El Austin del SXSW
martes, marzo 29, 2011
Dicen sus habitantes que en ese Estado conservador su ciudad es como un oasis, que no de otra forma se explica que cada año un festival de música pueda alborotar su downtown durante casi una semana y que en ciertas zonas públicas, como en la Barton Springs Pool, no constituya un delito contra el pudor el que las mujeres se paseen en topless. Pueden hacerlo, eso sí, mientras se mantengan con el pecho erguido, porque si por cualquier razón se agachan y se ponen como en posición de banquito, cualquier efectivo del orden que les pille podrá aplicarles la multa que dicta la ley. Bemoles extravagantes de esta ciudad que es en sí misma un puñado de sincretismo cultural y de repelencia social, pero donde, por fuera de ello, en la periferia de lo problemático y en la superficie de lo gozoso, la cosa está bien, hay sol, chicas en bikini y mucha música en vivo. Tanta música en vivo que junto con la gestión de la burocracia estatal (Austin es la capital del estado de Texas) y con el desarrollo de tecnología informática en hardware y software (entre otras compañías DELL tiene ahí sus cuarteles) constituyen tres de sus pilares económicos.
Austin tiene una de las mayores concentraciones del mundo de bares y salas de conciertos por kilómetro cuadrado, y es normal que fuera de los días en que se celebra el festival South by Southwest – SXSW (16 al 20 de marzo), durante cada noche de la semana haya alrededor de 50 conciertos para escoger. Pero durante los días del festival el asunto se potencia tan desaforadamente que la oferta desborda la demanda y lo que son las calles céntricas de una ciudad se convierten en la plaza de un carnaval desbocado: música en las esquinas, avalanchas de estampas variopintas, los excesos de rigor, performances gore y abrazos gratuitos, mucho de lo que no se da ni se muestra en un día común.
Como carnaval que se vuelve, afloran los aires nacionalistas por significar motivo de identificación local, y como gringo que es, se desenvuelve en un marco donde lo extralarge es la medida: la casa se lanza por la ventana, aunque sobre la acera no haya quién recoja los muebles.
79 recintos entre salas de conciertos, bares-restaurantes y patios acondicionados se disponen para el festival que alberga a alrededor de 2 mil bandas. Todas las noches, a partir de las 20h00 en la mayoría de ellos y hasta las 2 de la mañana, los conciertos se suceden unos a otros en locales que pueden estar separados por apenas una pared y por kilómetros de concepto: si en el un sitio toca una banda sueca de indie pop, al lado puede estar sonando un ensamble de gaitas y tamboras del Pacífico colombiano. Y esa es, justamente, la prerrogativa del SXSW: la riqueza de la diversidad que ofrece en su cartel, pero es a la vez lo que puede significarle sus flaquezas: si a la misma hora se programan bandas populares y otras emergentes en locales distintos, es muy probable que el público se concentre en las primeras y que las otras, que acuden al festival en una misión de exposición de su trabajo frente a disqueras, productores, agentes y medios especializados, no logren contar con la audiencia necesaria para inyectarle a su presentación la energía que brinda el gran público.
Dicen que entre los torrentes de gente que se toman el centro de Austin durante esos días hay público para todo, pero cuando se constata que en algunos sitios, contando a las personas que preparan los margaritas se alcanza a formar apenas un equipo de fútbol, la certeza se pone en perspectiva.
