Rodrigo Pacheco: un explorador en la cocina

martes, agosto 13, 2019


En parte gracias a su destacada participación en The Final Table, la serie-concurso que Netflix presentó en noviembre pasado, Rodrigo Pacheco es actualmente el cocinero ecuatoriano con más visibilidad en el exterior. Pero su historia comienza antes y su vocación trasciende, con amplitud, las luminarias de la pantalla.

Es un fabuloso día de finales enero, el mar frente al hotel Las Tanusas, en Puerto Cayo, Manabí, luce enmarcado como para una postal entre dos hileras de cocoteros. Rodrigo Pacheco, de 37 años, está sentado a una mesa al pie de la piscina. Es alto y corpulento, lleva una camiseta polo ceñida, un pantalón de senderismo y unas botas de caucho que parecen adecuadas para el motociclismo de montaña. Saluda cálidamente e invita a posar la mirada en el horizonte, como queriendo presentar a alguien más. “Allá está la cordillera Chongón Colonche y ahí la isla de Salango. Por acá está la Isla de la Plata y aquí al frente se ve saltar ballenas cuando es temporada. Este es un lugar con una energía muy especial”. Ese lugar, que alberga al restaurante Bocavaldivia, es su hogar, el laboratorio de sus búsquedas culinarias y la plataforma que le ha permitido desplegar su vocación por el trabajo social. Y así, mostrándolo como si se deslumbrara por primera vez, es como da la bienvenida.


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Con estudios en la prestigiosa escuela francesa de gastronomía Paul Bocuse y entrenamiento en restaurantes europeos con estrellas Michelin, Pacheco ya constaba entre los chefs nacionales con más renombre, pero su participación en The Final Table lo catapultó por fuera del país y hoy podría convertirse en la figura internacional que acaso le hace falta a la gastronomía del Ecuador. El programa se estrenó en noviembre de 2018 y desde entonces Pacheco ha recibido varias ofertas para vincular su imagen a campañas y proyectos en el sector público y privado. Es esquivo a los alardes y prefiere mantener un perfil bajo, pero se siente cómodo con la posibilidad de convertirse en un referente. “Mi visión es de país”, dice, y su aguda voz juvenil cobra otro ímpetu, “y si tengo la oportunidad de hacer algo por el Ecuador, por supuesto que me interesa, porque podrían verse cambios sustanciales, por ejemplo a nivel del turismo. Tenemos 47 ecosistemas, 14 nacionalidades indígenas. El Ecuador tiene una historia linda que contar”.

Netflix indagó en lo inmenso del panorama culinario internacional para descubrir chefs con personalidades atrayentes y proyectos innovadores. De esa forma dio con Pacheco y con Charles Michel, el artista culinario colombo-francés que fue su dupla en el programa. Fueron diez episodios y participaron doce parejas de chefs de todos los continentes. Pacheco y Michel llegaron hasta el capítulo 9, la semifinal. Se despidieron siendo el equipo con las ideas más profundas sobre la cocina que practican. Hablaron de etnobotánica, de sostenibilidad ambiental, del saber de las culturales ancestrales, de que la cocina puede y debe ser una herramienta de transformación social. Su coherencia fue reconocida por los jueces en cada episodio, y también por miles de espectadores alrededor del mundo que les mostraron su admiración a través de las redes sociales. Pacheco aprovechó la gran vitrina de Netflix para dar un paso más en lo que considera su “misión más importante: conseguir que la gastronomía ecuatoriana se posicione de mejor manera frente al mundo”.

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Rodrigo Pacheco y su hermano Andrés (tres años mayor, director artístico para Microsoft en Estados Unidos) crecieron en una casa de aire campestre ubicada en La Primavera, en el valle de Cumbayá, donde había un huerto bastante surtido. “Lo primero que sembramos fueron rábanos, y ahí los niños empezaron a tener un contacto con la tierra”, me dijo Roberto Pacheco, el padre de Rodrigo, una tarde de enero en esa casa. “Pero luego tuvimos todas las hortalizas y frutales que te puedas imaginar”, añadió Mercedes Erazo, la madre.

