Midnight in Paris: "allenación" fantástica

viernes, julio 01, 2011



Woody Allen ha vuelto historia lo que muchos hemos concebido alguna vez como fantasía acerca de París. En una pieza denominada película, el director traza lo que por otras vías se ha construido como un imaginario mezclado con un ideal, como un sueño romántico ligado a un mito fundacional sobre la creación artística en la contemporaneidad: la inspiración que da el entorno. Para el caso, París se suelta como la gran musa, el telón de fondo, la tierra prometida. 
Woody Allen recrea de nuevo –desde mi punto de vista más como signo de consistencia conceptual que de falta de riesgo para mirar hacia otros lados- un universo alimentado profusamente por el arte y la cultura, donde referencias de la pintura, la escultura, la literatura, el cine, la arquitectura, en tanto obras, aparecen como un ramillete casi barroco para dejar claro su afinidad con la refinación de la cultura de elite. En eso, qué otra tramoya deseable sino la grandiosa París.
Gil (Owen Wilson), su protagonista, aunque perteneciente a la camarilla de intelectuales y artistas que recurren en los filmes de Allen, carga también esas otras marcas palpables de sus héroes: el malestar con su entorno, la insatisfacción de su suerte, la negación de bienestar a causa de un presente que no le corresponde como ser histórico. Gil es un reconocido guionista de Hollywood que anhela abandonar las bambalinas y dedicarse a la literatura. Tras visitar París con su prometida y sus suegros, decide que será ahí donde habrá de encontrar el impulso necesario para perfilar la vida que desea. La que viene llevando  termina de resquebrajarse en un punto y la que anhela empezar es imaginada sin ambages intelectuales: el escritor en ciernes habla, convencido y directamente, de inspiración como combustible. Pero ésta cobra sentido para él no en una actualidad de redes sociales y literatura de blog, sino en la transpolación temporal hacia las épocas que se han encargado, precisamente, de construirnos ese imaginario magnífico sobre París y sus luces. Con una concesión sin ataduras, liviana, divertida, el relato hace que cada noche, al sonar del reloj a las 12, el protagonista se sumerja en un pasado de fantasía y llegue al encuentro de Hemingway, Picasso, Dalí, Buñuel, Matisse o Gertrude Stein. Así de sencillo, el originario de California, deslumbrado por el encanto de los años 20 y la Edad de Oro, por los carruajes tirados a caballo, el cabaret burlesque y los genios que transitaron y crearon parte su obra en esta ciudad acompañados, en algunos casos, por la veleidad de la absenta, se infiltra en ese mundo y en ese pedazo de historia donde hubiera querido existir. Se dispara así la condición de alienación característica de los personajes de Allen, en los que alguna negación autorreferencial se muestra como seña identitaria. Allenación podría asentarse para reconocerle firma a tan característico rasgo.
Gil, entonces, viaja en el tiempo, se regodea en esos momentos que siente suyos, redescubre pasiones que había olvidado y termina por renunciar a esa vida real de certezas que había aceptado como digna por no haberle encontrado opciones. Nosotros viajamos con él, nos ubicamos en su reflexión y nos desubicamos de nuestro presente para recrearlo, también, en un pasado deslumbrante. La ciudad permanece de marco y porque en el argumento jamás se le socava sus destellos sino que más bien se los exalta con reiteración, es que se nos queda registrada una idea de ella más parcializada que contrastada, menos vinculada a una contemporaneidad de tensiones sociales estridentes y más condescendiente con ese ideal de lo que fue cuando la habitaron Picasso y Buñuel, aquel que llevara a afirmar a Hemingway que París es una fiesta.

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