¿Símbolos patrios o chalecos salvavidas?

miércoles, mayo 21, 2008


Personalmente me tiene sin cuidado si se mantienen o se cambian los símbolos patrios. Si es la tricolor o la wipala o si es el cóndor o la concha spondylus me da lo mismo. Siempre los he pensado como instrumentos embestidos de representaciones vertidas desde las ansias de legitimidad de las elites que los construyeron. Por ende, como gestores de relaciones de dominación política, moral, simbólica y, por supuesto, cultural entre quienes se interesan por asumirlos. Los considero un proyecto pretencioso por su afán de querer abarcar las inabarcables representatividades de un país fragmentado. Además de que los percibo como productos fortuitos de las casualidades y las rimbombantes cursilerías inventadas sobre los próceres y sus gestas.

Otro gallo cantaría (u otro cóndor u otro cuy) si se planteara su total extinción, pero parece que no es por ahí por donde va el debate.

Si tomamos su significación como cierta o aún como el antojadizo acomodo que parece ser, qué se puede decir de la actual bandera nacional sino que conlleva una fuerte dosis de presuntuosa liviandad. El amarillo, azul y rojo referentes, presumiblemente, a la reflexión tonal del oro abundante (¿?), el cielo (o el mar, ahí un detalle) y la sangre de los redentores anticolonialismo, no representan patrimonio referencial exclusivo de nuestro territorio. Bien pudo haberse adoptado el verde de su floresta y el blanco de la luna que también es de todos, pero simplemente no se la pensó así sino como una triada grandilocuente. De ahí que le atribuya yo a la tricolor alguna vez inventada ribetes de chiripa simbólica. Casualidad que, de ahí en más, se convirtió en estandarte de identificación y apego y cuyos valores hoy pueden resultar tan categóricos como enclenques. Dependerá esto de cuánto uno asuma la representación o no. Que podría también ser dicho como que dependerá de cuánto uno se coma el cuento. O no.

El lunes 12 fui a un concierto de la peruana Eva Ayllón. Su repertorio más conocido incluye valses hincacorazones y un amplio legado de música afroperuana. El escenario del Teatro Sucre tenía como decoración las banderas peruana y ecuatoriana dispuestas a los costados de su borde. En un momento, la cantante se acercó al estandarte ecuatoriano y lo saludó reverencialmente diciéndole buenas noches, señora. Le soltó un par de adulos más, pero le dejó claro que la más bella era la rojiblanca que estaba al frente. Y hacia ella se dirigió luego. Le habló de más cerca, le acarició y le dijo como al oído que la amaba aunque ella viviera lejos -la cantante radica en New Jersey-. El público reventó en aplausos tras ambas elocuciones y yo ese rato me lancé sobre el espaldar de mi asiento. El desempeño de Eva Ayllón me pareció un acto de demagogia performática que a punto estuvo de rayar en el mal gusto. Percibí en ello un desborde de chauvinismo trabajado para lograr la conmoción masiva –aunque no necesariamente malintencionado-. Una suerte de populismo desde lo popular. Un arrojo redundante de nacionalismo que suficientemente bien se sostiene con la música que interpreta y con las intenciones de reivindicar y mantener en las costumbres el folclor de su país. Pero para reforzar las posturas existen las artimañas del espectáculo, entendí, a la vez que no dejé de preguntarme si no era yo el raro. O peor aún, el antipatriota.


Queda decir, de otro lado, que Ayllón me parece, como cantante y frontwoman, espectacular, y que a pesar de lo excesivos que me parecieron sus gestos, los asimilé porque entiendo la necesidad de asirse a un instrumento cargado de referencias cuando no se comprende lo suficiente que las representaciones que configuran una nación, una comunidad o un movimiento, se sostienen en la voluntad de convivencia, de llevar adelante proyectos de alcance estructural y de reconocer en las dinámicas cotidianas -no en una flor de la chuquiragua, de la canela o en las hojas de laurel donde nos gusta quedarnos dormidos- las relatividades de las culturas. Porque aunque la melena y la chaqueta de cuero identifiquen al rockero, la representación de su particularidad radica en cómo éste asume la música como forma de vida.
Pero, claro, sé que al natural que vive fuera de su patria, un escudo, una bandera o un himno nacional le caen como al peregrino una CocaCola en el desierto.

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8 comentarios

  1. a mi lo que me fascinó de todo esto fue como la gente enseguida se manifestó con sus propios escudos (sería una excelente muestra histo-antropo-social-humor-artística),
    por dios! de donde sacaste la bandera con el cuy la hojas de marihuana, los machetes, el cholito (!!!!) el racimo y la tortuga!!!!!

    y de ese tipo he visto unos 6 dando vueltas por ahí...

    ya en serio, creo que todo es parte de la búsqueda de identidad, como ecuatorianos hay nomás que asumir (como dice el presi) que la patria ya es de todos, con todo lo que venga dentro

    más válido sería buscar una mejor "marca país"... aunque tal vez sería algo muy pelucón...

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  2. perdón de donde sacaste ese escudo...

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  3. Qué tal colega, gracias por tus comentarios.
    Ese escudo llegó a mi correo como suelen llegar las buenas y malas noticias, así, de pronto.

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  4. Concuerdo contigo. También pienso que la identidad rebasa la búsqueda de símbolos; lo que supone es ingresar en proyectos reales, en donde la gente se involucre no solo de manera emocional sino racional. De lo contrario se cae en un patrioterismo fatuo y vacío, que no permite el respeto a la diversidad; que es lo que antes pasaba en los gobiernos de derecha.

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  5. sí, pero cuando nos chumamos, a los ecuatorianos en el exterior nos da por echar lágrima a los acordes de romance de mi destino, sombras, nuestro juramento y afines, y no del himno...

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  6. k asko k es eso???????????????????

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  7. k azko k idioteces k babosadas k es esto??????????????????????????????

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