Roberto Pacheco, analista de sistemas, nació en Santiago de Chile y llegó al Ecuador en 1976 por asuntos profesionales. Del costado de su familia viene el rápido acercamiento a los productos del mar, la oportunidad para que los niños vencieran el miedo a sabores fuertes como el yodado de las ostras. Mercedes Erazo, maestra y comunicadora que durante 40 años trabajó en radio y televisión, nació en Atuntaqui, en la provincia de Imbabura, y creció en un entorno rural. “Mi padre fomentó en nosotros la cultura de los huertos, de la crianza de gallinas, y Rodrigo también pudo ver eso”, dijo.

En casa de los Pacheco la mesa ha sido el espacio de reunión más importante y la comida ha llevado siempre la marca de la labor familiar. Rodrigo era un muchacho muy inquieto, por eso su madre aprovechaba las jornadas de cocina para ocuparle con pequeñas tareas. Él dirá más tarde que fue así como empezó a entablar una relación estrecha con los alimentos. Gran aficionado al fútbol, se integró desde niño a la Liga de Quito, donde entrenó hasta formar parte del equipo sub 17. Estudió en el Colegio Sek, pero de ese colegio, y luego del Sauce, lo expulsaron, porque lo de ser inquieto no había terminado en la infancia. Se graduó en el colegio de la Liga, y luego de hacerlo dejó el fútbol y tomó una decisión que sería trascendental. Viajó en un programa de intercambio a Canadá, al norte de Ontario, para hacer voluntariado en una escuela en una comunidad cree, uno de los pueblos originarios más grandes de América del Norte. “Fue una experiencia increíble que me conectó con la simbología de la alimentación, con las tradiciones ancestrales, con los rituales religiosos, cosas que yo nunca había visto”, me dijo Pacheco.

El programa tenía una contraparte en Ecuador. En esa ocasión convivió dos meses con una familia muy pobre en Pintag, al suroeste de Quito. Afectado por esa realidad tan ajena a la suya, quiso hacer algo que tuviera una incidencia concreta. Fue adonde su madre, que para entonces conducía un programa radial, y le pidió que le solicitara a su audiencia apoyo para esa familia. La respuesta fue abrumadora. A la familia pudieron donarle desde electrodomésticos hasta vidrios para que cubrieran sus ventanas. “Yo creo que esa experiencia ilustra algo muy importante”, me dijo Mercedes Erazo, “Rodrigo siempre trata de tener una trascendencia social, ese es un puntal muy importante de su vida.”

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Antes de estudiar cocina, Pacheco quiso aprender el trasfondo administrativo del oficio, por eso en el año 2000 se fue a Chile para estudiar Administración de Empresas Hoteleras y Restaurantes. Cuatro años más tarde estaba en Lyon, en las aulas del Instituto Paul Bocuse, uno de los más competitivos del mundo. Para experimentar todo el lustre de la alta gastronomía escogió hacer sus pasantías en restaurantes de gran nivel, pero en La Palme d´Or, dos estrellas Michelin, Cannes, se encontró con todos los demonios: platos que se reventaban contra las paredes, un sistema jerárquico de rigidez militar, turnos que nunca terminaban, un ambiente infernal. “Realmente debías tener un coraje especial para aguantar ese ritmo de trabajo”, dice Pacheco. Y él aguantó, pese a que varias veces se vio con lágrimas en los ojos y la mano temblorosa sin querer salir de su habitación. El aguante tuvo consecuencias. Al terminar la pasantía fue a dar al hospital por unos cólicos que le atosigaban. Tenía cálculos. Tuvieron que extirparle la vesícula.

Pero se recuperó, y poco después, en un hermoso pueblo al sur de Francia llamado Laguiole, llegó la epifanía. Allí, en la cima de una colina, rodeado de un verdor pacífico y generoso, está Le Suquet, el célebre restaurante fundado por Michel Bras, chef amante de la naturaleza y considerado una leyenda viviente. Bras le abrió las puertas a Pacheco y Pacheco vio en él la encarnación de los principios que venía cultivando. La atmósfera, tan opuesta a la opresora de sus prácticas previas, le llenó de una energía buena. Hacía lo que debía y hacía más, y en sus días libres se iba a explorar por la colina para compenetrarse con el entorno. Michel Bras vio cuánto se esforzaba Pacheco, y lo valoró. Más aún, empezó a tratarlo como a un amigo. Pacheco podía quedarse a trabajar como cocinero de planta, pero el último día de la pasantía, Bras lo llamó a su oficina y le dio una recomendación: que regresara a su tierra para emprender un proyecto junto a los suyos. Y eso hizo.


