Al sur del cielo la hermandad

jueves, abril 26, 2007



Me planto aquí y delimito mi reducto. No por procurar distancia sino para lograr anclar en las diferencias que nos argumentan. Tampoco por querer establecer parámetros sobre lo bueno o lo malo de cada uno, sino para indagar en las representaciones que nos sostienen, al fin y al cabo, en la misma lucha. No tanto porque, sin haberlo decidido, terminé situándome al norte del Machángara, sino porque la cultura se ha encargado de polarizar los sonidos. Y la ciudad ha sido su cómplice. ¿Y si yo hubiera nacido al sur del cielo?
Si pudiera hacer un sobrevuelo y utilizar un gran angular de película, podría notar cómo la paleta cromática degrada sus acentos de vivas tonalidades a grises negruzcos a medida que me traslado del norte al sur. Son los espejos de los edificios bancarios los que reflejan el sol al un lado de la urbe, y son los multifamiliares tiznados de años los que absorben los rayos que se cuelan entre las nubes, por el otro costado. Hacia abajo Quito se me tiende horizontal. En el centro hay un conglomerado de piedra tallada y cemento esculpido en formas bellas que dan cuenta de la historia que empezó por ahí. Por el norte la ciudad se moderniza con angustia para no quedar rezagada de sus hermanas de América, y en el propósito deja evidente secuela de caos en forma y en fondo. Si me mantengo sobrevolando en el ultraligero de este vuelo imaginario, de este croquis mental y arbitrario (Cfr. Silva, 2000), infiero que al norte el caos se potencia mudo en los inmuebles. Son las estructuras de hormigón las que agreden el orden urbano en pos del impulsivo aprovechamiento del espacio para sacarle plusvalía al más mísero metro cuadrado. Al sur la modernidad como que se detuvo en las paredes hollinadas de sus barriadas tumultuosas. La gente arremolinada en las calles, en los buses atestados las 24 horas pico, construyen la vorágine en lo que parecieran las periferias de una misma ciudad. Los caseríos se trepan hacia los montes y el Quito alargado amorfa su figura, es cierto, pero es que al sur no se trata ante todo de plusvalía espacial, se habla con premura de supervivencia. La inmigración y la pobreza requieren morada, aún a fuerza de invasiones territoriales que transgredan la legalidad.
Y si ahora me calzo al ojo el teleobjetivo, posiblemente encuentre hacia el norte una gama variopinta de individuos que hibridan sus atuendos, que enredan sus lenguajes y que fusionan sus músicas en un mismo lugar y en un mismo tiempo. Afino el zoom in y ahí me encuentro a mí mismo. Es el Parque Itchimbía un 3 de diciembre de 2006. Un colectivo de gestores musicales moldean una escena congruente con un contexto definido. Son los hijos de la globalización que pasean sus búsquedas tanto por la bomba del Chota como por el hard core; son los agentes de las industrias culturales que aunque resistentes, maman del pop anglosajón como del klezmer judío; son los vástagos de la posmodernidad que se declaran skinheads anarko-antifascistas, y hay los que se dicen rastafaris adoradores de un Mesías negro de Etiopía, aquí, a 2800 metros sobre el nivel del mar. Hay alrededor de 20 mil personas circulando el día de festival, y de eso, los medios dan cuenta con significativa proximidad.
Vuelvo por el sur en este delirante recorrido de la mente. Lo dije anteriormente y ahora lo confirmo: los colores contraen su brillo, el espectro de sujetos que componen el paisaje es restringido en apariencias; los sonidos como que se resisten a abarcar demasiado eclecticismo. Es un gremio que viste de negro uniforme. Viven más ligados que dispersos, sus lenguajes suenan similar y reaccionan parecido a los impulsos del estruendo. Y me acerco a su terreno. Es la concha acústica de la Villaflora un 31 de diciembre de 2006; son los dignatarios del metal, los que siempre lo fueron. Conviven aglomerados en torno a un mismo trono. Viven la hermandad del heavy metal como una cofradía identificada en los alaridos y en las distorsiones; en la guturalidad de la palabra y en lo contestatario del discurso. Hay 15 mil personas que levantan al cielo la señal de los cuernos. Y de eso, nadie se entera.
Yo los veo desde aquí, desde mi reducto, no porque quiera marcar distancia, insisto, sino porque así es, así me tocó vivirlo. Los miro desde el norte como si existieran en otra ciudad. Y me pregunto por qué.

