Según el Ministerio del
Interior, alrededor de 2 mil migrantes venezolanos ingresan diariamente a
Ecuador por el puesto fronterizo de Rumichaca. Al llegar a El Juncal, muchos acuden
donde Carmela Carcelén, una mujer inquebrantable que un día convirtió su casa
en un hogar de acogida.
Es una
mañana candente como casi todas las del año en este valle desértico al norte de
Ecuador. Entre el agitado tráfico que circula por la carretera Panamericana,
por detrás de la reverberación que se desprende del asfalto ardiente, se
distinguen decenas de cuerpos lánguidos que cargan pertrechos malogrados y
arrastran los pies. Todos en El Juncal saben que son venezolanos que han
abandonado su país y que, sin otra opción, han empezado a caminar por un futuro
incierto. Por eso, es muy probable que al llegar a la entrada al pueblo,
alguien, quizá la mujer robusta que al filo de la carretera atiende un quiosco
donde en un letrero se lee Batidos de
tuna, les diga que ahí cerca hay una casa de gente buena donde ofrecen
comida y un rincón para dormir.
La casa
está a unos 100 metros de la Panamericana, sobre el camino que une El Juncal
con el cantón Pimampiro. Tiene tres plantas y una fachada larga cubierta de
baldosa, donde cuelga una placa que dice Dios bendice mi familia García
Carcelén. La casa no es ostentosa ni lo que se diría humilde, se parece a varias
del sector, pero se distingue de todas porque siempre tiene abierta la puerta
de su garaje para que entren esos caminantes desolados.
Detrás
de la puerta se abre un gran patio en forma de L, cuya esquina está cubierta
por un liviano techo de zinc. Ya es el medio día y el sol golpea aún más
fuerte. Hay unas 30 personas desperdigadas, hombres y mujeres jóvenes, un par
de niños. A unos se los ve activos, queriendo cargar sus celulares en una toma
múltiple; pero más son los que lucen pesarosos y ausentes. Todos están muy
flacos, la piel inflamada, los ojos resecos, las ropas deshechas. Carmen
Carcelén, Carmela, aparece y, pese a su cansancio notorio, es como si toda la
energía existente se acumulara en ella. Lleva una licra y una camiseta holgada,
y en la cabeza un turbante africano de colores opacos. Tiene 48 años, no es
alta pero es maciza, su voz es honda y valiente. Se para en medio del patio y,
sin mayor preámbulo, arranca el sermón que viene dando varias veces al día
desde hace casi dos años: una mezcla de bienvenida y recomendaciones, de
reflexiones morales y bromas, de pedidos y advertencias.
-Para
yo poder seguir haciendo esta labor en mi casa, les pido que se porten bien. Si
se van a quedar a dormir aquí y tienen armas, cuchillos, dénmelos y yo les
devuelvo cuando se vayan, y si tienen drogas, desháganse de eso o mejor sigan
su camino, porque eso aquí no se permite.
Es hora
de almorzar. De la amplia cocina a la que se accede desde el patio, Jonathan y
Carolina, venezolanos que llegaron en las mismas condiciones pero que se
quedaron porque tuvieron una buena conexión con Carmela y ahora la ayudan en su
labor, sacan platos con arroz, papas fritas y fideos, contundente mezcla
calórica que dará energía a los caminantes. Luego de descansar un par de horas
y darse un baño en la ducha habilitada para ellos, o en el río que queda junto
a la autopista, muchos continuarán la marcha hasta que la noche les obligue a
parar de nuevo y encontrar un rincón para guarecerse. El anhelo es llegar lo
antes posible a su destino, la mayoría a Lima y unos cuantos a Guayaquil. Ya
van caminando entre 11 y 20 días desde que salieron de su país y atravesaron
toda Colombia, y a esta altura creen que en dos semanas más habrán terminado.
Pero nunca se sabe, todo depende de cuántos aventones consigan, de cuántos
camiones les “den la cola”, como dicen ellos, o de si, simplemente, ya no
pueden más y tienen que estacionarse por unos días y dedicarse a pedir dinero
para poder comer.
-Gracias
por todo, madre –le dirán a Carmela cuando se vayan.
-Si
están agradecidos, pórtense bien –insistirá ella.