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Tras 10 años en el extranjero, agotado de la rutina de trabajo en restaurantes, Pacheco inició su etapa de emprendedor. En 2010 montó en Quito Cuisine Standard, una empresa con la cual ofreció consultorías y capacitación relacionada con la alta tecnología gastronómica. De la mano de Georges Pralus, el chef francés que a mediados de los años 70 desarrolló la cocina al vacío (la técnica que se realiza introduciendo los ingredientes en una bolsa de plástico hermética y sumergiéndola en agua a temperatura controlada), obtuvo una certificación para impartir cursos. En la casa de sus padres montó una base de operaciones y desde ahí enviaba carnes cocidas al vacío para cruceros en las Islas Galápagos. Era una época grata. En esos años conoció a Dayra Reyes, arquitecta de interiores quien poco después se convirtió en su esposa y aliada de aventuras.

También para entonces Pacheco abrió, junto a un socio, La Casa del Abuelo, un hostal-restaurante en Baños de Agua Santa. En el hostal había una pérgola y ahí un bello mesón de piedra volcánica para que comieran los clientes. Él cocinaba frente a ellos en una parrilla, carnes a la brasa con sus guarniciones: un poco de show y alta calidad. “Fue una experiencia extraordinaria, no gané un centavo, pero gané de otras formas”, dice Pacheco.

Ganó, por ejemplo, la relación con Walter Guano. Un día faltó un cocinero y Walter, que se ocupaba de tareas de mantenimiento en el hostal, tuvo que agarrar los sartenes para darle una mano a Pacheco y así, sin haberlo imaginado, se convirtió en cocinero. El hostal cerró en 2013, pero Guano se mantuvo junto al chef y hoy es el segundo a bordo en Bocavaldivia. “Uno que no estudió para ser cocinero, estar al lado de un chef de ese nivel es una suerte extraordinaria y una gran escuela”, me dijo Guano un día haciendo una pausa en el restaurante. Pacheco le corresponde en los halagos: “Walter es mi souschef inamovible, no lo cambio por nada”. Cuando a Pacheco le preguntan cuál ha sido su mejor creación, le gusta responder que fue Walter.

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Samih Sawiris es un billonario egipcio de 62 años, empresario de la hotelería y los bienes raíces, que figura en el puesto 396 de la lista Forbes. Su esposa, la también empresaria Goya Gallagher, nació en Ecuador, y debido a ese vínculo decidieron construir una casa vacacional en la playa de Puerto Cayo. Pronto se dieron cuenta de que la iban a utilizar poco, por lo que pidieron a Bernardo Crespo, el arquitecto chileno amigo de ellos que había construido la casa, que buscara a alguien para que se encargara de convertirla en un hotel. De esa forma, Pacheco se encontró un día de 2012 en Puerto Cayo sirviendo una cena para Sawiris, que había venido a vacacionar. El empresario quedó contento con el trato recibido y les propuso a Pacheco y a su esposa que se encargaran de sacar adelante ese proyecto. “Era una gran oportunidad, pero también un desafío enorme”, dice Dayra Reyes. “Nos dejaron una propiedad de 47,5 hectáreas sin una inversión hotelera. Nunca nos imaginamos a lo que nos metíamos, pero nos fuimos adaptando, con aciertos, con errores, y poco a poco lo fuimos logrando”.

Era 2013 y el hotel, que hoy tiene 11 habitaciones para 25 personas, empezaba a nacer. Ahora había que dar forma al restaurante. La provisión de los alimentos planteaba preguntas. “Si hace ocho mil años aquí estaban los primeros agricultores de América, qué hago yo viajando 200 kilómetros para ir a una tienda a comprar los productos”, se dijo Pacheco, y entonces empezó a construir una pequeña granja, ubicada en la parte trasera de la propiedad, donde actualmente hay vacas y cabras que dan leche, gallinas que dan huevos, y un huerto orgánico con más de 180 variedades de frutas y hortalizas que abastecen en un 80% las necesidades del restaurante. Arrancó el empeño no tan utópico de la autosustentabilidad.