Este vuelo delirante parte de mis prejuicios, de mis construcciones imaginarias sobre un submundo tan cercano en apreciación y tan lejano en conocimiento certero. Intentaré evacuar las prenociones que ligeramente he creado en torno a una tribu que ha vivido separada de mis aproximaciones culturales. Si en este país, el de la música es un esfuerzo que convive al margen de los sistemas, el heavy metal es el hoyo negro que subsiste en las periferias de lo políticamente correcto. Y hasta ahí me quiero acercar en un afloramiento de conjeturas poco sustentadas, en un ejercicio catártico que intente evacuar desde aquí, desde mi trinchera cultural, el cúmulo de nociones que a la distancia he construido acerca de las tribus del metal. Aquellas con las que comparto la gestión musical y la lucha reivindicativa por un espacio público para expresar el estado de las cosas desde un prisma generacional, y de las que me separa no solo la distancia espacial sino la brecha cultural surgida en torno a diferentes géneros musicales que mantienen sus reductos en los polos opuestos de una misma ciudad. Realidad sobre la cual aún no encuentro determinantes.
Y desde luego, cada vez que me aventure a conjeturar, estaré preguntándome qué diría sobre las mismas presunciones que yo asumo, un guerrero del metal.


Identificando identidades


Comienzo por aclarar los siguiente: no por asumir para el análisis que en el norte las manifestaciones musicales se carguen de géneros, ritmos y estéticas diversas, y que al sur las expresiones se concentren en el metal (o las derivaciones extremas del rock), estoy afirmando tajantemente que en ambos lados no se puedan dar -y de hecho se den- expresiones musicales de variadas corrientes (es más, sería interesante aterrizar sobre el fenómeno del reguetón, que ha hecho su acuartelamiento con preponderancia al sur de la ciudad, así como en el extremo norte. Sin embargo, el del perreo en particular no será tema de este devaneo). Lo que sí considero es que a nivel de la escena musical de la ciudad, se logra constatar con evidencia que los formatos variados se conciben y se reproducen con predominio hacia el norte de Quito, y que el sur representa por antonomasia e historia el campamento base del metal ecuatoriano.
Concentremos la atención en las manifestaciones de mayor arraigo: el pop, el punk, el ska-fusionado-con todo, el hip hop, el reggae, la cumbia, el rock & roll, la electrónica y lo que podría nombrarse como rock de espectro alternativo (grunge, post punk, acid rock) son las derivaciones musicales que más se consumen y más se reproducen hacia el norte de Quito. Los espacios de representación y los recuentos mediáticos dan cuenta de ello. El público mismo circula con fluidez entre las varias ofertas que actualmente, más que nunca antes, se presentan semana a semana mayoritariamente por autogestión de sus protagonistas. Pero si a esta circulación de capital cultural y a ese fluido de consumo musical (en la adquisición de material discográfico, en la asistencia a los conciertos, y en la empatía lograda con los actores culturales) se le quisiera circunscribir en el terreno de las identificaciones como “…la base del reconocimiento de algún origen común o unas características compartidas con otra persona o grupo o con un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la lealtad establecidas sobre este fundamento” , el imán de sostenimiento resultaría bastante frágil si no deleznable. Me pregunto por algún origen común en torno a la música y me respondo al paso que en cuestión de comienzos, cada banda y cada músico se plantea sus respectivos referentes de iniciación. Los grandes clásicos (The Beatles, The Rolling Stones, James Brown, Miles Davis y la extensa lista en rigor) resultan pilares inevitables de una apreciación aficionada o profesional, pero no constituyen referentes base en torno a los cuales se pueda determinar un origen común. No me convence afirmar que las aficiones y las preferencias compartidas determinen un fundamento común cuando la apropiación de sentidos respecto a un mismo impulso, puede distanciarse con argumentos legitimables entre sujetos que aparentemente comparten una misma escena.