Los que
elijan quedarse a pasar la noche tendrán tiempo para relajarse, lavarán su ropa
en el río o en la piedra de lavar de la casa si hay suficiente agua, porque en
El Juncal cortan el servicio casi todos los días. Algunos ayudarán a pelar un
costal de habas para la fanesca que Carmela ha ofrecido para mañana, y así
gastarán la tarde mientras ven cómo, por esa puerta del garaje, siguen entrando
otros como ellos, grupos de tres, de ocho, bebés en coches, mujeres
embarazadas, los bolsos percudidos, los zapatos en hilachas. Y esos recién llegados
también se quedarán a dormir, porque en poco caerá la noche. Y Carlos García,
el esposo de Carmela, pasará un cuaderno para que se registren con nombre y
número de identificación. Ya deben ir por los 10 mil desde que empezó todo. Y
Carmela, que anda por ahí alborotada porque es la coordinadora de la iglesia
del pueblo y debe ir a decorarla para la Semana Santa pero aún no ha podido
hacerlo porque todavía tiene que cocinar, atender a sus hijos y hasta
interceder en un lío amoroso de un conocido, volverá a aparecer en el patio
para dar su sermón y ofrecer otro, y otro, y otro plato de comida.
Por la
noche, como cada noche, llegará una comitiva de la Cruz Roja núcleo de Imbabura
para brindar primeros auxilios médicos y psicológicos y facilitar un teléfono
celular para que los migrantes llamen a sus familiares y les digan que ahí van,
avanzando. Y esta noche, como cada tanto, habrá arepas. Carmela pedirá que
cuatro mujeres migrantes se encarguen de prepararlas. Les dará dos kilos de
Harina PAN, el ingrediente que para los venezolanos es una molécula de su adn,
y cuando las coman, rellenas con un revuelto de tomate y sardinas, todos
sentirán un fugaz y melancólico alivio.
Hacia
las 21h30 Carmela dirá que es hora de dormir. Los huéspedes dejarán sus maletas
en el patio y llevarán solamente artículos de aseo. La casa tiene nueve
habitaciones para los miembros de la familia. Solo una del tercer piso, donde
está la terraza, está habilitada para mujeres y niños migrantes. Para los
varones hay una gran carpa blanca, propia de los campos de refugiados, que
cumplió su papel en Manabí tras el terremoto de 2016 y luego Unicef se la donó
a Carmela. Ocupa toda la terraza y adentro hay colchones y cobijas,
mayoritariamente donados por particulares, para unas 40 personas. Hoy hay solo
22 en total. Más usual es que haya 50 o 60, y ha llegado a haber hasta 150, en
esas noches locas en que todo el patio queda copado de gente.
Nadie
entregó, como exigió Carmela, ningún tipo de arma. En ocasiones han dejado
cuchillos, que quien los lleva suele decir que son para defensa propia y de los
suyos. Pero sí hubo tres muchachos que, extrañamente, se marcharon a esas altas
horas. Nadie les pidió explicaciones. Carmela solo espera que se porten bien.
*
Carmela
Carcelén y su esposo Carlos García comercian frutas y verduras, particularmente
aguacates y tomates, desde hace más de treinta años. Los compran a productores
de la zona de El Juncal, los cargan en su camión Hino y viajan dos horas para
venderlos en Ipiales, Colombia. Una tarde de septiembre de 2017 volvían de una
jornada de trabajo y, al filo de la carretera, vieron a un grupo de muchachos
que pedían la cola. Uno puso las manos en señal de súplica; otro se arrojó al
piso; todos, alrededor de 10, lucían devastados. Les dieron la cola y, al
llegar a El Juncal, Carmela les dijo que desde ahí podían continuar su camino o
quedarse para comer algo y pasar la noche en su casa. Los muchachos se
quedaron. Y así empezó todo.
La vida
de la familia cambió drásticamente. El tiempo, los afectos, los recursos
económicos comenzaron a volcarse en esa nueva tarea humanitaria. Carmela
viajaba cada vez menos a Ipiales para poder cocinar y recibir a los
venezolanos, y Carlos, al venir de vuelta con el camión vacío, se acostumbró a
traer a los que encontraba en la ruta.
- 30,
40, los que sean, porque somos humanos, y eso aunque les moleste a los policías
de tránsito, pero yo no les tengo miedo –dice Carlos al tiempo que se ocupa del
registro de los visitantes.