Con ese mismo impulso, Pacheco aprendió a surfear, exploró los arrecifes y el manglar para descubrir frutos del mar, y se introdujo en el bosque seco y en el húmedo tropical para saber de otro tipo de flora. Un día que no llegó la provisión de pescado que había encargado, tomó su kayak y se fue a pescar. Regresó con una gaveta a tope. Para qué comprar pescado si lo tenemos al frente, fue la conclusión evidente. Además, se dedicó a investigar sobre las culturas precolombinas, particularmente la Valdivia, por la que profesa una intensa devoción (valora los trabajos de la investigadora manabita Libertad Regalado), y así fue estableciendo los nodos conceptuales de su labor. Evoca la etnobotánica cuando utiliza elementos de la naturaleza para elaborar vajilla y utensilios (un cuenco en un trozo de cáctus, una parrillita con ramas de muyuyo), y su elocución se apasiona cuando habla de lo astroancestral para explicar que su cocina explora la cosmovisión de los pueblos indígenas. “En esta misión que tengo de lograr que la gastronomía ecuatoriana se posicione de mejor manera frente al mundo, empecé a buscar todos los argumentos posibles, y encontré que los principales son la biodiversidad y el trabajo muy avanzado de las culturas que habitaron esta región. Tenían formas muy armónicas y ceremoniales de plasmar su comprensión del universo a través de la comida y la artesanía. Si pudiéramos llevar eso a la mesa actual, estaríamos creando un futuro sólido para la cocina ecuatoriana”.

Hay dos tipos de cocina, dice Pacheco, la buena y la mala, y la buena debe tener frescura, técnica y emociones. Su comida no se rige a un guión: en Bocavaldivia se sirve al día lo mejor que salga del huerto y del mar. Con frecuencia habla de que busca “vestirle de gala al campo”, pero su gala es ajena a la extravagancia. La técnica se concentra en el punto justo de las cocciones y en la dosis adecuada de estética. Las emociones se generan cuando la comida acarrea historias, y con ese factor Pacheco es tajante. “Lo que me interesa con el trabajo culinario es cambiar la vida de las personas que están alrededor y el paradigma de relación con el ambiente. Esa es la liga que yo quiero jugar”.

Cualquier plato de Bocavaldivia ejemplifica el concepto, pero en el menú degustación de seis pasos hay un emblemático de la casa: el tartar de quinua lleva quinua cocida y frita coronada por una yema de huevo apenas cocida en la boca del horno de leña. Se lo sirve en una concha spondylus para recordar la relación comercial que mantuvieron incas y valdivias, y tiene un toque vistoso de amaranto negro, al que Pacheco llama con orgullo el caviar de la tierra.

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El terremoto de abril de 2016, que afectó severamente a gran parte de Manabí, motivó a Pacheco y a Dayra Reyes a crear la Fundación Amor 7.8 (como la magnitud de aquel sismo). Desde entonces mantienen, en coordinación con líderes comunitarios de varias zonas de la provincia, un trabajo apasionado al que  dedican gran parte de su tiempo. “Yo atiendo diferentes necesidades en el día a día”, explica Pacheco. “Si una adolescente que quedó embarazada por una violación viene a pedir ayuda porque no tiene nada para darle a su bebé, yo le firmo un cheque de 150 dólares ese minuto”. Amor 7.8 se financia principalmente con donaciones privadas, y uno de sus enfoques es el mejoramiento de infraestructura y servicios en escuelas. El del agua, dice Pacheco, es su programa favorito de los que mantiene la fundación. Luego del terremoto se contactó con la organización Waves for Water, dirigida por el ex campeón mundial de surf Jon Rose, que provee sistemas prácticos y baratos de depuración de agua para comunidades desfavorecidas. La fundación ha instalado esos sistemas en 5 grandes escuelas rurales de Esmeraldas y Manabí, donde ahora mismo, asegura Pacheco, se benefician 10 mil niños. Su aspiración es instalarlos en mil escuelas de esas dos provincias. Dayra Reyes, mientras tanto, está a la cabeza de Semilla, un proyecto de carácter autosustentable cuyo puntal será una gran escuela para la comunidades que rodean Puerto Cayo. Necesitan 500 mil dólares parar emprender la construcción. Pacheco espera reunir ese dinero a lo largo de 2019. Dice que la visibilidad que le dio The Final Table ya lo está ayudando.

Ahora hace una pausa en su impetuosa alocución y posa su mirada en el océano. Son las 17h30 y el sol ha bajado. En el horizonte empieza a posarse una tenue estela naranja. Pide –de favor- que paremos. Quiere ir a buscar su tabla de surf. El momento es ideal para meterse al mar.

(Mundo Diners, mayo de 2019)

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