Back to the kitchen

viernes, octubre 09, 2015


He vuelto, después de 14 años, a ser un cocinero profesional. Lo primero que estudié fue cocina. Trabajé durante un tiempo en ese oficio, en Quito y Nueva York, y luego lo dejé por el periodismo. Como periodista me interesé, hace ya algunos años, en temas relacionados con la comida y la alimentación, y ese interés me trajo ahora, de manera literal, a querer tomar de nuevo la sartén por el mango. Desde hace dos semanas soy un cocinero a medio tiempo en un restaurante en París, a donde llegué en 2010. 

El lugar se llama La Recyclerie, queda en el extremo norte de la ciudad, en la zona de Porte de Clignancourt, en una antigua estación de tren que estuvo abandonada durante décadas. El restaurante es más que eso, es un proyecto articulado alrededor de las llamadas nuevas prácticas del cotidiano: el reciclaje, la economía colaborativa, las huertas urbanas, el do it yourself. La programación de eventos –desde talleres de carpintería hasta reuniones de preparación para la COP 21-, la decoración –intencionalmente desgarbada, con paredes cuarteadas y mobiliario de feria de pulgas- y la comida que se ofrece –alimentos orgánicos y de productores cercanos- se guían por esos valores. Las sobras se recogen para hacer compost y para alimentar a las gallinas de una mini granja montada ahí mismo, junto a las rieles del tren que están en desuso.  Los fines de semana hay un brunch a 22 euros, mercadillos de ropa usada y stands con mermeladas caseras. Es, pues, hipstería de revista, pero de buena fe. Creo.

El menú cuenta con pocos platos y se lo modifica cada semana. La comida no tiene una etiqueta rígida, es sencilla, equilibrada, con buenas porciones, con productos frescos, está hecha casi totalmente en casa, lo cual es una virtud que se aprecia ya que en el país de la celebrada gastronomía un tercio de los restaurantes, según una encuesta de l’Union Nationale des Hôtels, Restaurants et Cafés, reconocen utilizar platos cocidos, ensamblados y congelados en fábricas lejanas. Cuando esos platos llegan a los bistrós necesitan apenas descongelarse y recalentarse para ser servidos, y para esa tarea maquinal no hacen falta cocineros con estudios ni experiencia sino solamente operarios pagados al mínimo. En 2013, ese estado de la cuestión fue tomado por muchos como una vergüenza nacional, y entonces el gobierno emitió un decreto para obligar a los restaurantes a poner la etiqueta Fait maison (Hecho en casa) en los platos realmente preparados cocina adentro. Se armó un desmadre. Se reclamó hasta por la calidad del logo. Es cierto que el decreto resultaba ambiguo y a la vez demasiado permisivo, casi absurdo. Un ratatouille que llegaba congelado al restaurante podía terminar siendo ofrecido, por razones incomprensibles, como hecho en casa. Se dijo que ahí hubo mano del poderoso lobby agroindustrial, que el empresariado manipuló la política. Este año el decreto se modificó y se puso más restrictivo, pero casi nadie lo aplica; es decir que la posibilidad de pagar 13 euros para comer un confit de canard preparado en maquila es alta. 

En La Recyclerie sí se cocina, y se habla tamil.

Mientras en Nueva York la fuerza obrera que hace funcionar los restaurantes está compuesta mayoritariamente por latinoamericanos, entre ellos una gran parte de mexicanos y ecuatorianos, en París el proletariado culinario proviene de Sri Lanka: hombres de entre 20 y 50 años. Aparte del chef y el sous-chef, que son franceses, el resto de cocineros, seis o siete, los que he conocido hasta ahora, son originarios del noreste de ese país asiático, en el que a inicios de la década de los ochenta se desató una guerra civil entre el gobierno central y los Tigres Tamiles, un movimiento insurgente que durante 26 años intentó con las armas el establecimiento de un estado independiente para esa minoría étnica. Hasta que en 2009 fueron eliminados. 

