Émilie
martes, mayo 19, 2015
La cantidad de plataformas web de encuentros de
parejas es proporcional al tamaño de la soledad. En París, ambas son inmensas.
Voy a llamarla Émilie.
Detrás de su belleza dócil guarda un ágil sentido del
humor y una gran disposición para la charla. Deportista, adepta a la
alimentación orgánica y económicamente solvente, su estilo de vida podría verse
como un dictado de las revistas de tendencias, pero sin la vanidad.
En 2011, Émilie salió de una relación de ocho años.
Salvo por los necesarios primeros meses de asueto, ella, ya entrada en los
treintas, quiso pronto empezar una nueva historia. Lo intentó por los métodos
tradicionales del mundo de los humanos. En su momento más proactivo fue común que
se arreglara con esmero para salir de fiesta con sus amigas y ver si regresaba
acompañada a casa. También dejó de lado sus reparos sobre la posibilidad de
empatar con alguien en la empresa de componentes para aviones donde era agente
comercial, e incluso alimentó una tensión -sin concreciones- con un hombre
casado con quien salía a correr los sábados.
Pasado el periodo voluntarioso se ilusionó con la
opción idílica de que alguien le hablara en el metro o en la fila de la
panadería; de que alguien le preguntara una dirección en la calle o de que
algún vecino (que siempre hubo uno de su interés) fuera a tocarle la puerta
apurado por una urgencia, y de que lo uno -lo que fuera- llevara a lo otro, y
así. No obstante, salvo por una noche de buena pesca en un bar, todo resultó
infructuoso.
Una buena amiga suya le convenció entonces de que el
camino estaba en lo virtual.
Durante los tres años que siguieron, Émilie probó de
todo, desde los sitios que ofrecen planes fugaces hasta los que garantizan
relaciones estables y prometen el reembolso de la membresía en caso contrario.
Sus expectativas y su voluntad para el sacrificio estuvieron casi siempre por
encima de las de ellos. Estuvo dispuesta a mudarse a Bordeaux para intentarlo
con el banquero, pero el banquero, un día, dejó de contestarle el teléfono.
Algo similar pasó con el ingeniero de sonido, uno que aparecía esporádicamente,
hambriento de sexo, con una botella de champán y un porro bien armado. Con el
arquitecto también se acabó luego de poco, solo que él tuvo el valor de decirle
que ya no la deseaba. A lo largo de ese tiempo, nadie de su entorno conoció a
ninguno de los involucrados. Quizá por temor a que nada funcionara, ella
prefirió no alimentar la expectativa.
Dado que más de 14 millones de franceses están
inscritos en ese tipo de plataformas, detalles del fenómeno suelen pasar a la
arena pública: mientras la mayoría de las mujeres inscritas declara buscar
realmente el alma gemela y anhela el romance como antesala al sexo, la mayor
parte de los hombres busca el sexo como antesala a cualquier cosa y confiesa
estar ahí solo de paso.
Emilie estaba conciente de eso, pero a la vez guardaba
la esperanza de poder ser un día la excepción a la regla. Mientras eso no
ocurría, con picardía solía jactarse de al menos haber enriquecido su
historial, pero con frecuencia sus bromas aterrizaban en disertaciones acerca
de la frustración acumulada.
Agotada, Émilie se desconectó. El momento coincidió
con una transición importante. Cambió de trabajo -aumentaron sus responsabilidades
pero también aumentó su sueldo- y por un golpe de fortuna pudo mudarse a un
departamento inmenso y demasiado bien acondicionado como para habitarlo sola.
La desconexión, sin embargo, duró lo que dura caer en cuenta del vacío
alrededor.
Había en esa oscilación de emociones una amargura
adictiva, un vértigo placentero condensado en el salto de la pantalla a la
vida, en la travesura de esconderse en la primera cita para desde lejos ver
cuán parecidos eran los hombres a sus avatares; en la incertidumbre sobre la
reacción ante el primer intercambio de alientos. Émilie volvió.
Una tarde de enero entró en contacto con un hombre que
vivía en Quebec, en un pueblo de montaña donde nieva seis meses al año. No
importó la distancia porque el ardor que sintieron tras la primera llamada por
Skype les impulsó a arriesgarlo todo. Al cabo de un mes y medio de pasión
virtual, el quebequense, antropólogo convertido en administrador de empresas,
tenía sus maletas en París. Lo que Émilie no había logrado en cuatro años trabajando
en el terreno lo tenía ahora como si hubiera hecho un pedido por Internet.
Empezaron las especulaciones. No faltó en su entorno
la conjetura alarmista de que el tipo pudiera ser un estafador o un crápula.
Era cierto que todos deseaban que Émilie fuera feliz, pero eso, de tan
evidente, resultaba obsoleto. Lo que a muchos intrigaba era saber cómo era el
tipo en carne y hueso, si le iba a corresponder a la buena de Émilie en su
delineada vida de revista.
Tras dos semanas de aclimatación, Émilie convocó para
que lo conocieran. Ya en la sobremesa, las miradas de los invitados se chocaban
de inquietas. Nadie se atrevió a decirlo sino hasta más tarde: lo hubieran
querido más flaco, más joven y con trabajo.
Han pasado dos meses. Émilie dice que está contenta.
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