El caminante

martes, octubre 04, 2016






Faltaba poco para las 9 de la mañana. Mi padre activó el control remoto de la puerta del parqueadero y miró por el espejo retrovisor. A su lado, en el asiento del copiloto, mi madre se acomodaba el pelo y corregía su trazo de pintalabios. Usualmente, al abrirse el parqueadero, en el encuadre que mi padre hacía mirando en el retrovisor aparecía el guardia del barrio, que al tener su caseta a pocos metros acostumbraba a acercarse y guiarle para que sacara el auto. Ese día de hace diez años, el guardia no apareció en el espejo.

Mi padre sacó el auto y entonces vio sobre el parterre frente a su casa al guardia en cuclillas, y junto a él un cuerpo que se retorcía. Parqueó el auto y con mi madre bajaron para ver qué pasaba. Era el cuerpo de un joven que daba los últimos estertores de lo que parecía un ataque epiléptico. Las piernas todavía le temblaban, tenía los ojos en blanco, la cabeza tumbada hacia un costado y botaba espuma por la boca. Había caído sobre un parterre cubierto por césped, pero muy cerca de un árbol de raíces robustas expuestas en la superficie, por lo que el guardia tuvo el instinto de sujetarle la cabeza para que no se golpeara. Unos segundos después de que mis padres se acercaran, el ataque paró. El joven parecía reponerse, aunque respiraba con dificultad y todavía tenía la mirada perdida. Mi madre llamó a una ambulancia.

El guardia contó que el muchacho venía caminando por el parterre y que al llegar frente a su caseta se desplomó y empezó a convulsionar. Nunca lo había visto por el barrio. El joven recobró la calma luego de unos minutos, tomó un poco de agua que le ofrecieron mis padres, permaneció tendido en el parterre bajo la sombra de aquel árbol y, todavía entre balbuceos pero ya con conciencia, contó lo que le había pasado. Se llamaba Jairo, era colombiano, tenía veinte años y acababa de separarse de su familia. Había salido de su pueblo unos días antes y llegado en bus hasta la zona de la Mitad del Mundo, a las afueras de Quito por el costado norte, donde había un hostal en el que solían hospedarse, por periodos cortos, colombianos que huían del conflicto armado en su país y se aventuraban en una nueva vida en Ecuador.

Aquel hostal era la primera parada en ese éxodo, un refugio para quienes, en una ciudad llena de colombianos, en un país lleno de colombianos, no tenían a nadie a quien pedirle un hospedaje pasajero antes de poder hacerse un camino autónomo.  Era un refugio, pero también un sitio turbio con los vicios de una prisión. Jairo había llegado con apenas unos pocos dólares para pagarse dos o tres noches de estadía. Cuando se le terminó el dinero le permitieron quedarse unos días más con la condición de que pagara la deuda de inmediato. Jairo pensó que alguien iba a prestarle plata, que iba a poder hacer algún trabajo pequeño a cambio de unos cuantos dólares, que se compadecerían de él, que ocurriría un milagro. Lo que ocurrió fue que lo expulsaron del hostal y le confiscaron su pasaporte y sus pertenencias, una mochila pequeña con un par de prendas de vestir. Le dijeron que las volvería a tener cuando regresara a pagar lo que debía.

Jairo pudo haberse quedado en las inmediaciones de la Ciudad Mitad del Mundo, esperar a que llegaran los turistas e intentar obtener de ellos unos dólares conmoviéndoles con su historia; o pudo haber entrado a un restaurante o a cualquier otro negocio y pedir que le dejaran hacer la limpieza o algún mandado o lo que fuera a cambio de una remuneración, pero Jairo parecía no tener el temple para eso, al menos no en ese momento. Tendido en el parterre mientras hablaba, al interior de ese joven convaleciente se percibía una personalidad introvertida, fragilizada por ese capítulo hostil que estaba viviendo.

Lo que Jairo hizo fue salir del hostal muy temprano, preguntó hacia dónde quedaba Quito y se puso a caminar. Tomó esa autopista rabiosa por donde nadie caminaría a menos que estuviera desesperado. Bajo el sol tenaz de esa mañana despejada anduvo sin tener un destino. Tragó smog, ruido, y el polvo tosco que envuelve el horizonte en ese valle reseco. Necesitaba conseguir dinero, pero no tenía la claridad para imaginar un plan. Solamente se dejó ir, sin razonamientos claros, apenas con la leve esperanza de recibir en algún momento una señal o de sentir un impulso que le llevara a hacer algo, algo que no sabía qué, hablarle a alguien, pedir ayuda, ponerse a llorar.