En las fachadas y en los cuerpos yacen otras claves. Los cuerpos como “…esas nuevas formas de escritura, de registros de sentido, de saberes ahí constituidos y constituyentes del vivir. La metáfora del cuerpo como un mapa…” que plantea pistas de identificaciones colectivas. De ahí que el que los jóvenes sí cumplan operaciones de mediación simbólica entre la circulación de mensajes y textos y el procesamiento de éstos en la percepción, usos y consumos como imaginarios colectivos (Cfr. Cerbino, 1998-1999) sea una consideración que el autor propone y a la que yo me adscribo asumiendo que, por un lado, se intenta abordar al de los jóvenes como un segmento amplio dentro del más extenso marco de la sociedad en sí, y si por otro, se le atribuye tal consideración a un grupo juvenil bastante definido en sus expresiones. Por lo tanto, más que para el caso de los rockeros (para simplificar la denotación en referencia al espectro variado de actores musicales) del norte en el que las manifestaciones del cuerpo y de la apariencia proliferan en sentidos y simbolismos en correspondencia a las variadas concepciones musicales que consumen y producen (los rastas de corte hippie, los hoppers de baggie outfit, los punks de pantalón ceñido y botas militares desgastadas o zapatillas de lona avejentadas, los poperos de talante metrosexual pero alternativo, y en todos ellos los tatuajes, los piercings, los peinados en estilos y variantes consecuentes y arbitrarias), la idea de las identificaciones a través del cuerpo en la búsqueda de una identidad colectiva, se plantea con más evidencia en las tribus metaleras del sur. Las categorías tanto del cuerpo escrito como del adscrito (Cfr. Cerbino, 1998-1999) no marcan impronta concreta en el segmento norteño del rock, en el que la externalidad y la internalidad conviven en una multiplicidad de manifestaciones como en un mosaico posmoderno de luchas particulares que parecieran no preocuparse por lograr filiación común (existen los microcosmos, insisto, pero no me atrevería a hablar de una escena musical unificada reconocida a través de la apariencia). Por otro lado, las escrituras y las adscripciones del cuerpo sí aterrizan con mayor precisión en la legión de metaleros del sur, ellos lo saben y así quieren ser reconocidos. “Cuerpo, vestido y adorno se funden. Los accesorios más utilizados son: jeans descoloridos y rotos, chompas de cuero, botas cadenas, pelo largo. El pelo largo es un símbolo de protesta frente a la sociedad industrial que redujo al mínimo el tamaño del cabello en los obreros para su nuevo trabajo en las máquinas. Por tanto, es una oposición a la formalidad del segmento adulto de la sociedad” . Surgen de ello las consideraciones sobre la oposición a la sociedad y la protesta al sistema, y en torno a ellas se tejen simbolizaciones concretas. “Calaveras y cruces, símbolos de muerte, significan para los metaleros su rechazo a una sociedad corrupta, muerta. Por tanto, asumir la muerte como símbolo es una forma de afirmar la vida; una forma de vida distinta, que se separa del tiempo social, de la visión del joven como adulto en formación, del modelo establecido” . Se afirman postulados de dominio colectivo y a la vez se plantean distancias con respecto al resto de la sociedad, “la estética del horror –demonios, gárgolas, dragones- se plasma en los metaleros, quienes a través de la utilización de estos símbolos buscan infundir en el resto de las personas cierto rechazo y temor, y por consecuencia respeto…en el juego de la presencia de los metaleros en la ciudad hay un juego de poderes en el que la estética del horror brinda protección a los miembros de la tribu…las joyas y adornos de metal recubren el cuerpo de los metaleros de luto, tal como si fuese una armadura que brinda protección, lo que a su vez le permite al metalero mostrarse desafiante y rebelde…vestimenta, accesorios y adornos afirman su personalidad y su pertenencia al grupo. Ser metalero es todo un orgullo, lucir los adornos en público es parte del ritual”
Las apreciaciones sobre su misma tribu son expresadas con inapelable definición. En sus expresiones exteriores y verbales, y en las más formales de sentido discursivo, textual y documental –como el trabajo que vengo de citar- se evidencia una autorreflexión respecto a su presencia como particular conglomerado humano en la sociedad. El discurso que habla de ellos mismos y con el que afirman definirse, da cuenta de una introspección que determina una suerte de manifiesto de su logia y que a la vez evidencia una circunscripción de sentidos agrupados en la preocupación de buscar una identidad compartida. Si ellos mismos son quienes lo dicen, habrá que considerar como firme su autodeterminación y procurar indagar en sus expresiones para encontrarle coherencia. Y si por otro lado yo, asumiéndome como elemento de ese híbrido colectivo de rockeros del norte, argumento que la pluralidad de simbolismos y representaciones convocadas alrededor de sus respectivos –variados- referentes musicales, no delinean una identidad