperó grabaciones de audio y obtuvo testimonios invalorables de las personas más íntimamente ligadas a él. Por esa cercanía, por ese destape, a Marley se lo considera el documental definitivo; un proyecto que fue iniciado por Martin Scorsese, que siguió con Jonathan Demme y que terminó a cargo de Macdonald, también director de El último rey de Escocia (2006).
Ziggy y Cedella, dos de los once hijos que Marley tuvo en siete relaciones distintas, ofrecen los testimonios más reveladores sobre el Bob familiar. Entre risas resignadas repasan la ausencia del padre y la forma en que buscaba imponerse a ellos hasta en los momentos de esparcimiento. Los llevaba a jugar en la playa y hacía competencias con ellos para ver quién corría más rápido. No daba tregua, dice Ziggy. He was a rough, rough man. Marley no les hacía el correteo traviesón a los niños, Marley se ejercitaba con otro compromiso porque la filosofía rastafari le decía que así como el espíritu, había que cultivar el cuerpo. Ziggy y Cedella Marley no escamotean al ídolo, reclaman al papá aún en la memoria. El fenómeno cultural no tambalea, se muestra un estrato de su intimidad como nunca antes.
- You see, I personally know that my heart can be as hard as a stone and yet soft as water -dice Marley en una grabación.

Al instalarse en Hope Road 56, ningún vecino quiso que sus hijos frecuentaran a los Marley. Les decían que en esa casa sólo había gente sucia y marihuanera. Los niños se quejaron con papá y entonces él les dijo que no necesitaban amigos, que se tenían entre ellos y que eso es todo lo que hacía falta. A los chicos no les hizo gracia.

Por razones que resultan incomprensibles, a Bob Marley también se le escapaban las minucias de la política en su contenido práctico. En 1976, Stevie Wonder y Bob Marley dieron un concierto en Jamaica. Compartieron el escenario para tocar Superstition y I shot the sheriff. El momento se hizo leyenda. Luego, Wonder decidió donar la mitad de su paga para la escuela de ciegos del Ejército de Salvación. Conmovido por el gesto, Marley quiso ofrecer después un concierto gratuito en Kingston. Le presentó la idea al entonces impopular Primer Ministro Michel Manley, representante del Partido Nacional Popular, considerado “comunista” frente al “fascista” Partido Laborista Jamaiquino. Manley aceptó encantado y dos semanas después del acuerdo llamó a elecciones adelantadas para el 15 de diciembre de 1976. El concierto, que debía ser el domingo 5 de diciembre de ese año, empezó a ser tomado entre la gente como una muestra de apoyo a Manley. Bob Marley no contaba con que Manley llamara repentinamente a elecciones luego del acuerdo para el concierto, pero tampoco intuyó lo que podía significarle establecer vínculos con uno de los bandos. En una Jamaica donde la guerra política era una guerra de pandillas, muy a su pesar y habiendo quedado en el medio de un torbellino de ingenuidad y desatino, Marley firmaba su sentencia. Mientras los Wailers ensayaban por última vez antes del concierto en Hope Road 56, varios encapuchados dispararon a mansalva y lo hirieron a él, a su esposa Rita y al manager Don Taylor. Nadie murió, todos quedaron levemente heridos. Envalentonado, considerando que la gracia de haberse salvado debía ser compartida con su gente, Marley quiso continuar con el concierto y se presentó sobre el escenario como un fénix rastafari. Imágenes de archivo invaluables y testimonios al respecto nunca antes recopilados, como el de la misma Rita Marley y el de Donald Kinsey, guitarrista de The Wailers, reconstruyen con inédita profundidad uno de los momentos más oscuros en la vida de Marley.
Él, que se había consagrado al rastafarianismo y que por lo tanto consideraba a Haile Selassie I la reencarnación de Cristo (en el libro El Emperador, Ryszard Kapuscinski da cuenta, entre todo un universo de exhuberancia y misticismo, cómo a Selassie, último emperador de Etiopía, la gente del pueblo que lo veneraba no podía mirarlo a la cara y tenía que, a su paso, mantenerse de rodillas y con la frente tocando el piso) y pensaba en África como en la tierra prometida, mantuvo durante años la deuda de hacer un viaje hacia allá y ofrecerle su música a los ancestros. La primera oportunidad llegó cuando recibieron una invitación para tocar en Gabón por el cumpleaños del presidente de ese país, Omar Bongo. Marley y The Wailers viajaron en 1980 y una vez allá se llevaron una sorpresa doble: el público gabonés no reaccionaba a la música y sólo entonces se enteraron de que aquél presidente era un dictador. Buscando a África, a Bob Marley se le escapaban las minucias de la política.
El segundo director contratado para dar forma al documental, Jonathan Demme, habría abandonado el proyecto por diferencias con el productor, es decir porque, según la forma que estaba tomando su versión, a juicio de los herederos el ídolo no estaba quedando lo suficientemente santificado. Kevin Macdonald retomó el trabajo y pudo lograr un justo equilibrio entre el fenómeno planetario y el individuo con sus dilemas. El asenso imparable del niño pobre de Trenchtown que apenas pasados sus treinta años empezó a conquistar el mundo tal como siempre quiso, está narrado cronológicamente, quizás de manera demasiado didáctica, pero suficientemente clara como para comprender el proceso de conversión y su contexto. El reggae, sus raíces, su desarrollo musical, su madurez y hasta la posibilidad ilusoria de su origen son igualmente diseccionados con pertinencia: dice Bob Andy, músico vinculado al Studio One, uno de los templos jamaiquinos del mundo reggae, que el riff de guitarra que lo define, el chiqui – chiqui – chiqui, apareció accidentalmente por efecto de un delay tras la conexión de unos equipos para grabación.
También está el rastafarianismo, al que entregó su espíritu y a través del cual sus preceptos se fueron haciendo canciones, canciones que asumía como armas de una misión, evangelizadora de cierta forma, combativa de otra. Está el hombre tímido que coleccionaba mujeres y éstas que le otorgaban, como a un rey tribal, el favor de la poligamia consentida. Marley no era de nadie y era de todos, menos de él mismo. El melanoma que se le desarrolló por no tratarse un pisotón con zapatos de pupos que recibió mientras jugaba fútbol, devino luego en un cáncer devastador. Nunca se hizo chequeos médicos, su vida estaba sobre la ruta, sus preocupaciones en el otro.
- Mi vida no es importante para mí, pero la de los otros sí es importante. Mi vida sólo es importante si puedo ayudar a mucha gente. Si mi vida es sólo yo y mi propia seguridad, entonces no la quiero. Mi vida es para la gente, así soy yo – dice Bob Marley frente a un periodista.
Marley quiso desentenderse de un sistema (Babylon, Occidente) al que consideraba opresor, pero al que a la vez se propuso darle pelea. Marley dijo no preocuparle la cuestión de si era blanco o negro, pero volcó su vida a la búsqueda de un paraíso africano donde existiera la emancipación para su etnia. Marley era mestizo. Su padre fue el capitán de origen inglés Norval Marley, un tipo blanco al que tan sólo vio un par de veces y que lo procreó cuando él tenia sesenta años y su madre, Cedellla Booker, dieciséis. A pesar de no preocuparle la cuestión, Bob Marley nunca pudo desentenderse de la mitad de su raíz. Tras su muerte en Miami, el 11 de mayo de 1981, a los 36 años, se determinó que el melanoma que luego se volvió cáncer con metástasis por todo el cuerpo provenía de una fuente blanca.

* Publicado en la revista CartónPiedra el 9 de septiembre de 2012.

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