Durante ese tiempo, centenas de miles de tamiles dejaron su país para huir de la guerra, y se repartieron por el mundo. Varios miles llegaron a Francia, principalmente a París, sin otra opción que cambiar de costumbres: en Sri Lanka la cocina es un asunto de mujeres, pero aquí ellos se convirtieron en el engranaje de los restaurantes. Alrededor del 50 por ciento de los ayudantes de cocina y lavaplatos son srilankeses. Hay también algunos jefes de partida, unos cuantos sous-chefs y unos pocos que ocupan el primer cargo. Lo que se conoce como cocina a la francesa está en sus manos; así como en Nueva York la comida italiana tiene la impronta ecuatoriana. Todas son, a fin de cuentas, historias semejantes con los elementos clásicos: solo los migrantes en urgencia aguantan horarios extremos y salarios bajos. El pago promedio por hora para los cocineros rasos es de 9 euros. Los tamiles trabajan hasta por 7 euros.

Están, entonces, los tamiles de La Recyclerie: Balla, Mayo, Tiru y Ranesh, con los que más jornadas he compartido, y estoy yo, que me han dicho de todo: chino, japonés, afgano, uzbeko. Para ellos, Ecuador no es ni siquiera una línea imaginaria; es recién una novedad. Ahora les basta con saber que está al sur de Norteamérica.

Mi nombre les resulta difícil de pronunciar -“San-ti-ag”, “San-ti-a-no”-, quizá porque tiene más de dos sílabas y porque su lengua pareciera estar estructurada sobre la base de la prisa y la austeridad: hablan a 150 bpm y de acuerdo a lo que logran registrar mis inexpertos oídos occidentales diría que repiten en bucle las mismas dos o tres palabras con eles fugaces y eres acuosas. Para trabajar en cocina hay que ser ágil y saber tomar atajos. Mis nuevos colegas se evitan la molestia de mi nombre de pila y simplemente me gritan: Hey, mon ami !

Balla y Mayo. 
Trabajar con tamiles tiene sus ventajas y sus desventuras. Son discretos y poco dados a la chacota, pero cuando quieren huevearte lo hacen en su lengua y en montón, y ante eso no queda más que la resignación y el carcajeo cómplice, aunque sea sin conocimiento de causa. Por supuesto, ignoro si cuando se burlan de mí usan palabras toscas u ofensivas, pero lo dudo. El otro día, Mayo me hizo una broma típica de cocina: me dijo que bajara a la bodega dos cajas imposibles de cargar. Ante mi duda, se carcajeó. Le contesté mostrándole un dedo de honor con cortesía. Mayo casi se ofendió. Con los latinos en Nueva York no había códigos secretos. El picoteo se daba en igualdad de condiciones y ahí solo triunfaba el más avispado o el más bravucón.

Como mesurados que son, los tamiles se abstienen de imponer sus consumos culturales al resto, es decir que, por ejemplo, es extraño que pongan a sonar en la cocina la música que escuchan normalmente, algo que suena como un pop de nueva generación, cargado de sintetizadores, cítaras y voces que parecieran lamentarse con satisfacción. En mi trabajo en Nueva York, salvo cuando el chef John McGrath estaba presente, era normal tener que soportar ocho horas seguidas de merengue y bachata. Yo, hombre de tolerancia y gozador de la fertilidad popular, recuerdo con horror el hit del verano del 2000 entre la comunidad hispana: Pégame tu vicio, del dominicano Eddy Herrera. Ese, el mismo de A dormir juntitos.    

La cocina es un hervidero de vicios, venganzas y vértigo. Ya lo contaron bien, entre otros, Anthony Bourdain en Kitchen Confidential, Gabrielle Hamilton en Blood, Bones & Butter y Bill Buford (el ex editor de The New Yorker que se convirtió en cocinero) en Heat. Que esos libros se refieran a los bajos mundos culinarios de Nueva York no es solo una coincidencia. En esa ciudad pocos cocineros se salvan de alguna forma de adicción para soportar la arremetida laboral. Uno termina enganchado, como mínimo, al café cargado. Con dos colegas mexicanos, rockeros de cepa fanáticos del death metal, y otro paisano suyo que era mesero, bebíamos todos los días, todos, hasta las últimas consecuencias. Mientras limpiábamos la cocina a eso de las 23h30, el amigo mesero nos pasaba las primeras cervezas de la noche, y luego continuábamos con un six pack más por cabeza, sentados en las gradas de entrada de un edificio desocupado cerca del Washington Square Park. Se hacían las cuatro de la mañana. Al siguiente día estábamos a las dos de la tarde parados de nuevo frente a la estufa, alzándonos el primer expreso de la jornada. Teníamos algo más de veinte años y nos creíamos capaces de todo.

