Viaje en colectivo
viernes, junio 19, 2015
El decorado era un pedazo de bosque tolkiano apostado en el alto Montreuil, un antiguo reducto comunista del este de París con una larga tradición de vida asociativa. La fiesta, el Bal Rital, un baile popular típico del sur de Italia, donde hubo danza pizzica-pizzica, tammurriate y tarantela en vivo, y, para cerrar, tras una nube de polvo atrapada bajo una carpa de circo, el Dj Pop Corn con mucho mambo y mucho ska en una exquisita colección de vinilos de 45.
De salida, el bus de la línea 122 que nos llevaría
hasta la estación del metro se llenó de italianos borrachos y de otros cuantos
forasteros en similar desgarbo. Un italiano hippie, que tenía una guitarra y
una sola rasta, empezó a cantar canciones folclóricas que casi todos conocían.
Faltaba poco para la media noche de aquel domingo y sobre el horizonte aún
quedaba un retazo de cielo añil. Como es usual a esa altura del verano, el
clima se sentía agradablemente primaveral.
El trayecto debía durar apenas cinco minutos pero duró
más del doble porque la conductora, la que seguramente es la conductora de bus
más hermosa del mundo, una rubia delgada con el pelo templado en una cola liza
y unos ojos grandes del color de las hortensias, se ofuscó de inmediato y
parqueó el bus y se levantó de su asiento –un metro con setenta de simétrica
figura- y a los alaridos, tan ilusa ella, quiso detener esa verbena. Nadie
podía detenerla. Había que estar en ella o no estar, pero no estar resultaba
imposible porque la rubia, aturdida por la ira y entregada a la venganza,
aceleró y no paró en las estaciones intermedias y dio frenazos en las curvas y
en los semáforos en rojo queriendo hacernos daño y enseñarnos la lección, pero,
tan inocente, lo único que logró fue meternos más candela.
Al llegar a la estación, el último metro estaba por
partir. El silbido que anunciaba la salida sonó cuando bajábamos las gradas.
Yo, que iba entre los últimos, lo di por perdido, pero al llegar al andén vi a
un moreno pequeñito, con camiseta sin mangas y una bermuda percudida, que
gritaba allez, allez y con la una
mano detenía la compuerta y con la otra aplicaba un sopapo en la espalda para
lanzar hacia adentro al que iba llegando. Lo logramos, yo y unos tres que
venían conmigo, y cuando parecía que nos íbamos, un flaco desgarbado con unos
lentes de marco blanco, que evidentemente no eran lentes sino que pretendían
serlo, atascó las compuertas atravesando una tabla de skate y se deslizó por el
medio con la elasticidad de una flema. Tenía el talante de una flema, apenas
podía pararse por la borrachera y apenas tenía carne su esqueleto encorvado. Lo
reconocí. Era un guatemalteco que alguna vez me lo presentaron como una ficha
infaltable de la noche parisina, convencida de la supremacía de su latinidad y
del encanto de su verborrea. El susodicho tomó aire para recuperarse del susto
y enderezar el lomo, y enseguida lanzó su tabla al piso y se aventuró a un
cruce suicida por entre el ínfimo callejón que separa los asientos. Solo llegó
hasta la mitad. La patineta se le escapó de los pies y a punto estuvo de
romperse la madre, pero, elástico todavía como un pulpo agónico, logró
agarrarse de dos tubos verticales y ahogar el gemido que teníamos preparado
para cuando tronara contra el suelo. Mientras, en el otro extremo del vagón los
italianos habían retomado la guitarreada.