Al llegar al redondel de El Condado podía adentrarse en el sector de Ponceano o desviarse hacia Carcelén, pero quizá fue ese algo que estaba esperando lo que le llevó a continuar recto por la avenida Occidental. Así avanzó otro tramo largo por la vereda derecha en sentido norte sur, y cuando ya había caminado más de 20 kilómetros y empezaba a sentirse mareado y a caer en cuenta de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que comió algo o que tomó un vaso de agua, otro impulso lo llevó a cruzar la avenida por el paso peatonal a la altura del colegio Intisana, y desde ahí bajó por la José Paredes. Caminó siete cuadras más sobre una de las aceras de esa calle apacible, ya arrastrando los pasos y soportando unos destellos de luz blanca que iban y venían frente a sus ojos. Al llegar a la esquina donde la calle tomaba una curva hacia la izquierda, lo más lógico era continuar sobre la acera por la que había descendido, pero en ese momento cruzó hasta un parterre cubierto de césped que divide la calle en vías de dos sentidos, y al cabo de treinta metros, cuando el guardia de ese sector escuchaba el noticiero sentado en su caseta y mis padres estaban a punto de sacar su auto del parqueadero, se desplomó y empezó a convulsionar.

La ambulancia llegó más o menos treinta minutos después, los paramédicos confirmaron que el peligro había pasado y dijeron que por procedimiento debían ingresar a Jairo en un albergue en el centro de Quito. El muchacho que empezó a deambular temprano en la mañana nunca pensó que sus pasos sin rumbo le llevarían a tener un ataque de epilepsia antes de ser alojado en un albergue municipal.

Al día siguiente fui a almorzar en casa de mis padres, y apenas mi padre empezó a contarme esta historia su voz se le quebró y rompió en llanto. La imagen de ese joven, la situación de ese joven que no tenía dónde caerse muerto le dejó una marca profunda, tan profunda y tan perturbadora que le bloqueó el juicio y le impidió hacer lo que parecía evidente: ofrecerle ayuda para que pudiera recuperar su pasaporte y sus pertenencias.

Le propuse a mi padre que fuéramos a buscar a Jairo en el albergue a donde debían llevarlo. Mientras conducíamos en el tráfico de la media tarde pensamos en el resquicio de dicha que, pese a todo, había tenido esa tragedia. Jairo se había desplomado sobre un pedazo de césped en medio de un barrio residencial cuando podía haberle ocurrido al cruzar la avenida o al bajar las escaleras del paso peatonal. Tumbado en un escenario menos afortunado, quién sabe si con un diagnóstico fatal, Jairo podía haber sido un desaparecido: esa mañana no llevaba consigo ningún documento que lo identificara porque todo le habían confiscado en aquel hostal siniestro. Mi padre cree que hay una energía que viaja por el universo y se encarga de poner las cosas en su sitio.

Nos entusiasmamos con la idea de encontrar a Jairo. Pensamos en si algún conocido podría ofrecerle un trabajo. Elucubramos sobre cuáles serían sus conocimientos, sus habilidades, sus aspiraciones. Nos preguntamos cuál sería el nombre de su pueblo, cómo estaría compuesta su familia, por qué habría decidido huir en esos días y no antes, no después. Era un ejercicio catártico y un juego esperanzador. Reparamos en lo ínfima que resultaba esa historia, pese a lo dolorosa y lo repentinamente cercana, entre las miles de historias de colombianos que huyen de la guerra en su país y llegan a Ecuador cargados de anhelos. Recordamos los tantos años que llevaba existiendo ese conflicto. Y nos preguntamos si algún día iba a terminar.

Al llegar al albergue dimos un nombre y una descripción. No teníamos un apellido. Tal vez Jairo nunca lo dijo o quizá eso también se escapó en medio del suceso. Jairo, colombiano, 20 años, moreno, camisa de manga corta a cuadros, pantalón caqui, pelo corto estilo militar. El encargado de la recepción miró el registro con un gesto de que tanta gente entra y sale de este lugar que no sabría decirle, menos aún si no me da un apellido, pero de todas formas no hay ningún Jairo, no ha habido ningún Jairo entre ayer y hoy, así que nada, no sabría decirle.

Nunca supimos nada más de él.

Pero yo lo he recordado dos veces.

La primera fue a inicios del año pasado, cuando en un parque al norte de París conocí a un inmigrante afgano que también había huido de la guerra en su país y que luego de una travesía épica de un mes cruzando mares y montañas llegó en tren a la estación Gare de l´Est. Era, así mismo, una parada momentánea, porque lo que que quería ese joven, que también bordeaba los veinte años, era llegar a Alemania y construir ahí su nueva vida. Hubiera preferido quedarse junto a sus padres y sus hermanos, pero en su realidad no se perfilaba ningún camino hacia la paz. O permanecía entre el fuego cruzado de dos bandos, los talibanes y el ejército del régimen, o escapaba con la misión de velar por los suyos desde la distancia. Esa tarde en París intercambiamos contactos, y él me prometió que cuando llegara a Alemania iba a escribirme a través de Facebook para contarme cómo le había ido. Tampoco volví a tener noticias suyas.

En este día entristecido por el resultado del plebiscito en Colombia, volví a pensar en Jairo, y en la idea de que parecemos condenados a repetir la historia.

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