Y en esa misma lógica quebradiza están los conciertos de los nombres que atraen por su fama y su recorrido, y para los que no es problema aglutinar gente dispuesta a aguantarse lo que sea hasta que les llegue su turno, pero que pese a ello no están exentos de poder confirmar que entre la aglutinación y la retención de público hay tan sólo un deleznable y decepcionante paso. Fue el caso de Wu-Tang Clan, tan adulados por los miles de asistentes que, formando con índice y pulgar de las dos manos la señal de la W, los esperaron (esperamos) en el Austin Music Hall hasta que salieran con sus años encima y su poca empatía para mostrar que la popularidad no sostiene por sí sola un show no preparado. Las líricas fuera de tempo y entrecortadas porque el flow ya no se suelta como antes, obligaron al Dj a poner rewind en la pista más de una vez y a los mc a soltar otro fuck para disimular el traspié. Para colmo, Method Man brilló por su ausencia. La gente comenzó a dispersarse y para cuando el clan terminó su parte y se instaló con su seudónimo rimbombante Erykah Badu tras una mezcladora y un computador, frente a ella no quedaban más de 50 personas. Esa noche, el crew de raperos y la diva soul con su alias Lo Down Loretta Brown y ese techno arisco que pinchó sin lograr contagiar a nadie, sencillamente decepcionaron. Lo bueno, sin embargo, estuvo en el antes y en el después. Previo al concierto de Wu-Tang, sin siquiera ser presentado, saltó a engullir al mundo un rapero con alma de metalero dark. Sus gestos, su presencia y su actitud lo hacían sentir corrosivo, violento y enfadado, pero enfocado en la tarea de compartir ese malestar con letras bien estructuradas, magistralmente marcadas con esa cama de espinas que eran las pistas que le soltaba su Dj. Su nombre es Yelawolf y es una suerte de simbiosis entre Eminem y Trent Reznor, pero aún más malvado, más gamín.
En un universo contrario, completamente iluminada por su belleza y por la elegancia de una puesta en escena a lo smoking bar, estaba el gran descubrimiento de los últimos meses. Una banda inmensa liderada por una mujer preciosa a la que le sobra el arte y la energía: se llama Janelle Monae y es como una amalgama entre James Brown y Outkast en versión semana de la moda en París. El chasco ofrecido por Wu-Tang Clan nos forzó a encontrarla tumbando la casa en una gran sala llamada La Zona Rosa.
En un universo contrario, completamente iluminada por su belleza y por la elegancia de una puesta en escena a lo smoking bar, estaba el gran descubrimiento de los últimos meses. Una banda inmensa liderada por una mujer preciosa a la que le sobra el arte y la energía: se llama Janelle Monae y es como una amalgama entre James Brown y Outkast en versión semana de la moda en París. El chasco ofrecido por Wu-Tang Clan nos forzó a encontrarla tumbando la casa en una gran sala llamada La Zona Rosa.
Por fuera de lo azarosos que, en términos generales, pueden resultar los festivales, en términos prácticos lo que el SWSX ofrece es una plaza de exhibición y su nombre para ser incluido en los currículum de las bandas, particularmente de aquellas emergentes que arriesgan todo para participar en él, porque a nivel operativo incluso el backline debe ser alquilado a cuenta de cada grupo que lo requiera. De hospedaje en hotel y pasajes de avión mejor no preocuparse, porque no hay. Por supuesto, otra es la historia cuando eres The Strokes o Queen of the Stone Age o Chromeo y eres invitado para ponerle el glamour y la cabecera al cartel. En ese caso, mejor pensar en llegar temprano a sus conciertos porque una vez llena la capacidad del recinto ni el brazalete de artista ni el pase de acceso múltiple garantizarán la entrada.
Muchas de las noches del festival en las distintas sedes son auspiciadas por casas disqueras, medios especializados y marcas de ropa o de tecnología que, patrocinando una determinada jornada de programación y vinculándose con ciertos artistas, buscan posicionarse en el medio con un rango de especialización. Así, Nat Geo se ocupó de noches programadas con bandas vinculadas a esas difusas arenas de la World Music y, por ejemplo, el portal musical Pitchfork estuvo a cargo de una de las noches más hype del evento, cerrada por el londinense James Blake.
Así se mueve el festival y la gente que se entrega a él, viviendo de noche y durmiendo de día, y dejando espacios entre la somnolencia y el cronograma de la nueva jornada de conciertos para experimentar cómo Austin vive en frecuencia tex-mex y en tonalidad afroamericana del sur, la de esos chicanos que sostienen carretas de tacos en las esquinas y la de esos afroamericanos replegados en el gueto que mantienen la tradición del smoked bar-b-q con la receta de la abuela.
Dicen que Austin es la ciudad que marca una suerte de límite en la profusión de la cultura tex-mex: de Austin para el sur las ciudades son más mex y para el norte son más tex, y que esa posibilidad de todavía amalgamar en su territorio manifestaciones de culturas distintas en aparente armonía, también la vuelve casi paradisíaca en ese Estado conservador. Por fuera de ahí, la onda vaquera ya se pone más seria.
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