Durante una parte de mi infancia mi padre tuvo la buena
costumbre de comprar elepés con metódica constancia. Lo hacía casi siempre en
la tienda J. D. Feraud Guzmán de la 10 de agosto. En la casa se llenaron unos
tres pisos de anaqueles que él mismo armó asentando tablas gruesas sobre unos
ladrillos huequeados como nichos de cementerio. Ahí estaban Nelson Ned, Nicola
di Bari, Rafael, Rafaela Carrá, Camilo Sesto, José Luis Perales, José José, Leo
Dan, Daniel Santos, La Sonora Matancera, La Orquesta Guaguancó, Daiquirí,
Lizandro Mesa, los 13, los 14, los 15 Cañonazos Bailables con esas modelos
regordetas con traje de baño entero acomodadas como Cleopatras al filo de una
piscina turquesa.
Estaba también Leonardo Favio, con guitarra de palo como
Brassens; con boina negra como el cantante de Scorpions; con el pelo templado y
con gomina, para un lado como Gardel o para atrás como Julio Iglesias. Y estaba
el hippie, el gitano, el bucanero, todos los Favio enigmáticos que se me antojaban
por debajo de esos pañuelos de seda y de algodón que no había visto antes. Ese
fue el cantante que se me guardó, esa su buena pinta que era solo suya hasta
que alguien parió a Garibaldi. Ese fue el que mi padre me regaló haciéndolo
sonar una y otra vez en un tocadiscos cuya marca no recuerdo, pero del que
recuerdo el olor recalentado y polvoriento y ese tentáculo tieso que asentaba el
acetato en el motor.
Para entonces la literalidad de la música no existía, por
eso la música de Leonardo Favio podía sonarme a una canción de cuna (ding-dong, ding-dong, son las cosas del amor)
o su voz dramática invitarme a los primeros devaneos eróticos. Los elementos
eran los justos: una rubia, un cabaret. La rubia, además, era linda. Sus
canciones fueron la banda sonora para un decorado que se componía de fotos con
las esquinas redondeadas y ordenadas en sus álbumes; por un primer televisor a
colores con una perilla para cambiar de canales y otra para captar la señal; por
mi padre vistiendo traje y yendo cada tanto, luego de su trabajo en la función pública,
a comprar un nuevo elepé. Si la nostalgia tiene un velo azulado, el recuerdo de
Leonardo Favio en la casa de mi niñez es más bien amarillento, anaranjado, como
el humo de una bengala que se evapora danzando.
Y ya que en esa niñez de su música importaban los impulsos y
la emoción cruda, cuando tomé clases de guitarra (esfuerzo desperdiciado más
tarde) me empeñé en sacar cualquiera de sus canciones. El profesor abrió el
cancionero en Fuiste mía un verano y
me la tragué entera sin pensar en nada, ni siquiera en que iba a estrenarla en
una serenata que le di a mi madre.
Leonardo Favio es eso, un puñado de emociones espontáneas
compartidas con mis padres, unas cuantas secuencias de corrido en las que sus
canciones quedan como el color de la época, un color algo desteñido, difuminado, no
por el abandono sino por la recurrencia.
El oxímoron es obvio, su muerte revive lo lindo que fue.