colectiva como el agrupamiento de reconocimientos comunes, es porque de este lado al menos no se siente tal correspondencia unificada. Pero no se trata solamente de un sentimiento de correspondencia, se trata de constatar con hechos cotidianos cómo se disputan las plazas de presentaciones entre las diferentes bandas en carrera(que por otro lado no encuentran un espacio común de convocatoria, digamos un coliseo, una plaza, un galpón como emblema de reunión y conciertos), y cómo, por solo citar otro factor, no existe un solo documento (hay sí los de registro audiovisual y fotográfico, pero no les de carácter cientificista) que demuestre cierto ejercicio reflexivo respecto a las significaciones, repercusiones sociales, representaciones colectivas y otras categorías que en estas escenas pueden encontrarse. Menos las hay las producidas como forma de autoreflexión y autodefinición, queriendo con esto plantear un punto distintivo entre las formas de asumirse que tienen los rockeros del sur y los del norte. Sin embargo, abordando al mismo Stuart Hall y en contraste con la propuesta a la que él llama “naturalista” y que fue mencionada anteriormente, la esfera de las identificaciones encontraría un espacio en la escena norteña del rock si es que a éstas se las asumiría como “una construcción, un proceso nunca terminado, no determinado en el sentido de que siempre es posible “ganarlo” o “perderlo”, sostenerlo o abandonarlo…en definitiva condicional y afincado en la contingencia” . Por lo tanto, sin intentar lograr un paralelismo en cuanto a la posesión de una identidad colectiva como la que los metaleros del sur argumentan poseer, la escena del norte de Quito podría considerar cierto sentido de unicidad en torno a varias identificaciones considerando justamente que éstas son “un proceso de articulación, una sutura, una sobredeterminación y no una subsunción… está sujeta al “juego” de la différance. Obedece a la lógica del más de uno. Y puesto que como proceso actúa a través de la diferencia, entraña un trabajo discursivo, la marcación y ratificación de límites simbólicos, la producción de “efectos de frontera”. Por lo que es en este punto donde salta de nuevo la reflexión sobre uno de los primeros postulados planteados en el vuelo delirante de introducción . No se trata de determinar lo “bueno” y lo “malo” de cada escena, se trata de pensar las diferencias que casualmente desemejan dos movimientos culturales en una misma ciudad. Por lo tanto, si no es precisamente en las expresiones del cuerpo donde se perciben identificaciones, si no es pelo largo, las cadenas y el cuero negro lo que agrupa en una identidad colectiva a los rockeros del norte de Quito, queda pensar a la misma música y a sus interminables abordajes como esa tabla raza alrededor de la cual se construyen formas de agrupamiento y adscripción. La música como forma de comunicación abierta al diálogo, a las manifestaciones postulantes pero inacabadas, no circunscritas en un único género de identificación, pero sí correspondientes a un contexto sociohistórico determinado, justamente dentro del momento de mayor producción de música moderna en el país, la que “en algún momento de la historia habrá de ser vista como la música ecuatoriana tal como la música ecuatoriana hasta hoy son los pasillos y los albazos” (entre varias otras manifestaciones. N. d E.). La música que ha nacido y subsiste como independiente, independiente por default a falta de una industria de sostenimiento e impulso. Acaso independiente por deseo propio y en resistencia al amoldamiento dentro de las industrias culturales del borramiento discursivo.

NOTA: por alguna razón que todavía desconozco, el formato del blog no acepta los pies de página y sus respectivos exponenciales para referirse a las citas textuales o a las ideas tomadas de algunos autores. Sin embargo, la bibliografía a continuación quiere dejar constancia de varios pensamientos que han sido recogidos en este trabajo.


BIBLIOGRAFÍA
HALL, Stuart y du GAY, Paul, Cuestiones de Identidad Cultural, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2003.

Cerbino Mauro, Chiriboga Cinthia, Tutivén Carlos, Culturas Juveniles, cuerpo, música, sociabilidad y género, Ediciones Abya-Yala, Guayaqui,1998-1999.

Rosales, Juan Pablo, en Testimonia Rock: imágenes, textos y audios sobre los rockeros ecuatorianos del underground, exposición multimediática de Danilo Vallejo, Banco Central del Ecuador, Dirección Cultural, 2006, folleto de difusión.

Entrevista a Franco Aguirre, integrante del grupo de rock Sal y Mileto.

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