El petizo que me ayudó a embarcar me tocó la espalda y
me hizo señas moviendo su manito derecha como si exprimiera una naranja. Al
tiempo que lo hacía, su novia, cerquillo radical a lo perroflauta de Barcelona,
morena con las mejillas coloradas y unos cuantos centímetros y un par de
dientes menos que él, me mostraba sonriendo una botella de vino tinto. Yo no
tenía un sacacorchos, así que siguieron su camino, tomados de la mano como iban
y afrontando su misión con señas complementarias. También llegaron solo hasta
la mitad del vagón, porque para ese momento el guatemalteco se había
engolosinado con los tubos y obstruía el paso ensayando unas piruetas de pole dance. Tenía ya su hinchada, que a
la vez que mantenía la respiración por el riesgo evidente le animaba
entusiasmada con un estruendo de palmas. El skater chapín no defraudó a nadie.
Logró darse trampolines hacia atrás y hacia adelante bien templado entre los
tubos como un cristo retobado, y cuando acabó su última vuelta, seguramente
sintiendo en el tuétano el calor de la conquista, cayó con una rodilla al piso
y quedó perfilado para dar la estocada. Frente a él había dos mujeres africanas
de talle grande, que no venían de la fiesta pero que terminaron encendiéndola.
Con la voz balbuceante y acuosa, imprimiéndole a su genuflexión un matiz
reverencial, muy berraco el guatemalteco, se lanzó al cante.
Soy un hombre
muy honrado
Que me gusta
lo mejor
Las mujeres
no me faltan
Ni el dinero
ni el amor…
Fue cuestión de un bis para que el vagón entero se
juntara en un solo coro. El guitarrero italiano dejó su folclor y acompañó al
juglar con un punteo aproximado. El resto de la forza azzurri, que para entonces disfrutaba de la botella de vino
con el corcho flotando en el interior, hizo el aguante con un cántico de barra.
Un árabe robusto, que también se encontró de repente con esa fiesta en su
vagón, colaboró haciendo de la carrocería un tambor, y su mujer, más pequeña y
más maciza que él, se soltó con tal enjundia al baile que parecía iba terminar
zafándose de un tirón el foulard que llevaba en la cabeza y poniéndoselo como
corbata al matador guatemalteco.
El canto agarró un crescendo reverberante y al rato la
fauna sudorosa que éramos nos encontramos apretados en un:
¡Ay, ay, ay,
ay!
¡Ay, ay
amor!
¡Ay mi morena
de mi corazón!
Una vuelta y otra y una vuelta más. Las ventanas
empañadas y la gente dando golpes al techo para que escapen los demonios. El
guatemalteco, firme como el flan con su rodilla a tierra, tomó de la mano a una
de las negras, que pataleaba extasiada por semejante show, y cuando se sintió
satisfecho de tanto coro le dio un beso delicado y se ganó una ovación.
La mujer, con dos cicatrices en relieve sobre la
mejilla izquierda y un diente de oro con el brillo desgastado, brincó de su
asiento y se despachó un flamenco bastante correcto para las circunstancias. La
guitarra, las palmas y las percusiones que acompañaban llevaban el temple de
una rumba, por lo que a la africana, que ahora se ponía al frente del escenario
dejando al guatemalteco recuperarse en un rincón, le resultó natural cantar
algo que decía:
Baila morena,
baila tu culo huevos…
Me acerqué y dejé que repitiera esa línea varias veces
para estar seguro, y entonces le pregunté lo obvio:
-¿Eso es en español?
-¡Claro, tío! –respondió- ¡Yo viví en Andalucía!
Y siguió bailando y diciendo olé y vociferando
sandeces en español mientras el pueblo, ya reducido en número, continuaba
celebrando el desinhibido contoneo de sus kilos demás estrujados sin recato en
un vestido de lycra verde.
Para ser apreciada en su conjunto, la fiesta requería
de paneos sucesivos de un extremo al otro del vagón. Por momentos se sentía la
alegría resacosa de aquella escena del autobús en Almost Famous, y a ratos el
ambiente parecía lleno del oleaje alucinado de Fear and Loathing in Las Vegas.
El trayecto duró media hora, pero el viaje se expandió
como en los desprendimientos astrales.
Viajar en colectivo era eso.
Al bajar en République, miré el reloj y ya era lunes.
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