En
casa, cualquiera de los ocho hijos que estuviera presente (todos son varones,
entre 29 y ocho años, cinco viven ahí) se dispuso a ayudar. Los chicos ya
habían visto a su madre regalar bolsas con caramelos en Navidad a los niños del
pueblo, y ya habían tenido que ceder su puesto en el comedor cuando algún
menesteroso, a la hora del almuerzo de un día cualquiera, tocaba la puerta y
pedía algo de comer. Pero eso que ocurría ahora, el entrar y salir de tanta
gente extraña que empezó a ocupar sus espacios y acaparar la atención de sus
padres, era algo nuevo y no, al menos al principio, del todo agradable.
-Al
inicio sentía incomodidad porque no tenía mi privacidad. Además, muchos llegan
y no saludan, o te piden las cosas de mala manera, y eso sí molesta, pero luego
comprendí que más bien toca ayudar en esta situación.
Zamir
García, de 22 años, es el cuarto hijo y, al igual que sus hermanos mayores, es
alto, delgado y viste moderno en estilo deportivo. Dicharachero y extrovertido,
es por ahora el que más asiste a su madre, ya que no ha podido encontrar
trabajo en su ramo, la conducción de maquinaria pesada.
La vida
en el Juncal también tuvo sus cambios, sobre todo desde el día en que Carmela
se paró en el púlpito de la Iglesia y, dando a conocer su decisión, pidió al párroco
y a los feligreses que la apoyaran. Hicieron un par de colectas, que Carmela
usó para que unas cuantas personas pudieran llegar en bus hasta Lima. Desde
entonces, en el pueblo no faltan los detractores, incluso los que acusan a los
García Carcelén de coyoteros; pero también son varios los vecinos y familiares
que la apoyan directamente, y están los que, incluso de manera anónima, le
envían víveres, ropa, un colchón.
De otro
lado, los representantes del Estado, cuando han aparecido, dice Carmela que ha
sido para entrabar las cosas. Alguna vez llegó una comitiva de funcionarios de
salud para decirle que el asunto se le iba a salir de las manos, que las
condiciones sanitarias eran inadecuadas, que pusiera un límite. Llegaron
también el intendente y la ex gobernadora, más o menos alevosos, para casi
ordenarle que parara su gestión. Fue ella quien se paró fuerte y les dijo que
en su casa nadie le daba órdenes, que cómo podía decirles a los venezolanos que
ya no vinieran, que ellos, los funcionarios, podían tener estudios y títulos,
pero que no tenían corazón.
-Pueden
conocerme como una negra maleducada, pero yo me he comportado de acuerdo a como
han venido –explica Carmela.
A nivel
de instituciones no gubernamentales, además del apoyo que brinda la Cruz Roja
está el que ofrece la Organización Judía Global HIAS, que se enfoca en la
atención a personas de la tercera edad, niños y mujeres embarazadas, y por lo
general subvenciona los pasajes en bus para que lleguen a su destino. Por lo
demás, aparte de la inversión propia que Carmela sigue haciendo, la ayuda
viene, casi exclusivamente, de particulares, sobre todo desde que en marzo de
este año circulara por redes sociales un video que realizó Acnur y la labor de
esta mujer generosa cobrara notoriedad. Así pueden llegar a su casa un quintal
de azúcar o unas cuantas almohadas; bolsas con ropa usada y una dotación de
pasta dental. Carmela acumula todo y lo va distribuyendo con buen cálculo: un
jabón para que se bañen los de un mismo grupo, medias para quien no las tiene,
toallas higiénicas para las mujeres.
En un
momento de su agitada tarde, Carmela se sienta a conversar con una
representante nacional de la Cruz Roja, que ha venido a preguntarle cómo van
las cosas, qué es lo que más necesita. Carmela le dice que, sobre todo,
necesita jabón, champú, toallas sanitarias, cobijas, pero que todo aporte es
bienvenido, porque sus finanzas están quebradas. Debido a eso, confiesa con
algo de pena, debe 640 dólares por el consumo de energía eléctrica, y 228
dólares por el de agua.
-¿Pero
cómo le voy a decir a esa gente que no lave su ropa?
La
representante de la Cruz Roja se despide, y le recomienda que, cuando lleguen
sus colegas por la noche, aproveche para ella también hacerse una “descarga
emocional”. Carmela dice que lo hará, que lo necesita.