En París la cosa es distinta. Los tamiles son en su mayoría de confesión hindú, y aunque su religión no les impide tomar alcohol, no son bebedores frecuentes. Los empleadores los aprecian también por eso, y no es solo un asunto de rendimiento y responsabilidad sino de costos. Los cocineros de Sri Lanka no buscan el amigo mesero que les provea cerveza mientras asean la cocina, y eso a la casa le ahorra unos euros. Por mi parte, lamento no tener con quién tomar una copa al final del turno.

En cuanto al resto, los viejos hábitos son universales, aunque con matices. Aquí también prima el juego pícaro de la intimidación, eso de hacerte creer que tienes que hacer más de lo que debes o que tus horarios no son los que pensabas; eso de la joda socarrona para medir tu grado de ingenuidad. También hay los brotes pasajeros de celos. Cuando llegué a mi primer día me encontré en el vestidor con Ramesh, un tipo de treinta y tantos, apuesto, con una barba tipo candado tallada a la perfección. Saludamos. Lo siguiente que hice fue buscar mi uniforme, que me dijeron estaba por ahí, en una esquina. Cuando lo encontré y Ramesh se dio cuenta de que me habían dado zapatos y un uniforme nuevo, me puso la primera mala cara de mi reinaugurada vida como cocinero. Pero fue fugaz. Una hora después, él mismo me sirvió un café luego de que le preguntara cómo se hacía para tomar uno. Hacia el final del turno, Mayo me tomó del brazo y me dijo: “hoy vas a comer la comida de nuestro país”. Preparó un curry de pescado y me sirvió una ración doble. Lo tomé como una bienvenida.

Balla, yo, Mayo y Ramesh. Almuerzon con curry de pescado.
 
Ese sábado despachamos cerca de 200 órdenes. Explotando a su favor el  concepto del negocio, La Recyclerie recicla hasta al personal. Los fines de semana los clientes hacen fila y pasan por un mesón, donde los mismos cocineros les servimos el brunch al plato. Así la administración se ahorra los meseros, y en consecuencia le pone a uno cara a cara con oleadas de mujeres deslumbrantes. Y eso –el comentario y la circunstancia-, lejos de resultar intrascendente y de carácter sexista, permite una lectura de potencial antropológico. 

Por mi experiencia puedo decir que el pasatiempo favorito de los cocineros es hablar de mujeres. Pero hay distintas recetas para hacerlo. Los tamiles son recatados y hasta candorosos. Hasta ahora, en pleno servicio, ninguno a hecho un comentario o ha movido una ceja cuando bien se hubiera debido. Si alguien ha dicho algo ha sido después, con cautela, más con tono travieso que fanfarrón. Cuando hablamos del tema terminan mencionando la idea de volver a su país para casarse, y cuando quieren llamar la atención sobre alguien que ronda el lugar hacen apenas una mueca tímida señalándola, y sonríen abriendo los ojos. Mayo me dijo que la chica que atiende el Juice Bar del restaurante, una pelirroja sexy que por lo que suele comer intuyo que es vegana, le contó que anda con muchos problemas, y que él le dijo que salieran a tomar un café para que viera cómo todo se la pasaba. Ella le dijo que sí, dice Mayo, que algún día.

En comparación con este jardín de infantes, mi cocina de Nueva York era una agencia tropical de Sodoma y Gomorra. Cualquier relato que involucrara mujeres mis colegas lo acompañaban con desfogues onomatopéyicos de desgarres, succiones, retortijones, ardor y éxtasis salvaje. No había espacio para la imaginación ni criterio de la mesura. Había algo de contención cuando las meseras entraban a la cocina, pero al salir les caía sobre sus espaldas toda la crudeza de la majadería. Por fortuna no se debía atender directamente a las clientas, la cocina quedaba en un subsuelo hirviente y resbaloso. No era fácil trabajar en ese ambiente de altas temperaturas y testosterona desbocada, pero cuando el cocinero se pone el uniforme, más aún cuando es un principiante, sabe que o se adapta al ecosistema o le devora el más fuerte. 

Ya no soy un principiante, pero tampoco estoy del todo curtido. Hoy, por ejemplo, tuve que pelar, rebanar y cortar en dados 48 piñas. Cuando Mayo me dijo que tenía que hacerlo, pensé que era una broma.

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