Sayonara, La Pagode

martes, noviembre 10, 2015


Ayer vi una película en un cine parisino que ya no existe. El célebre La Pagode cerró sus puertas hoy, martes 10 de noviembre. Indefinidamente, decía un letrero impreso en una sencilla hoja A4 y pegado en la pared frontal de la boletería. Lo mismo, indefinidamente y con mucha pena, decía un aviso que se proyectó en la sala justo antes de que aparecieran las publicidades de la panadería, la carnicería y unos cuantos bistrós del barrio. De ese tipo de cines era La Pagode, se sostenía también con los anuncios de los comercios vecinos, a pesar de que durante los últimos quince años fue regentado por el grupo Étoile Cinémas. Los administradores y la dueña del edificio no llegaron a un acuerdo sobre la renovación del contrato de arrendamiento, y así el séptimo distrito de la ciudad se quedó sin su última sala de cine.

Algo de decadente había en el entorno, y no tenía que ver con lo que habría sido una comprensible nostalgia de los últimos días; los parisinos de la rivera izquierda no están para esas blanduras, menos en un templo que fuera el epicentro de tantas noches fastuosas.

En 1896, François-Émile Morin, director de la lujosa tienda de departamentos Bon Marché, marido infiel y empresario parrandero, para recuperar el cariño de su esposa Amandine le hizo construir un templo japonés inspirado en el santuario de Toshogu: estructura de madera entallada, vitrales y frescos con filigranas doradas, dos leones shishi en bronce resguardando la entrada principal, caminitos de piedra y muchas plantas de bambú recreando un fabuloso jardín oriental. En el corazón de ese barrio haussmaniano, a pocas cuadras del portentoso Hôtel des Invalides, la Pagode se levantaba como una osada extravagancia, un caprichito de ricos.

Pero tuvo poca resistencia porque pronto doña Amandine se dedicó a ofrecer tremendos fiestones en el salón principal, que para eso fue construido. La crème parisina de principios del siglo XX se hizo habitué de la Pagode, y en una de esas recepciones de etiqueta la dueña de casa terminó enganchada con monsieur Plassard, el socio de su marido. Al poco tiempo escaparon a Estados Unidos y el generoso François-Émile se quedó con la pagoda hecha. Apenas pudo, la vendió, y quien la adquirió la hizo funcionar como salón de baile con temáticas orientales hasta 1927. En 1931 el propietario del momento la convirtió en cine al construir una sala palaciega con un techo decorado con cenefas y los sillones en terciopelo burdeos. Empezó la leyenda. Ahí se presentaron las primeras películas de Renoir, Einsestein y Buñuel, y luego, tras la Segunda Guerra Mundial, las de Bergman y Cocteau.  


En 1956 pasó a ser parte de las salas independientes que promueven un cine de Arte y Ensayo, y en los años sesenta se convirtió en sede de la Nouvelle Vague al programar con regularidad los filmes de Truffaut, Rohmer y Rozier. En 1972, bajo el control del cineasta Louis Malle, director de la película Ascenseur pour l'échafaud, aquella con la magnífica banda sonora de Miles Davis, se abrió una segunda sala en el subsuelo, que es donde yo y otras quince personas vimos ayer Youth, de Paolo Sorrentino. Retomemos lo que sobre ella comentó Carlos Boyero: "brillante y emotiva". Y añadamos lacerante y graciosa.

Ayer había en La Pagode algo de decadente. Acentuaba la impresión la alfombra percudida de la entrada y ese aspecto venido a menos del jardín oriental, en el que sólo mantenían su talante las matas de bambú. Las hojas ocres sobre los caminos de piedra no mostraban el encanto de los días frescos del otoño, sino que se amontonaban desgarbadas como si el jardinero estuviera en huelga. El lustre desgastado de la madera en la fachada y el polvo acumulado en los vitrales hacían evidente el descuido. Pero lo que más perturbaba era un insoportable olor a caca de perro que arrancaba muecas hasta a las señoronas más acicaladas, un hedor tan penetrante y expandido que se nos quedó pegado en la punta de la nariz mientras duró la última película que vimos en La Pagode.

Al salir de la sala, la noche había caído y eso ensombreció aún más el semblante alicaído del viejo templo. El letrero del exterior, recordable por su caligrafía japonesa iluminada con neones azules, tenía encendidas apenas las tres últimas letras, como en esos hoteles tristes a los que nadie va.  

La Pagode ha dejado de funcionar un par de veces y un par de veces se ha vuelto a abrir. La dueña del edificio ha dicho que es posible que tenga una nueva oportunidad. Por ahora le vendrá bien un lifting integral. 

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