*
Dayana
tiene 28 años, y vivía tan cómodamente en la casa de su padre que nunca había
tenido que cocinar. Pero hace un año y medio debió salir de Venezuela porque
todo se vino abajo, y llegó caminando a Guayaquil. Se puso a pedir dinero en un
redondel, y una mujer que le dio unas monedas le dijo que había trabajo en una
camaronera en la vía a la Costa. A los pocos días, ella, que nunca había
cocinado, estaba preparando seis comidas diarias para 30 personas. Ahora estaba
haciendo de nuevo la ruta porque fue a encontrarse con su novio en Colombia
para juntos instalarse en Guayaquil. / Este joven tiene 17 años, pero aparenta
menos pese a su bigote ralo. Le preocupa que, al cruzar Ecuador, aparezcan
grupos vandálicos que agreden a los venezolanos. En Colombia debió huir de los
barras bravas de algunos equipos de fútbol. Los más violentos, dice, son los
del Deportivo Cali. / Jefferson tiene: 23 años, una fuerte afectación en los
riñones, el cuerpo devastado por 12 días de caminata desde Cúcuta, unos zapatos
casi sin suelas, sus pies con llagas, un bolso en el que lleva tres camisas,
tres pantalones y un suéter. Tiene la esperanza de llegar a Perú y encontrar un
trabajo para enviarle dinero a su abuela, la persona que más ama. El nombre de
ella está tatuado en su brazo derecho: Isabel. / La mirada de este hombre es
triste, y todavía tiene en el cuerpo el suplicio que le causó el frío del
páramo de El Ángel, en la provincia del Carchi. Allí presenció lo peor que por
ahora le ha dejado su aventura: había caído la noche y en medio de un puente
vio un alboroto. Una joven se había lanzado al precipicio. La gente que estaba
alrededor contaba que, poco antes, a la mujer se le había congelado el bebé que
llevaba en brazos.
*
Carmela se acostó tarde, pero a las tres de la mañana estaba
en la cocina “parando las primeras ollas” para la fanesca: habas, choclo,
fréjol rojo. Volvió a descansar unos minutos y a las 5 estaba de nuevo en pie. Limpiaba,
acomodaba, removía el contenido de las ollas y preparaba otras con nuevos
ingredientes, todo con un brío extraño, entre agotado e inquebrantable.
-Mi vida siempre ha sido ocupada, y ahora más, pero me gusta
mantenerme así. Además, comparto con mis hijos, nos reímos, eso hace que mi
vida tenga sentido. Pero, claro, sé que sin Dios no lo podría.
Hacia las 06h15 aparecen en el patio los primeros huéspedes,
entonces Carmela empieza a pensar en el desayuno. Poco después llega su hijo
John Pool, de ocho años, para decirle que su uniforme de la escuela está
húmedo. Ella improvisa una parrilla con un estante de metal y pone a secar el
uniforme sobre la estufa. Enseguida remueve cuatro grandes ollas humeantes y
sigue limpiando los mesones de baldosa. El día entra, de nuevo, en su ciclo
ordinario. Para el desayuno ofrece café, pan y huevos duros. Luego de comer, la
mayoría de migrantes retoma el camino. Unos cuantos se quedan porque quieren probar
la fanesca. Las horas pasan y se repite el trajín. Empieza a llegar gente nueva,
y ahora el sermón de Carmela incluye una explicación sobre el significado de la
Semana Santa. Hacia la una de la tarde hay unas treinta personas y al fin están
listas tres enormes ollas de fanesca. Les sirven platos generosos y bien
decorados. Se los comen rápidamente, dicen que les gustó, agradecen, pero es
notorio que en su cabeza hay cosas más importantes que la profunda estimación
de una comida ritual. Para ellos la fanesca será provisión energética y un buen
recuerdo. Se van, y otros vienen, y vienen también vecinos y familiares para
llevarse en ollas su porción de fanesca. Cuando ha pasado el ajetreo, Carmela
sale al patio y, dando una honda exhalación, se desploma en una silla y se seca
las manos en su delantal. Como si no hubiera tenido suficiente con alimentar a
tanta gente, toma su celular y deja un mensaje de voz en el grupo de Whatsapp
Venezuela en El Juncal, que reúne a venezolanos que se han instalado en el
pueblo y a personas que le ayudan en su misión.
-Vengan a la casa, hay fanesca para todos.
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(Mundo Diners, julio de 2019)